CAPÍTULO 23

EMPEZABA EL CURSO ESCOLAR. Y la idea nos aterrorizaba.

Sabíamos lo que había supuesto para Lindsay y Alex dejar atrás a sus profesores y a sus amigos de Nueva York…, y que habíamos sido unos egoístas al obligarlos a abandonar la ciudad. Lo sabíamos porque no dejaban de recordárnoslo.

También sabíamos que, siendo como eran dos chicos avispados y urbanitas de Nueva York, podían ser muy negativos y sarcásticos con respecto a un instituto de Nebraska. Así pues, estábamos preparados para lo peor cuando llegaron a casa tras su primer día de clase en el instituto de New Burg.

−¿Qué tal en la escuela? −preguntó Megan, lista para escuchar quejas y acusaciones y asumir el sentido de culpa.

−Bastante guay −dijo Alex.

−Muy guay −dijo Lindsay−. ¿Sabíais que les dan un móvil nuevo a todos los alumnos? ¡Fijaos! −Sacó el teléfono de su mochila−. Y podemos bajarnos todas las aplicaciones que queramos… gratuitamente, siempre y cuando no sean solo para adultos.

−Y mirad esto… Además, nos han dado un portátil nuevo −añadió Alex−. O sea que ya podéis tirar el que me traje.

Su antiguo portátil, el último grito hacía tan solo un año, no tenía ni punto de comparación con el nuevo que Alex tenía entre las manos, equipado con la tecnología más puntera que Silicon Valley era capaz de crear. Alex me lo enseñó: el ordenador tenía una pantalla flexible que podía doblarse y enrollarse como un cilindro. Cuando vi que tenía «control de acceso por reconocimiento de iris», por lo que no era necesaria ninguna contraseña, pensé que acababa de aterrizar en 2040… o que en New Burg ya estaban en ese año.

Vale. Parecía lógico que una escuela vinculada a la Tienda fuera la meca de la alta tecnología. Estaba claro que había sido mucho para ser el primer día, porque nuestros dos hijos se encerraron en sus respectivas habitaciones para examinar sus nuevos dispositivos electrónicos.

Sin embargo, el segundo día nos deparó aún más sorpresas.

Nuestros hijos seguían estando encantados con la escuela.

Quiero decir que les encantaba… de verdad.

Les encantaba más que cualquier otra cosa que les hubiera encantado hasta entonces. Incluso más que las escandalosamente caras escuelas privadas en la que habían estudiado en Nueva York.

Les encantaban sus profesores. Les encantaban sus compañeros. Les encantaban las clases. Les encantaban los equipos deportivos del centro, el emblema de la escuela, incluso la comida de la cafetería. («Papá, tienen un auténtico chef de sushi»).

A medida que iban pasando los días oímos hablar de «ese profesor de informática tan guay», de «ese enrollado entrenador de fútbol» y de «esa chica tan genial que tiene un tatuaje genial de una mariquita en la nuca».

Megan y yo no dijimos nada durante más o menos una semana, pero era evidente que algo no funcionaba.

−Muy bien, ahí va −me dijo una noche Megan, muy nerviosa−. Ni en un millón de años pensé que podría decir esto, pero creo que a los chicos les gusta demasiado esa escuela.

En circunstancias normales, ese comentario nos habría hecho reír. Pero Megan tenía razón. Y estábamos asustados.

−¿Es posible que estén mintiendo para no hacernos sentir mal? −pregunté.

−Raramente suelen mentir. Y raramente les importa cómo nos sintamos −dijo Megan.

−Y luego hay otra cosa: parecen tener muchos más amigos aquí que en Nueva York.

Era cierto. Alex y Lindsay traían a nuevos amigos a casa todos los días. Chicos y chicas con amplias sonrisas en sus enormes y bien parecidos rostros. Había empezado a referirme a ellos como los Risueños. Jason Risueño, Andrew Risueño, Emma Risueña…

−Sé que lo que voy a decir podría parecer propio de una vieja loca −dijo Megan−, pero los adolescentes no deberían ser tan felices.

Sin duda alguna, nuestros hijos habían cambiado, pero daba la impresión de que hubiesen cambiado para peor.

Nuestra conversación se interrumpió cuando Alex entró en la cocina.

−Eh −dijo−. ¿Cuándo cenamos? Debo estar en casa de mi amigo Nathan dentro de media hora. Por cierto, ¿os ha comentado Lindsay los correos electrónicos sobre el Programa de Vida que hemos recibido?

−¿Programa de Vida? −dijo Megan mientras metía las verduras en el microondas−. Parece el nombre de un curso de alimentación sana.

−No. Es genial…, de verdad −dijo Alex−. El segundo día de la escuela hicimos un montón de test, y hay gente que, a partir de esos test, dice a qué podría dedicarse cada alumno. Luego planifican toda tu experiencia escolar…, así es como lo llaman ellos. A mí, por ejemplo, me han dicho que podría ser médico. Por eso quieren que me una al club de química y que me prepare para ingresar en la Brigada de Rescate y Emergencias de New Burg y haga varios cursos de biología. Y, no os lo perdáis, han dicho que, cuando sea mayor, Lindsay podría convertirse en un genio del marketing, por lo que debería seguir algunos de sus cursos extraescolares…, no sé, sobre por qué la gente quiere y compra cosas y sobre dimografía…

−Demografía −le corrigió Megan.

−Creo que aún es muy pronto para empezar a planificar esta clase de cosas −dije.

Aunque mi voz no sonó inquieta, estaba muy inquieto por dentro.

−A mí me parece genial −dijo Alex−. Vamos, papá. Nunca es demasiado pronto para empezar. Y en la escuela saben lo que se hacen.

¿Quién era aquel muchacho? ¿Qué había sido de Alex?

−Vamos a ver, Alex −dijo Megan−. Apenas has empezado a vivir tu vida. No puedes saber qué quieres ser o qué quieres hacer o…

−¿De verdad? ¿Por qué no, mamá? Incluso a Lindsay le parece bien. Tiene mucho sentido.

Alex estaba sonriente. Tenía la misma sonrisa que veía en los rostros de sus amigos. Era una sonrisa encantadora pero vacía, esa sonrisa de «el mundo es un lugar maravilloso». La sonrisa de New Burg.

−Avísame cuando esté lista la cena −gritó Alex al salir de la cocina.

Cuando estuvimos de nuevo a solas, Megan y yo nos miramos mutuamente. Tras guardar silencio unos instantes, dije:

−Vale, vale. Ya sé que parece un poco absurdo, pero quizás estemos exagerando. Esto podría ser algo bueno. Tiene cierto sentido.

−No estoy de acuerdo, Jacob. A este asunto lo llaman Programa de Vida, y Lindsay y Alex solo son unos niños. Apenas acaban de entrar en la adolescencia. Y los están programando. ¡De por vida!

−Vamos a tranquilizarnos. Como te he dicho, podría ser algo bueno.

−¿De verdad lo crees? −me preguntó Megan.

Negué con la cabeza. Estaba confundido. Y preocupado.

−No, no lo creo.

−¿Están intentando arrebatarnos a nuestros hijos?

Volví a negar con la cabeza.

−Es una locura, ¿no? En fin…, no pueden hacer eso, ¿verdad?

¿O sí podían?

El microondas emitió un pitido. Megan llamó a Alex y a Lindsay, que llegaron corriendo.

Ambos estaban sonriendo.