XI

Pierre, que se hallaba en inmejorable estado de ánimo después de su viaje al sur, realizó su viejo deseo de visitar a su antiguo amigo Bolkonski, al que no veía desde hacía dos años.

Boguchárovo estaba en medio de una comarca poco atractiva, llana y cubierta de campos y bosques de abetos y abedules, talados en parte. La casa señorial se hallaba al final del pueblo, que se extendía a ambos lados del camino real, detrás de un estanque de reciente construcción y lleno de agua, cuyos bordes no cubría aún la hierba, en medio de un bosque joven donde se alzaban algunos grandes pinos.

El conjunto de las edificaciones en la residencia señorial comprendía el granero, los pabellones para el servicio, las caballerizas, el baño y una gran casa de piedra, de fachada curva, todavía sin terminar. Un jardín recientemente plantado rodeaba la casa. La valla y la puerta principal eran fuertes y nuevas. Bajo un cobertizo había dos bombas contra incendios y un barril pintado de verde. Los caminos eran rectos, los puentes sólidos y con barandillas bien hechas: en todo se advertía orden y esmero. Cuando Pierre preguntó dónde vivía el señor, los criados le mostraron un pequeño pabellón muy nuevo, construido al borde del estanque. Antón, el viejo ayo del príncipe Andréi, ayudó a Pierre a descender del coche, lo informó de que el príncipe se hallaba en casa y lo condujo hasta la pequeña y limpia antecámara.

Pierre quedó sorprendido por la modestia de la casa —pequeña y aseada— al recordar el ambiente lujoso donde había visto la última vez a su amigo en San Petersburgo. Entró rápidamente en la salita, todavía sin enlucir, que olía a pino, y quiso seguir adelante, pero Antón, de puntillas, se le adelantó y llamó a la puerta.

—¿Qué hay?— preguntó desde dentro una voz brusca y desagradable.

—Una visita— contestó Antón.

—Que espere, por favor— dijo la voz.

Se oyó el ruido de una silla al ser apartada. Pierre se acercó rápidamente a la puerta y se dio de cara con el príncipe Andréi, que salía con aire malhumorado. Pierre lo abrazó y, quitándose los lentes, lo besó en las mejillas mirándolo de cerca.

—¡Ah! No te esperaba. Me alegro mucho— dijo el príncipe Andréi.

Pierre no decía nada. Miraba a su amigo con asombro, sin apartar la vista; lo desconcertaba el cambio operado en aquel rostro envejecido; las palabras eran cariñosas, sonreía su boca y el rostro, pero los ojos apagados carecían de vida, pese a su evidente deseo de darles una expresión jovial y gozosa. No fue el hecho de que su amigo estuviese delgado, pálido, de que hubiese madurado, no, era la mirada, la arruga de la frente, testimonios de una profunda concentración mental en un solo tema, lo que sorprendió y distanció a Pierre, hasta que se acostumbró a verlos.

En un encuentro así, después de tan prolongada separación, fue difícil al principio —como suele ocurrir— entablar una conversación coherente. Ambos se hacían preguntas y se contestaban mutuamente con breves frases sobre cosas que habrían requerido mucho tiempo, como bien sabían los dos. Por fin, la conversación, poco a poco, fue normalizándose, volviendo a lo que antes se habían contado con breves palabras: hablaron de los años pasados, de los proyectos para el futuro, del viaje de Pierre y sus ocupaciones, de la guerra, etcétera. La concentración y el abatimiento que Pierre había advertido en los ojos de su amigo se manifestaban ahora, más aún, en la sonrisa con que escuchaba a Pierre especialmente cuando le hablo, con jubilosa animación, del pasado y del porvenir. Se diría que el príncipe Andréi deseaba expresar interés por lo que Pierre iba diciendo, pero no lo conseguía. Pierre comprendió por fin que no era oportuno hablar delante de él de exaltados sueños y esperanzas de felicidad y de la práctica del bien. Lo avergonzaba exponer todas sus nuevas ideas masónicas, renovadas y avivadas por el viaje. Se contenía, temeroso de parecer demasiado ingenuo. Pero, al mismo tiempo, lo acuciaba el irresistible deseo de mostrar a su amigo el cambio operado en él, hacerle ver que ahora era un hombre absolutamente distinto, mucho mejor que el Pierre de San Petersburgo.

—No puedo decirle con qué intensidad he vivido durante todo este tiempo. Ni yo mismo me reconozco.

—Sí, hemos cambiado mucho desde entonces— comentó el príncipe Andréi.

—¿Y usted? ¿Qué proyectos tiene?— preguntó Pierre.

—¿Proyectos?— repitió irónicamente el príncipe Andréi. —¿Mis proyectos?— añadió, como si lo asombrara el sentido de estas palabras. —Ya lo ves: me dedico a instalarme. Quiero trasladarme aquí definitivamente para el próximo año…

Pierre miró fijamente y en silencio el rostro envejecido de su amigo.

—No, no; le pregunto…

Pero el príncipe Andréi lo interrumpió:

—¿Para qué hablar de mí?… Cuéntame, cuéntame tu viaje, ¿qué barrabasadas has hecho en tus posesiones?

