60
No fue para nada como Tom. Esto fue más como una bomba.
Sintió que el cuerpo se le tensaba por la sorpresa; luego notó la rápida sacudida de su corazón y una repentina dificultad para respirar. Durante un instante, sólo un instante, podría haberlo apartado. Pero no lo hizo. Un sensacional calor blanco hizo que ese pensamiento saliera chamuscado de su cerebro. Momentos después, él estaba pegado a ella: un hormigueo le recorrió todo el cuerpo, sintió el hambre de Chris, su necesidad… Lo agarró de las solapas del abrigo, porque ansiaba su contacto; no podía acercarse lo suficiente y el aroma a manzanas especiadas le hacía sentirse febril y mareada.
El beso fue eterno. Duró un segundo. Alex no estaba segura de quién lo rompió. Tal vez ambos lo hicieron a la vez, o ninguno.
Él la soltó.
—Lo siento. Dios, lo siento mucho —farfulló con la voz entrecortada—. Por favor, no me odies. Yo sólo…
—Está bien —dijo ella. La señal roja de su mano destacaba en la mejilla de Chris como una marca grabada a fuego. Sentía los labios magullados e hinchados—. No debería haberte pegado. Lo hice sin pensar.
—Creo… —Chris se echó hacia atrás, con la respiración aún agitada—, creo que cuando vuelva, tal vez no debería verte más. No puedo pensar. Cuando estoy ahí fuera, lo único en lo que puedo pensar es en estar aquí y… en estar contigo. Yo sólo… Dios, Alex, sólo estoy intentando protegerte.
Su rechazo natural —«no necesito tu protección»— se le atascó detrás de los dientes. Estaba diciendo la verdad; lo olía. Era igual que cuando le regaló las gafas de sol, sólo que esta vez tenía los sentimientos de Chris en la palma de sus manos.
—¿Sabes lo que me preocupa? Me preocupa que, cuando vuelva, haya encontrado alguna fisura, algo que se nos haya pasado, y te hayas ido y no creo que yo… —Chris cerró los ojos—. Di algo, por favor.
—Lo siento mucho. —Alargó la mano hasta su cara y tocó la marca que le había dejado—. Yo no te odio, Chris.
Él soltó una carcajada medio triste.
—Pero no te gusto.
—Te he besado —dijo ella.
—Después de abordarte, después de obligarte…
—No. No me has obligado. Creo… —Dejó escapar un suspiro tembloroso—. Creo que tengo miedo de que me gustes.
La sorpresa de Chris y después la esperanza reflejada en su rostro fueron casi dolorosas y Alex tuvo que morderse el labio para no romper a llorar. Tenía aún la mano en su mejilla y ahora él la cubrió con la suya.
—¿Por qué? —preguntó.
Un sollozo intentó abrirse camino a través de su boca.
—Porque eso significa que me he rendido. Significa que tú has cerrado todas las fisuras y que no tengo otro sitio adonde ir.
—Pero, Alex, las reglas tienen una razón de ser. Están ahí para mantenerte a salvo.
—Entonces, ¿por qué Jess cree que necesitan un cambio?
—Alex. —Se acercó más y, cuando la tomó en sus brazos, ella no se apartó—. Quiero protegerte. Quiero cuidarte. ¿Tan malo sería que te quedases?
Alex se agarró a la chaqueta de Chris.
—No —contestó.
Hicieron en silencio el resto del camino, pero ella permaneció junto a Chris, muslo con muslo y con los brazos entrelazados. Al llegar al asilo, la nieve caía con más intensidad y estaba empezando a arremolinarse. Cuando el trineo se detuvo, sin embargo, ella no se bajó. Tras las puertas de cristal, vio que el guardia los observaba, con la mano en la barra de la puerta para dejarla entrar.
Alex se giró hacia Chris.
—¿Cuánto tiempo crees que estarás fuera?
—Bastante. Un par de semanas. —Su boca se torció en una sonrisa tensa e insegura. La nieve se adhería a su pelo oscuro—. No te preocupes. Dejaré a alguien aquí para que te cuide.
—No estoy preocupada por mí. —Entonces cogió su mano y entrelazaron los dedos—. Cuando vuelvas…
—Sí —dijo.
Esta vez, cuando se besaron, sólo hubo manzanas: dulces, crujientes y buenas.
Aquella tarde, una de las enfermeras salió precipitadamente de la sala de curas por algo y dejó un puñado de instrumentos quirúrgicos esterilizados esparcidos en una bandeja. Uno de ellos era una sierra de Gigli, un rollo de alambre capaz de cortar un hueso… o un árbol, o el cuello de un hombre. La sierra tenía cuarenta centímetros de largo y dos mangos. Podía metérsela enrollada en los vaqueros. Una sierra como aquella podía resultarle muy útil en la carretera a una chica a la fuga.
La dejó donde estaba.