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NO PUEDO DEJAR DE CORRER, ni ahora ni nunca.
Creo que la policía me está siguiendo. O puede que no.
Esto es lo absurdo. No estoy seguro.
Quizá alguien me haya reconocido…
Mi fotografía está por todas partes. Apuesto a que alguien llamó al Departamento de Policía de Nueva York y dijo: «Hay un loco de unos cuarenta y cinco años vagando por el SoHo, en Prince Street. Tiene los ojos desorbitados. Será mejor que lo cojan antes de que se haga daño».
Siempre dicen lo mismo: «Antes de que se haga daño». Como si eso les importara.
Ese loco soy yo. Y si yo me hubiera visto, también habría llamado a la policía. Mi pelo, de color rubio oscuro, está muy sucio y grasiento. ¿Y lo demás? Estoy fatal y mi aspecto es aún peor: vaqueros desgarrados (no por seguir la moda: están desgarrados y punto), una camiseta de camuflaje verde sucia y unas Nike clásicas rojas y blancas sucias. La «suciedad» es lo que impera. Aunque en realidad no es que importe mucho.
Lo único que importa en este momento es la caja que llevo en la mano. Es una caja de cartón atada con unos cordeles. ¿Qué hay en su interior? Un manuscrito de cuatrocientas diez páginas.
Sigo corriendo mientras miro a mi alrededor. De modo que esto es en lo que se ha convertido el SoHo… Un sitio ordenado, limpio y muy caro. Dale a la gente lo que quiere. Y lo que quiere es que el SoHo sea una atracción turística, con gimnasios de última generación, restaurantes de lujo y poco más. Todas las tiendas de ropa interior al por mayor y de lámparas de la década de 1950 han desaparecido. Ahora te cobran quinientos dólares por una mousse de setas porcini con crème brûlée fría y ortigas, pero no puedes comprarte unos boxers, un destornillador de estrella o un cartón de leche desnatada.
Me detengo un momento frente a un restaurante. El rótulo reza «porc et flageolets». La traducción es de examen de instituto: «Cerdo y judías». Adorable. Entonces oigo una voz de mujer detrás de mí.
−Debe de ser él, Jacob Brandeis, el tipo al que están buscando.
Me doy la vuelta. La mujer parece surgida del «antiguo» SoHo: medias negras, tatuajes, joyas de plata de estilo indio… Tendrá al menos ochenta años. Sus tatuajes tienen arrugas. Debe de llevar viviendo en el SoHo desde que los holandeses fundaron Nueva York.
−Voy a llamar a la policía −dice.
No me tiene miedo.
Su amigo, también de aspecto progre pero mucho más joven que ella, dice:
−No. ¿Para qué meterse en líos?
Deliberadamente, cruzan la calle y oigo lo que dice la mujer:
—Debo decir que es muy guapo.
Este comentario no me sorprende. Gusto mucho a las mujeres. Vale, decir eso resulta odioso y arrogante, pero es cierto. Esa vieja debería haberme visto hace unos años, cuando llevaba el pelo rubio oscuro largo y, como me dijo en una ocasión una chica en la universidad, era un «empollón macizo». Y lo era. Hasta que me vi metido en esta locura, que me ha dejado hecho polvo, agotado y…
La anciana y su joven amigo están al otro lado de la calle.
−No es necesario que llame a la policía, señora −les grito−. Estoy seguro de que saben que estoy aquí.
Como si quisiera demostrármelo a mí mismo, levanto los ojos y me quedo mirando el dron equipado con un montón de cámaras que sobrevuela por encima de mi cabeza, grabando cada uno de mis movimientos. ¿Cómo he podido olvidarlo? El cielo está lleno de drones que van de un lado a otro, de dos en dos, en grupos, solos. Hay cámaras en las esquinas de todos los edificios. Actualmente, en Nueva York nadie está realmente solo.
Avanzo otra manzana y me paro delante de un clásico edificio de hierro fundido del SoHo. Aquí están las oficinas de Writers Place, la última gran editorial que queda en Nueva York. Qué digo: la última gran editorial de Estados Unidos.
Sujeto contra el pecho la caja que contiene el manuscrito. Tengo la cara llena de polvo y la espalda y las axilas empapadas en sudor. Sabes que apestas cuando puedes oler tu propio sudor.
Estoy a punto de entrar por la puerta giratoria pero entonces me detengo.
Tengo ganas de echarme a llorar, pero me limito a extender el dedo medio de la mano derecha y se lo muestro al dron.