CAPÍTULO 41
MALETAS, MALETINES de ordenadores portátiles, equipaje de mano, bolsas. Megan y yo llegamos por la noche y entramos en la cocina por la puerta trasera. Estábamos de nuevo en la vieja y querida New Burg.
Vale, Lindsay y Alex habían superado la etapa en que podrían habernos recibido gritando «¡Eh! ¡Mamá y papá están en casa!» cuando regresábamos de un viaje. Pero lo menos que hubieran podido hacer era bajar y decir hola. Sin embargo, el saludo de bienvenida fue un grito de Alex procedente de su habitación.
−¿Quién demonios está ahí abajo?
−¡Nosotros! −gritó Megan.
−Ah, hola −respondió Alex.
Me acerqué al pie de la escalera.
−¿Dónde está tu hermana?
−¿Y yo qué sé? −gritó Alex.
Me prometí que no iba a enfadarme.
−Estoy aquí arriba −dijo Lindsay.
Ni un «hola», ni un «bienvenidos», solo «estoy aquí arriba».
Al cuerno con la promesa de no enfadarme.
Megan se reunió conmigo en el vestíbulo.
−Chicos, ¿no podríais bajar a saludar? −gritó.
−Solo tardo unos minutos −respondió Alex.
La respuesta de Lindsay fue incluso peor:
−No puedo. Estoy ocupada.
Megan sacudió la cabeza y se dirigió a la cocina, pero yo solo me moví para sentarme en el primer peldaño de la escalera. Intenté secarme el sudor de la cara con las manos, pero el método no fue especialmente eficaz. Luego hundí mi húmedo rostro en mis húmedas manos. Volví a sentir las ganas de echarme a llorar que había tenido en el avión.
Una sensación de confusión. Una especie de tristeza mezclada con rabia. La impaciencia de Megan. La transformación de Bette y Bud en caras sonrientes. El accidente del todoterreno. Los drones sobrevolando cada pedazo de cielo que había sobre mi cabeza.
Me puse de pie, subí hasta el tercer escalón y grité.
−Bajad inmediatamente. ¡Ahora mismo! ¿Me oís? Ya.
No podía dejar de gritar ni detener las palabras que mi boca escupía con ferocidad.
−¿Me oís? ¿Estáis sordos? ¡Os digo que bajéis ahora mismo!
Finalmente, mis hijos se dejaron ver.
Parecían confusos.
Me temblaban los brazos y las manos. Tenía un nudo en el estómago. Me dolían las piernas y la cabeza.
Megan también se acercó.
−¿Qué pasa, Jacob?
−¿Que qué pasa? −bramé−. Pues que nuestros hijos ni siquiera son capaces de bajar a saludarnos, eso es lo que pasa.
Silencio sepulcral.
−¿Cuál es el problema? −dijo Alex.
Sin embargo, no me quedaban fuerzas para continuar con mi arrebato.
−¿Qué te pasa, papá? −me preguntó Lindsay.
Respondí con tranquilidad.
−No importa. Seguid con lo que estuvierais haciendo.
Ambos me miraron con recelo. Luego se dieron la vuelta y regresaron al piso de arriba.
Miré a Megan.
−Tengo miedo de que estemos perdiendo a nuestros hijos −dije.
−Y yo tengo miedo de que te estemos perdiendo a ti −respondió Megan.
Pensaba que había acabado con toda mi rabia y mi energía, pero de repente sentí que las estaba recobrando. Mis extremidades recuperaron la tensión y tenía la cabeza a punto de estallar.
−Megan −dije−. Voy a subir para trabajar en el libro.
−¿Y qué hay del equipaje, la cena, los correos electrónicos y…? −empezó.
La interrumpí.
−¡No! Ahora no. Déjame en paz. Voy a subir para trabajar en el libro. Estoy fresco. Quiero trabajar ahora.
Cogí el maletín con el ordenador portátil y empecé a subir las escaleras de dos en dos y luego de tres en tres. Cuando me detuve frente a la puerta del estudio, escuché en mi cabeza el grito típico de un árbitro de béisbol: «¡A salvo y en casa!».