XI
Al día siguiente el Emperador se detuvo en Wischau. El médico de cámara, Villiers, fue llamado varias veces. En el Cuartel General y entre las fuerzas más próximas corrió la noticia de que el Emperador se sentía indispuesto. Los más allegados a Su Majestad aseguraban que no había comido nada y había dormido mal aquella noche. La indisposición del Emperador se debía a la fuerte impresión que produjo en su alma sensible la vista de los heridos y muertos.
Al amanecer del día 17 fue llevado a Wischau un oficial francés que, protegido por la bandera blanca, se había acercado a las avanzadas pidiendo ser recibido en audiencia por el Emperador de Rusia. El oficial era Savary. El Emperador acababa de dormirse y Savary hubo de esperar. A mediodía fue introducido a presencia del Emperador y una hora después volvía a las avanzadas francesas acompañado por el príncipe Dolgorúkov.
Se decía que Savary había venido para proponer al Emperador una entrevista con Bonaparte. La entrevista había sido denegada, para júbilo y orgullo de todo el ejército. Y en lugar del Emperador, se enviaba a Dolgorúkov, el vencedor de Wischau, para negociar con Napoleón, si es que estas negociaciones, contra toda esperanza, respondían a un deseo real de paz.
Por la tarde, volvió Dolgorúkov y pasó directamente a ver al Emperador, con quien permaneció a solas largo rato.
El 18 y 19 de noviembre las tropas rusas avanzaron otras dos etapas y, tras ligeras escaramuzas, las vanguardias enemigas retrocedieron. En las altas esferas del ejército se produjo, hacia el mediodía del 19, una vivísima agitación que duró hasta la mañana del día siguiente, el 20, fecha de la memorable batalla de Austerlitz.
Hasta el mediodía del 19, el movimiento y las conversaciones animadas, el ir y venir y el envío de ayudantes de campo se habían limitado al Cuartel General de los emperadores; pero a partir de ese momento la agitación pasó al Cuartel General de Kutúzov y a los estados mayores de los jefes de columna. Al anochecer, la conmoción, a través de los ayudantes, se propagó a todas las unidades del ejército y en la noche del 19 al 20 aquella masa de ochenta mil hombres del ejército aliado abandonó sus campamentos, se llenó de voces y emprendió la marcha extendiéndose, ondulante, como un lienzo enorme de noventa kilómetros.
El concentrado movimiento, que había comenzado por la mañana en el Cuartel General de los Emperadores y había dado impulso a ulteriores oleadas, se parecía al primer movimiento de la rueda central de un reloj de torre. Lentamente se mueve una rueda, después la segunda y la tercera y por fin todas comienzan a moverse cada vez con mayor rapidez, igual que los pesos, los piñones y los ejes; empiezan a sonar los carillones, saltan las figuras y las agujas inician su peculiar avance, indicando el resultado de todo aquel movimiento.
Como el mecanismo de un reloj, la máquina militar, una vez iniciado el movimiento, no puede ser detenida hasta que llegue a su término; e igualmente, antes de que les llegue el turno, las piezas que no han sido puestas en marcha permanecen inmóviles. Traquetean en sus ejes las ruedas, se traban sus dientes; los pesos chirrían y giran rápidamente, pero la rueda vecina permanece quieta e inmóvil, y se diría que puede seguir así cientos de años; pero, si una palanca hace presa en ella, la rueda, obediente a ese girar sucesivo, se pone en marcha ruidosamente y acaba incorporándose a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Y como en el reloj, cuyo complicado movimiento de incontables ruedas y ejes no produce más que el deslizamiento imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado de todos los complicados movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil rusos y franceses —con todas sus pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones, sufrimientos, exaltaciones de orgullo, de miedo y entusiasmo vino a ser tan sólo la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres Emperadores: es decir, un lento desplazamiento de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia de la humanidad.
El príncipe Andréi estaba aquel día de servicio y no se había apartado del general en jefe.
Poco después de las cinco de la tarde llegó Kutúzov al Cuartel General de los emperadores y, tras una breve audiencia con su Soberano, pasó a entrevistarse con el gran mariscal de la Corte, conde Tolstói.
Bolkonski aprovechó la oportunidad para acercarse a Dolgorúkov y obtener noticias detalladas de la situación. El príncipe Andréi se daba cuenta de que Kutúzov estaba malhumorado y decepcionado y de que en el Cuartel General estaban descontentos de él; veía que todos los personajes próximos al Zar le hablaban con el tono propio de quienes saben algo que los demás ignoran; por eso deseaba hablar con Dolgorúkov.
—Hola, mon cher— dijo Dolgorúkov, que estaba tomando el té en compañía de Bilibin. —La fiesta es para mañana. ¿Y su viejo? ¿Está de mal humor?
