CAPÍTULO 11

CUANDO VOLVIMOS AL COCHE estábamos cansados, inquietos y furiosos, de modo que, mientras conducía, nos comportamos como cualquier familia americana normal: empezamos a discutir como idiotas, crispándonos mutuamente los nervios.

−Mamá, ¿por qué no te sientas en la parte de atrás, para variar? −dijo Alex.

Su voz tenía un marcado tono sarcástico, y yo no estaba de humor para eso.

−Tu madre siempre se sienta delante −dije−. Esa es la regla, o sea que no empieces.

−Cuando fuimos a Albany no se sentó delante −dijo Alex.

Lindsay metió baza:

−Eso fue porque te comportaste como un mocoso y mentiste, diciendo que estabas mareado cuando no era verdad. Tú nunca te has mareado en un coche.

−Me mareo cada vez que te miro −le respondió Alex.

De repente (y de forma inesperada), Megan estalló:

−Dejadlo ya. Los dos. Basta. Solo dos imbéciles discutirían sobre dónde deberíamos sentarnos en el maldito coche.

Para evitar que aquello fuera a más, dije:

−Y no se os ocurra hacer un chiste o soltar un insulto sobre lo de «solo dos imbéciles».

Antes de que nadie pudiera decir nada, vi una luz intermitente por el espejo retrovisor. Acompañado de una sirena.

Sí, estaba claro que era un coche patrulla, y la luz roja seguía parpadeando.

Alex y Lindsay gritaron por turnos: «¿Y ahora qué?» y «¿Qué pasa?».

−¡No volváis la cabeza! −grité.

Sinceramente, no sé por qué dije eso. Entorné los ojos, mirando alternativamente por el espejo retrovisor interior y por el lateral.

No estaba seguro, pero sospechaba que la cara redonda y las anchas espaldas que podía ver por los retrovisores eran las del mismo policía que nos había reprendido en un tono entre severo y amenazante por haber cruzado la calle de forma imprudente.

¿Por qué no se bajaba del coche patrulla?

La luz seguía parpadeando. Luego se oyó otra sirena. Esta era de otro coche patrulla, que se detuvo delante de nosotros. Entonces, la sirena dejó de sonar. No estaba seguro de si se suponía que yo debía bajar del coche…, aunque recordaba vagamente que se supone que debes permanecer en tu coche… Por otro lado, si no me bajaba del coche, los policías podrían ponerse furiosos. De pronto, a través del megáfono del coche patrulla que estaba detrás de nosotros, se escuchó una voz atronadora:

−Policía a vehículo detenido. Policía a vehículo detenido. Por favor, diríjase a su lugar de residencia. Repito: por favor, diríjase a su lugar de residencia. Respete el límite de velocidad. Proceda.

−¿Y ahora qué hacemos, papá? −preguntó Alex.

En ese momento estaba experimentando prácticamente todas las sensaciones que un ser humano puede experimentar. Estaba furioso y me sentía estúpido y avergonzado. Por supuesto, me aferré a la furia y la tomé con mi hijo.

−¿Estás sordo? Ese tipo no ha podido ser más claro. Se supone que debemos volver a casa. Ya sabes, nuestro maldito lugar de residencia. Lo has oído tan bien como yo.

A pesar del entumecimiento que empezaba a sentir en los brazos y en las manos, conseguí incorporarme al tráfico. Mientras lo hacía, el coche patrulla que estaba delante de mí se anticipó a mi maniobra y se colocó delante de mi coche. Aunque hubiera querido, no habría podido rebasar el límite de velocidad.

Me di cuenta de que, en medio del caos y la confusión, Megan no había dicho ni una sola palabra.

−¿Qué estás pensando? −le pregunté, en voz baja.

−Creo que deberíamos hacer lo que nos dicen −respondió, también en voz baja.

Entonces, desde el asiento trasero, Lindsay dijo:

−¿Tienes alguna idea de lo que hemos podido hacer, papá?

−No −respondí.

−¿Nada? −añadió Alex.

Parecían muy sorprendidos al ver que su padre, que siempre tenía respuestas para todo −«Para hacer un tiro elevado tienes que trabajar las piernas», «No te morirías si leyeras un poco más y dejaras de lado el ordenador»−, ahora no tuviera ninguna.

En un santiamén estábamos doblando la esquina de nuestra calle. Miré las cámaras de seguridad, que aún seguían allí. Vi a una vecina podando los arbustos que había bajo la ventana del comedor.

Los coches patrulla se detuvieron delante y detrás de mí.

No estaba muy seguro de si debíamos bajar del coche. Entonces, el coche patrulla que estaba delante de mí dio media vuelta y se alejó. El que estaba detrás no arrancó.

Intuía problemas. El agente de policía que estaba detrás de mí se bajó de su coche y se dirigió hacia el mío, haciéndonos un gesto para que bajáramos. Desbloqueé las puertas y salimos del coche.

Sí, era el mismo gilipollas de cara rosada que nos había parado por cruzar la calle de forma imprudente, nos había echado un sermón, nos había asustado y prácticamente humillado.

−Aquí están −dijo el policía, con una enorme sonrisa en su enorme rostro−. La familia Brandeis ha disfrutado de una escolta policial hasta su casa. La policía de New Burg quería demostrarles que puede ser su enemigo… o su amigo.

Dejando de lado la formalidad, nos saludó con los dedos índice y medio y se dirigió de nuevo a su coche, abrió la puerta y, antes de meterse en él, dijo:

−Que tengan un buen día.