CAPÍTULO 7

SOY UN MARIDO TAN GUAY que aquel viernes por la noche no solo preparé la cena, sino que también me puse a limpiar. Megan y los chicos estaban fuera, explorando el patio trasero.

La cena había sido todo un éxito: boeuf bourguignon (receta de Julia Child), pastel de patata a la toscana (receta de Mario Batali) y tarta de lima de los Cayos (receta de Jacob Brandeis). ¿Por qué tarta de lima de los Cayos? Pues porque fuera quien fuera el que había abastecido nuestra cocina, había dejado también masa de galletas Graham, leche condensada, huevos y seis hermosas limas de los Cayos.

Estaba limpiando con el que ya era mi segundo estropajo cuando Megan entró de nuevo en la cocina.

−Acompáñame a fuera, Jacob.

−Iré en cuanto haya terminado.

−No. Ahora. Inmediatamente.

Su voz sonó sorprendentemente seria.

−Por supuesto, cariño −dije, pero, en opinión de Megan, no me estaba moviendo lo bastante rápido.

−¡Deprisa! Por favor. Tienes que ver esto.

En esta ocasión su voz sonó apremiante. Ni siquiera me molesté en enjuagarme las manos. Solo me limpié la espuma con un paño de cocina.

−Fíjate en eso −dijo Megan, señalando (o eso creía yo) el brillante cielo estrellado por encima de la canasta de baloncesto que había colgada sobre el garaje.

−Es una noche preciosa −dije.

−Enséñaselo, Alex.

La voz de Megan sonó impaciente.

Alex se acercó a la canasta, se agachó y saltó para agarrarse al anillo con la mano izquierda. Sin descolgarse, señaló un pequeño objeto hecho de cristal y metal gris, casi invisible a causa de la pintura del garaje, también gris. A continuación, Alex lo arrancó de su soporte, se descolgó y me lo lanzó.

−Es una cámara −dije−. Una cámara diminuta, como… una de esas cámaras de vigilancia.

Megan, Lindsay, Alex y yo nos quedamos mirando fijamente la cámara, como si hubiésemos acabado de descubrir un diamante muy raro. Y supongo que, en cierto modo, así era.

Rompí el silencio.

−¡Hijos de puta! −exclamé−. En Nueva York hay cámaras en las calles, pero con esta mierda se han pasado de la raya. ¡Cámaras en nuestra propia casa!

−Cálmate, Jacob −dijo Megan.

−¡Vamos, Megan! ¿Acaso la gente no tiene derecho a disfrutar de un nivel razonable de intimidad en su maldita casa?

−Puede que en Nebraska las leyes sean diferentes −contestó Megan.

−No −dije. Estaba empezando a revolverme de rabia−. No se puede hacer algo así en la casa de alguien. −Y entonces estallé−: ¡Esto es ilegal!

Me quedé mirando la diminuta cámara que tenía en la mano y luego la lancé con todas mis fuerzas contra la puerta del garaje. Oí el golpe de la cámara al estrellarse contra ella y luego se hizo pedazos.

Entré en la casa hecho una furia. Cuando un hombre pierde el control, se convierte en un loco.

Megan y los chicos fueron tras de mí.

De vuelta en la cocina, miré a mi alrededor. Empecé a examinar el techo y la parte superior de los armarios. En el minúsculo espacio que había entre el frigorífico Sub-Zero y el armario de los electrodomésticos, donde había una batidora de tamaño industrial, descubrí otra cámara. Metí los dedos por el exiguo espacio y la arranqué.

−¡Esto es ilegal! −grité.

Encontré otra cámara en la ventana que había sobre el fregadero donde había lavado los platos.

−¡Esto es ilegal! −grité.

En el pasillo de la entrada había otra cámara, encima del armario de los abrigos, un sitio perfecto para grabar a las visitas.

−¡Esto es ilegal! −grité.

Inspeccioné habitación por habitación. Lindsay estaba sollozando. Megan estaba tan enfadada como yo.

Encima de la chimenea de la sala de estar.

−¡Esto es ilegal!

Detrás del armario que había en un rincón del comedor.

−¡Esto es ilegal!

Mientras subía a toda prisa las escaleras, Lindsay dijo:

−Probablemente te estén observando mientras destruyes las cámaras.

−Pues dejemos que lo hagan. Me importa un bledo. ¿Y sabes por qué? −grité, mientras arrancaba una cámara que había en el botiquín del baño de los chicos−. ¡Porque esto es ilegal!

De nuestro dormitorio al desván. De la habitación de invitados a la sala de juegos.

−¡Ilegal! ¡Ilegal!

Nos quedamos de pie en medio de la sala de juegos, sudados y fuera de sí. De vez en cuando, el fantasma de un videojuego crepitaba en la pantalla de televisión. La silenciosa caldera que había en el lavadero proyectaba una sombra alargada en el suelo de la sala de juegos. Inspeccionamos la habitación. Parecíamos cuatro miembros de la tripulación de un barco que habían conseguido sobrevivir a una terrible tormenta.

−¿Crees que hemos encontrado todas? −preguntó Megan.

De haber contestado con sinceridad, habría dicho «No, no lo creo», pero mi mujer y mis hijos ya parecían estar bastante asustados.

−Sí, seguramente −respondí.

Nos sentamos al final de la escalera del sótano. Estábamos empapados en sudor y yo me había quedado sin aliento. Permanecimos más de un minuto en silencio.

−¿Y ahora qué? −preguntó Lindsay.

−Ahora vamos a esperar −dije−. Les toca mover ficha a ellos.