CAPÍTULO 10
MEGAN Y YO ÉRAMOS unos auténticos fanáticos de las librerías tradicionales y de las bibliotecas antiguas. Así pues, cuando vimos las palabras biblioteca pública de new burg escritas en un letrero que había en la entrada de un pequeño edificio de ladrillo rojo, intercambiamos una sonrisa cómplice y nos dirigimos hacia la puerta de entrada blanca.
La biblioteca estaba abierta. Entramos.
Encima del alto mostrador de madera había uno de esos plumeros que se usaban en otras épocas, aunque, aparentemente, parecía que no lo habían utilizado en mucho tiempo: una sutil capa de polvo cubría prácticamente todas las superficies.
Conté diez hileras de estanterías de madera oscura. Echando un rápido vistazo a la colección de libros de la biblioteca quedaba claro que no había muchos volúmenes publicados después de la década de 1930. Vi que había muchas obras de Sinclair Lewis −Babbitt, Calle Mayor, Dodsworth− y algunos viejos best sellers: Gran Hotel, Su vida íntima, La exótica. Megan señaló una amplia antología de obras de Agatha Christie y una pequeña selección de títulos de William Faulkner. Parecía que ninguno de esos libros se hubiera abierto nunca. Cuando cogí un ejemplar de Lo que el viento se llevó, el lomo del libro crujió suavemente; las páginas estaban inmaculadas.
−¡Megan! ¡Jacob!
Una voz femenina enérgica y decidida cruzó la sala.
La voz se dejó oír otra vez:
−Estoy en la sección de cocina y decoración. No os mováis; sé dónde estáis.
No nos movimos, pero me volví hacia Megan y le dije:
−Mierda, seguro que ya hemos vuelto a meternos en un lío.
Una mujer de unos cuarenta años se acercaba hacia nosotros por la sección de ficción. Llevaba el pelo recogido hacia atrás y vestía una sencilla blusa de lino gris. Su rostro era tan inexpresivo que no fui capaz de saber si estaba contenta o enojada.
−Soy Deb Borelli, la bibliotecaria.
−Y, por lo que parece, ya sabe quiénes somos −dijo Megan.
−En New Burg, todos nos conocemos −dijo.
Puede que en su rostro empezara a esbozarse una sonrisa.
−Comprendo −dije, como si su respuesta fuera en realidad una explicación.
−¿Tenéis alguna pregunta a la que pueda responder?
Tenía montones de preguntas. ¿Por qué la biblioteca estaba vacía? ¿Por qué estaba sucia? ¿Por qué no había libros que tuvieran menos de setenta y cinco años? ¿Por qué todo el mundo nos conocía y sabía nuestros nombres? ¿Por qué en la calle solo había ancianos?
−No, no tengo ninguna pregunta, pero gracias −dijo Megan−. Jacob, ¿tienes alguna pregunta para la señorita Borelli?
−No, por favor −dijo la bibliotecaria−. Odio la palabra señorita. No dice absolutamente nada acerca de una mujer.
Tenía ganas de decirle «Bueno, de eso se trata», pero había aprendido a mantener la boca cerrada en New Burg. En eso, Megan era mucho mejor que yo.
−Entonces, ¿es señorita o señora? −preguntó mi mujer.
Finalmente, la bibliotecaria sonrió. Era una sonrisa amable. Y, sin lugar a dudas, también falsa.
−No soy señorita. Soy señora.
−Ah, entonces, ¿está usted casada? −dijo Megan.
−Sí, lo estoy.
Yo, con mi encanto habitual, añadí:
−Seguro que uno de estos días conoceremos al señor Borelli.
−No.
Vaya… O se estaba divorciando o era viuda. Había vuelto a meter la pata.
−Mi marido ha sido trasladado −dijo.
Se hizo un silencio. El rostro de Deb Borelli no mostraba ninguna expresión. Miró a Megan y luego a mí. Decidí decir algo.
−Trasladado. ¿Qué significa eso exactamente?
La bibliotecaria entrecerró los ojos y su barbilla tembló. Luego dijo:
−Que… ha sido trasladado.
No contento con haber cometido un pequeño error, decidí convertirlo en un gran error.
−¿Qué quiere decir con «trasladado»? −dije.
−Lo que quiero decir es que ya no está aquí. −Se dio la vuelta a toda prisa y empezó a alejarse−. Y ahora tendréis que disculparme.