CAPÍTULO 13
−EH, HOY ES DOMINGO −dije−. Vayamos a la iglesia.
Por las caras de estupefacción de mi familia y el largo silencio que les siguió, bien podría haber dicho que nos fuéramos a Marte.
Alex fue el primero en hablar.
−¿Qué te ocurre, papá? ¿Estás haciendo pruebas para alguna comedia?
No respondí, pero quince minutos más tarde, después de que los chicos decidieran quedarse en casa, Megan y yo −ella con un vestido amarillo con un estampado de margaritas blancas y yo con un blazer de lino azul− nos dirigimos a la única iglesia de New Burg para asistir a la misa de las once.
Ninguno de los dos era especialmente religioso. Como pareja, la última vez que habíamos estado en un lugar de culto fue dieciocho años antes, cuando nos casamos en la iglesia de Larchmont. Entonces estuvimos allí por amor. Ahora era para investigar.
El templo había sido bautizado como la Nueva Iglesia de Dios de New Burg, un nombre perfectamente adecuado pero sin un ápice de creatividad, a diferencia de esas iglesias católicas que se llaman la Preciosa Sangre de Jesús o Nuestra Afligida Señora Estrella del Mar. Y lo mismo ocurría con los templos cuyos nombres siempre sonaban como las expresiones en yidis de mi abuela: Anshe Emeth Shalom o Shaaray Tefila.
A las 10:55, el aparcamiento de la iglesia estaba lleno. Fuera lo que fuese lo que vendían en la Nueva Iglesia de Dios de New Burg, estaba claro que la gente de la localidad lo compraba. Los rezagados que, como nosotros, llegaban cuando solo faltaban cinco minutos para que se alzara el telón, tenían que dejar el coche al final del aparcamiento.
Bajamos del coche y, de forma instintiva, tiramos de nuestra ropa y nos repasamos el pelo. Megan y yo éramos extraños en tierra extraña.
Entonces escuchamos una voz.
−No os preocupéis. Vais muy elegantes.
Era una voz de hombre −pausada, grave, que arrastraba ligeramente las palabras− que provenía del asiento del acompañante del coche que estaba aparcado justo al lado del nuestro. Megan y yo esbozamos una sonrisa avergonzada y yo dije una estupidez:
−Muchas gracias. Vosotros también.
−Bueno, sinceramente, no lo creo. Compruébalo tú mismo −dijo el hombre.
Abrió la puerta del coche, salió y se incorporó en todo su más de metro ochenta de altura. Tenía la piel morena; puede que fuera de origen indonesio o mediterráneo. Llevaba el pelo descuidado y el polo arrugado, pero era apuesto. Tenía ese aire de haber acabado de darse un baño en el mar que parece gustar tanto a las mujeres.
Su compañera salió del asiento del conductor. Era muy atractiva, casi tan alta como él y tenía el pelo rubio y largo. Ambos parecían más o menos de nuestra edad.
Además de ellos, del coche salió algo más: un intenso, dulce y delicioso olor a humo de marihuana. Sé que el colocón por cercanía no existe, pero de haber existido, seguro que aquel habría sido el momento de experimentarlo. Nuestros vecinos de aparcamiento debían de haber estado fumando con las ventanillas abiertas, porque el olor a hierba avanzaba hacia nosotros como un ciclón en miniatura.
−Me llamo Bud, Bud Robinson, y esta rubia ligeramente colocada es Bette, mi mujer… Es Bette con e, no con y…, y la e se pronuncia.
Aún estaba procesando la grafía y la pronunciación del nombre de Bette cuando vi que Bud estaba echando un vistazo a su móvil. Se puso a leer en voz alta:
−Y vosotros sois Megan y Jacob Brandeis. Jacob, exescritor y graduado por la Universidad de Nueva York, y Megan, también exescritora y…, ¡guau!, graduada por Stanford.
Bette dio una larga calada al porro que compartía con su marido. Luego dijo:
−Es un poco inquietante, ¿no?
Fue Bud quien respondió a la pregunta.
−Sí, bueno, aquí todos lo saben todo sobre todos. Eso es la Tienda.
−¿Todo se debe a la Tienda? −preguntó Megan.
Decidimos andar con pies de plomo.
La respuesta a la pregunta de Megan fueron unas sonoras carcajadas de Bette y Bud. Mi traducción de sus carcajadas fue: «¿De verdad sois tan ingenuos que no habíais llegado solos a esa conclusión?».
Bette le había pasado el porro a Bud. Tras darle una calada, se lo ofreció a Megan.
Megan cogió el porro, le dio una corta calada y luego me lo pasó. Estaba claro que íbamos a llegar tarde a misa.
Bud se frotó la cabeza y dijo:
−La siguiente información que leo en mi móvil es que vivís en el 400 de Midshipman Lane. Nosotros vivimos en el 420.
−Supongo que eso os convierte en los únicos vecinos que no vinisteis a echarnos una mano para desembalar −dijo Megan.
−Estábamos absortos en la recreación, no sé si me explico −dijo Bud, concentrándose en el nuevo porro que estaba liando.
Entonces Bette dijo:
−Tengo curiosidad, y hay una pregunta que les hago a todos los recién llegados.
−Dispara −dije.
−¿Ya habéis encontrado las cámaras de seguridad?
−Bueno…, sí −dije.
−La primera noche −añadió Megan.
−Voy a daros un consejo −dijo Bud−. No perdáis el tiempo tratando de quitar esas cámaras.
−Demasiado tarde −dije.
−La Tienda volverá a instalarlas a hurtadillas. Es probable que en estos momentos, en vuestra casa, haya un robot dron moviéndose de un lado para otro con las nuevas cámaras.
Bud dio una larga calada al porro y luego expulsó el humo lentamente.
−¿Vais a ir a misa, amigos? −preguntó.
−Supongo que deberíamos ir. Mejor tarde que… −dije.
−No tenéis por qué entrar −dijo Bette.
A continuación, nos explicó que hacía un año habían descubierto que las cámaras de seguridad que controlaban la asistencia grababan a los coches que entraban en el aparcamiento pero no a la gente que entraba realmente en la iglesia.
−¿Estáis seguros? −pregunté.
−No del todo −respondió Bette−. Con la Tienda nunca puedes estar absolutamente seguro de nada.
Me di cuenta de que aquella pareja me caía bien. El tío enrollado y su atractiva esposa. Sin embargo, tenía miedo de que me cayeran demasiado bien.
No creo que Bette pudiera leer mi mente, pero estoy seguro de que era capaz de interpretar la situación. De pronto, aunque muy tranquila, dijo:
−Apuesto a que los dos estáis pensando si podéis confiar en una gente a la que acabáis de conocer.
Megan y yo sonreímos. Era una sonrisa nerviosa.
−Y bien, ¿podemos confiar en vosotros? −dije.
−¡Por supuesto que no! ¿Estáis locos? ¡Trabajamos en la Tienda! −dijo Bud, entre sonoras carcajadas.