CAPÍTULO 40
JADEANTE, EMPAPADO EN SUDOR y con la boca seca: ese era yo, el último pasajero en embarcar en el vuelo 5217 de United Airlines de San Francisco a Omaha.
Sujetaba la tarjeta de embarque entre los dientes, el faldón de la camisa revoloteaba como una minifalda sobre mis pantalones y rezaba para que no me hubiese olvidado de volver a meter el ordenador portátil en el equipaje de mano después de un registro que había durado veinte minutos.
Me acerqué corriendo a mis compañeros de viaje, Megan y Sam…, en primera clase. Para colmo de males, ambos estaban tomando champán.
−Creíamos que habías perdido el vuelo, amigo −dijo Sam−. Estábamos preocupados.
No fui capaz de decir si estaba realmente preocupado o si simplemente intentaba que su voz sonara preocupada.
−¿Qué ha pasado, Jacob? −me preguntó Megan.
Probablemente pensaba que había hecho algo que había provocado mi retraso.
−Estamos a punto de despegar, señor. Por favor, ocupe su siento −dijo una auxiliar de vuelo que estaba detrás de mí.
−Sí, señora −respondí.
Supongo que me estaba acostumbrando a obedecer órdenes.
−Nos han pasado a Megan y a mí a primera clase −dijo Sam−. Pero nos cambiaremos los asientos. Tú te quedas aquí, con tu mujer; a mí no me importa sentarme en turista.
Antes de que pudiera oponerme a aquel generoso gesto, Sam cogió mi tarjeta de embarque y cruzó las cortinas para pasar a ocupar mi asiento. Me senté al lado de Megan y ambos guardamos silencio mientras proyectaban el vídeo con las instrucciones de seguridad.
Unos segundos después de escuchar la frase «… y esperamos que disfruten del vuelo», Megan rompió el silencio.
−Estaba preocupada por ti, Jacob −dijo−. Y Sam también.
−Bueno, no creo que estuvieras muy preocupada. Os vi a los dos hablando por el móvil −dije, reaccionando como un niño de seis años.
−Pensamos que habías ido al baño o a comprar un sándwich o lo que fuera. ¡Oh, Jacob! −dijo, con una mirada llena de preocupación y posándome una mano en el hombro y la otra en el brazo−. Me siento fatal. ¿Qué ha ocurrido?
Estaba a punto de contárselo cuando se escuchó una voz a través de los altavoces.
−Les habla el comandante, Brian Heller. Antes de despegar debemos efectuar un último control de equipajes que no debería requerir más que unos minutos. Luego pondremos rumbo a la bella Omaha, donde la temperatura es de… diecisiete grados centígrados. Gracias por su paciencia.
Casi de inmediato, una pareja de auxiliares de vuelo se acercó a mi asiento.
−¿El señor Brandeis? −me preguntó el hombre.
−Sí, soy yo.
−Creo que este no es el asiento que le ha sido asignado.
Intuí más complicaciones.
−Bueno, un amigo me ha cedido el suyo…
−Sí −dijo la mujer−. No hay problema, señor Brandeis. Sin embargo, el comandante…
Hubo una pausa. Entonces continuó el hombre.
−Al comandante le gustaría examinar su equipaje de mano, señor. ¿Esta mochila es el único equipaje que ha subido a bordo? −me preguntó mientras levantaba la mochila que tenía sobre el regazo.
−Sí, pero ¿por qué necesita el comandante…? En fin, es la primera vez que me ocurre esto.
−Por favor, señor −dijo el auxiliar.
−Por favor, Jacob, haz lo que te dicen. Estoy segura de que no es nada −dijo Megan.
Los dos auxiliares de vuelo cogieron la mochila y la llevaron a la cabina de mando, cuya puerta estaba abierta.
−Voy a ver qué pasa −le dije a Megan, y empecé a desabrocharme el cinturón de seguridad.
−Quédate aquí −dijo Megan.
Lo dijo en tono firme. Parecía estar increíblemente tranquila.
Unos minutos después, el auxiliar de vuelo volvió con mi mochila.
−Gracias por su colaboración, señor. Todo en orden −dijo.
−¿Qué estaban buscando? −le pregunté, con un deje de impaciencia.
−Ha sido una mera precaución, señor. Gracias. ¿Puedo servirle un poco de champán o un zumo de naranja recién exprimido cuando hayamos alcanzado la velocidad de crucero?
−No, gracias −contesté.
−Auxiliares de vuelo, prepárense para el despegue −dijo la voz del comandante Heller.
El avión empezó a rodar por la pista y despegó.
−Cuéntame qué pasó en el control rápido −dijo Megan.
−Tú y Sam lo visteis −empecé.
−No, no lo vimos. No sabíamos que algo iba mal.
−Vale, vale −dije−. Me sacaron de la cola, me llevaron a una habitación y dos tipos me registraron. Fue…, ¡olvídalo! Los detalles son más bien repugnantes.
−¿Repugnantes? ¿Qué pasó?
−Tuve que quedarme en ropa interior. Estaba allí, prácticamente desnudo, mientras me pasaban el detector de metales… por todas partes: las orejas, el cuello, las axilas, la entrepierna… Aquellos tipos llevaban guantes de goma, y uno de ellos me puso la mano en…
Hice una pausa. Por alguna razón sentí que estaba a punto de echarme a llorar.
−Oh, ¡olvídalo! −dije−. El resto ya puedes imaginártelo.
−¡Oh, Dios mío! −exclamó Megan−. Es horrible. No me extraña que estés tan alterado.
Cerré los ojos y los volví a abrir unos cinco minutos más tarde. Megan había sacado su ordenador portátil y estaba escribiendo frenéticamente. Cuando miré por la ventanilla vi al menos cuarenta drones volando junto al avión. Parecían una bandada de enormes pájaros negros y grises migrando hacia el sur porque se acercaba el invierno.
−¡Joder! −exclamé.
−¿Qué pasa? −preguntó Megan.
−Ahí fuera hay un millón de drones.
Megan miró por la ventanilla durante unos segundos.
−¡Jacob, por favor! Están haciendo entregas.
Guardé silencio unos instantes. Luego me volví y miré a Megan a los ojos, cara a cara.
−Crees que estoy loco, ¿verdad? −le dije.
Hubo solo una breve pausa, pero a mí me pareció que había transcurrido una hora.
−No. No creo que estés loco. Creo que estás agotado.
−Pero los drones…
−Vamos, Jacob. Ya te he dicho que solo están haciendo entregas. No hay nada por lo que preocuparse.