—No es que esté de mal humor, pero me parece que le gustaría ser escuchado.
—Ya lo escucharon en el Consejo de Guerra y volverán a escucharlo cuando hable sensatamente. Pero es imposible dar largas y esperar no sabemos qué, cuando lo que más teme Bonaparte es una batalla general.
—Usted lo ha visto, dígame, ¿cómo es Bonaparte? ¿Qué impresión le ha causado?— preguntó el príncipe Andréi.
—Sí, lo he visto y estoy convencido de que teme más que nada en el mundo una batalla general— repitió Dolgorúkov, que al parecer daba gran importancia a esa conclusión suya a raíz de su entrevista con Bonaparte. —Si no tuviese miedo, ¿a qué viene pedir esa entrevista con el Emperador, iniciar negociaciones y, sobre todo, a qué viene esa retirada tan contraria a su manera de hacer la guerra? Créame, tiene miedo; teme una batalla general. Ha sonado su hora, se lo aseguro.
—Pero dígame, ¿cómo es él?— preguntó una vez más el príncipe Andréi.
—Es un hombre de levita gris, a quien le gustaría mucho que se lo llamara “majestad” y a quien, con gran disgusto suyo, no di título alguno mientras hablábamos. Así es ni más ni menos— dijo, mirando a Bilibin con una sonrisa.
—A pesar de mi profunda estima por el viejo Kutúzov— continuó, —buena la haríamos si esperásemos, dándole así ocasión de retirarse o de engañamos, mientras que ahora está seguro en nuestras manos. No nos conviene olvidar a Suvórov y su regla: no ponerse nunca en la situación de atacado, sino atacar. Créame, en la guerra, la energía de los jóvenes es con frecuencia una guía mejor que toda la experiencia de los viejos tardones.
—Pero ¿en qué posición atacaremos a los franceses? He ido hoy a las avanzadas y resulta imposible saber dónde está el grueso de sus tropas— dijo el príncipe Andréi.
Sentía deseos de exponer ante Dolgorúkov el plan de ataque que él había diseñado.
—¡Bah! Eso no tiene ninguna importancia— dijo rápidamente Dolgorúkov, mientras se levantaba y extendía un mapa sobre la mesa. —Están previstos todos los casos; si está cerca de Brünn…
Y el príncipe Dolgorúkov, con palabras rápidas pero confusas, explicó el movimiento del flanco de Weyrother.
Bolkonski hizo algunas objeciones y expuso su propio plan, que podía ser tan bueno como el de Weyrother, aun cuando tuviera el defecto de que el plan de Weyrother estaba ya aprobado. En cuanto el príncipe Andréi comenzó a exponer los inconvenientes del plan de Weyrother y las ventajas del suyo, el príncipe Dolgorúkov dejó de escucharlo y miró distraído, no al mapa, sino al rostro de su interlocutor.
—Por lo demás, hoy se reunirá el Consejo de Guerra en el cuartel de Kutúzov; puede exponer allí sus ideas— dijo.
—Así lo haré— contestó Bolkonski, apartándose del mapa.
—¿De qué se preocupan, señores?— intervino Bilibin, que con una alegre sonrisa había seguido la conversación de ambos y que al parecer se disponía a bromear. —Que el día de mañana nos depare una victoria o una derrota, la gloria del ejército ruso está asegurada. Excepto su Kutúzov, no hay ni un solo ruso entre los jefes de columna. Los comandantes son: Herr General Wimpien, le comte de Langeron, le prince de Lichtenstein, le prince de Hohenlohe, et enfin Prsch… Prsch… et ainsi de suite, comme tous les noms polonais.[230]
—Taisez-vous, mauvaise langue[231]— dijo Dolgorúkov. —Eso es falso, puesto que ya hay dos rusos: Milorádovich y Dojtúrov, y habría un tercero, el conde Arakchéiev, pero tiene los nervios débiles.
—Creo que Mijaíl Ilariónovich ha salido ya— dijo el príncipe Andréi. —Les deseo éxito y buena fortuna, señores.
Y salió, después de estrechar las manos de Dolgorúkov y Bilibin.
Durante el trayecto de vuelta el príncipe Andréi no pudo contenerse y preguntó a Kutúzov, que estaba sentado a su lado en silencio, qué pensaba sobre la batalla del día siguiente.
Kutúzov miró con severidad a su ayudante de campo y, después de un silencio, respondió:
—Pienso que perderemos la batalla; así se lo dije al conde Tolstói y le he rogado que se lo haga saber al Emperador. ¿Sabes lo que me ha contestado? “Eh, mon cher général, je me mêle du riz et des côtelettes, mêlez-vous des affaires de la guerre.” Ésa ha sido su respuesta.[232]