CAPÍTULO 4
VALE, LES HABÍAMOS MENTIDO a nuestros amigos. Pero no todo era mentira. Lo digo como si por el hecho de que solo fuera una mentira a medias resultara más aceptable.
Sí, nos mudábamos a Nebraska. Y sí, íbamos a trabajar en la Tienda. Pero habíamos obviado algo: la Tienda no nos había ofrecido ningún empleo allí.
La verdad es que habíamos sido Megan y yo quienes lo habíamos orquestado todo. Y, como ocurre con tantas otras cosas, todo había surgido a partir de una idea muy sencilla.
Así fue como una bola de nieve acabó convirtiéndose en una avalancha: después de que la Tienda rechazara nuestro manuscrito, yo estaba furioso y resentido. Era evidente que pensaban que podían tratarme de cualquier manera. Pues muy bien, se iban a enterar. Si mis palabras parecían las de un loco, creo que lo parecían porque en realidad lo eran.
Megan y yo nos íbamos a infiltrar en la Tienda. Sacaríamos a la luz sus secretos y sus planes. Y luego escribiríamos sobre ello. Sería nuestra forma de desquitarnos. Pero antes debíamos conseguir que nos contrataran.
Una buena noticia (¡por fin!): resultó que ser contratado por la Tienda era sumamente fácil. La Tienda era una empresa tan próspera y crecía tan deprisa que, aparentemente, aceptaban a casi todo el mundo que clicaba en el link que había en la parte inferior de todas las páginas de la Tienda: «Trabaja con nosotros».
Un día cliqué en el link y pocos segundos después apareció un formulario de solicitud. El formulario no pedía muchos detalles, pero yo estaba seguro de que era porque la Tienda haría una investigación más a fondo por su cuenta.
Habíamos preparado la respuesta perfecta para cuando nos preguntaran por qué queríamos trabajar allí: estábamos hartos del ritmo de vida frenético de Nueva York. Hartos de poder aparcar solo en un lado de la calle cada quince días, de los sin techo que pedían limosna en cada esquina y de vivir los cuatro hacinados en un apartamento cutre y sin ascensor con capacidad para solo dos personas. Deseábamos de todo corazón que nuestros hijos crecieran en una comunidad digna, en una casa con un patio trasero con árboles y plantas… Bla, bla, bla. Éramos escritores. Sabíamos que a la gente que no vivía en Nueva York le encantaban las opiniones en contra de Nueva York, e incluso Megan, que mentía muy mal, había conseguido seguirme el juego y habló como una auténtica profesional de la mentira. Y funcionó.
Dos días después chateé con un jefe −o una jefa, porque se llamaba Leslie− de recursos humanos. Leslie dejó muy clara la posición de la Tienda: «Aunque estáis cualificados para ocupar un puesto en el departamento de marketing o en el comercial, de momento solo podemos ofreceros un empleo en nuestro maravilloso nuevo centro de distribución de New Burg, en Nebraska». Me moría de ganas de escribir ese libro. Íbamos a convertirnos en…, bueno, espías… Estaba dispuesto a aceptar el trabajo. Y Megan también. Llegamos a un acuerdo. La Tienda dejó claro que Megan y yo no ocuparíamos puestos de alto rango. Ni hablar. Los nuestros serían empleos rutinarios, como llenar hojas de pedidos y pegar etiquetas de envío. Sí, eran unos trabajos de mierda para los que solo exigían el título de la escuela primaria y unas espaldas resistentes.
Llevaríamos colgados del cuello unos pequeños ordenadores que recibían los pedidos. Nosotros buscaríamos las mercancías, las recogeríamos, las entregaríamos al departamento de embalaje (que tenía el tamaño de un estadio de fútbol) y luego conduciríamos nuestros pequeños go-karts electrónicos para recoger un nuevo pedido. Solo que, en esta ocasión, en vez de una caja de cereales Cap’n Crunch, un tubo de pomada para las hemorroides, una mesita de cristal y cuatro copias de Naked Hot Yoga at Home, por decir algo, recogeríamos una cadena para un tractor John Deere, cuatro tarros de mermelada de mandarina… En fin, esa era la idea.
Los extras eran sorprendentemente apetitosos. La Tienda nos ofrecía una casa de tres habitaciones y también pagar la mitad de la cuota mensual de la hipoteca, que ascendía a cuatrocientos dólares. En realidad, una cifra irrisoria comparada con lo que pagábamos por nuestro lóbrego apartamento. Estábamos seguros de que la Tienda había cometido un error. Pero, como descubriríamos muy pronto, la Tienda nunca comete errores.
En otro correo electrónico nos informaron de que nuestra casa estaría en uno de los tantos barrios de viviendas que había construido la Tienda. «La mayoría de vuestros vecinos serán empleados de la Tienda». Genial: vecinos que podrían ser fuentes de chismorreos y de información reservada.
Todo parecía perfecto. Pero, evidentemente, como espías, nuestra misión sería descubrir las imperfecciones de esa perfección. Mentiría si dijera que no estábamos asustados: dos blandengues neoyorquinos que llevaban mucho tiempo sin trabajo dispuestos a enfrentarse a una de las empresas más oscuras y con una mayor expansión de Estados Unidos.
Pero ¡qué demonios!, la idea del libro era demasiado buena para dejarla escapar.