Pierre comenzó a explicarle lo que había hecho, tratando de ocultar lo mejor posible toda su intervención en las mejoras introducidas. Varias veces el príncipe Andréi le sugirió lo que debía decir, aun antes de que lo contase, como si todo cuanto relataba Pierre fuese una historia conocida de hace tiempo; y, además de escuchar sin interés, parecía sentir vergüenza de lo que su amigo iba diciendo.

Pierre se sintió cohibido y aun violento en su compañía y calló.

—Sabes, querido— dijo el príncipe Andréi, también visiblemente embarazado por la presencia de su huésped. —Aquí estoy, como en un campamento. No he venido más que a mirar cómo va esto. Hoy vuelvo a casa de mi hermana. Te presentaré a los míos. Creo que a ella la conoces ya, ¿verdad?— parecía dirigirse a una visita a quien debía entretener y con la cual nada tenía de común. —Nos iremos después de comer. Y ahora, ¿quieres visitar mi propiedad?

Salieron a pasear hasta la hora de comer, hablando de política y sus amistades como personas entre las cuales hay poca intimidad. Con cierta animación e interés, el príncipe Andréi le explicó las obras hechas por él en la finca; pero también al tratar aquel tema, en medio de la charla, cuando estaba describiendo a Pierre la nueva disposición de la casa, se detuvo de pronto:

—Aunque esto no tiene ningún interés. Vamos a comer y nos marcharemos.

Durante la comida se habló del matrimonio de Pierre.

—Me quedé muy asombrado con aquella noticia— dijo el príncipe Andréi.

Pierre se ruborizó; le pasaba cada vez que se hablaba de su matrimonio.

—Ya le contaré un día cómo ocurrió— dijo con precipitación: —Pero ya se acabó todo y para siempre.

—¿Para siempre?— preguntó el príncipe Andréi. —Nada de lo que sucede es para siempre.

—Pero, ¿sabe cómo terminó? ¿Oyó hablar del duelo?

—Sí, también has pasado por eso.

—De lo único que doy gracias a Dios es de no haber matado a ese hombre— dijo Pierre.

—¿Por qué? Matar a un perro rabioso es una excelente acción.

—No, matar a un hombre no está bien; no es justo…

—¿Por qué no es justo?— replicó el príncipe Andréi. —Los hombres no podemos saber qué es justo y qué no lo es. Los hombres se han equivocado siempre y seguirán equivocándose, sobre todo al considerar qué es lo justo y qué lo injusto.

—Injusto es lo que produce un mal a otro hombre— dijo Pierre, sintiendo con satisfacción que, por primera vez desde su llegada, el príncipe Andréi se animaba, salía de su mutismo y quería hacerle comprender qué lo había hecho ser tal como era ahora.

—¿Y quién te dijo lo que es un mal para otro hombre?— preguntó.

—¿El mal? ¿El mal?— dijo Pierre. —Todos sabemos en qué consiste el mal para nosotros mismos.

—Sí, lo sabemos; pero el mal que yo conozco para mí no puedo hacérselo a otro hombre— explicó el príncipe Andréi, animándose por momentos con el evidente deseo de exponer sus nuevas ideas sobre las cosas. Ahora hablaba en francés: —Je ne connais dans la vie que deux maux bien réels: c'est le remords et la maladie. Il n'est de bien que l'absence de ces maux.[272] Vivir, evitando estos males, es toda mi sabiduría ahora.

—¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio?— comenzó a decir Pierre. —No, no puedo estar de acuerdo con usted. Vivir únicamente para no obrar mal, para no tener que arrepentirse, es poco. Yo he vivido así: he vivido para mí solo y he destrozado mi vida. Sólo ahora, que vivo, o al menos quiero vivir— rectificó por modestia, —para los demás, comprendo toda la felicidad de la vida. No, no estoy de acuerdo con usted; y ni usted mismo cree en lo que dice.

El príncipe Andréi miraba a Pierre en silencio, sonriendo irónicamente.

—Ahora verás a mi hermana. Coincidirás con ella— dijo. —Puede que tengas razón en tu caso— continuó tras una pausa, —pero cada uno vive a su manera. Tú vivías para ti mismo y ahora dices que estuviste a punto de malograr tu vida; dices que no has conocido la felicidad hasta que comenzaste a vivir para los demás. Yo he experimentado lo contrario. Vivía para la gloria (¿y qué es la gloria? Es también amor al prójimo, el deseo de hacer algo para otros, el deseo de ganar sus alabanzas). He vivido para otros, y no es que estuviera a punto de malograr mi vida, sino que la he malogrado del todo. Y desde entonces me siento más tranquilo y vivo exclusivamente para mí.

—Pero ¿cómo es posible vivir para uno exclusivamente?— preguntó Pierre, cada vez más enardecido. —¿Y su hijo? ¿Y su hermana, su padre?

—Son lo mismo que yo. No son los demás; y los demás, le prochain,[273] como tú y la princesa María lo llamáis, son la fuente principal de los errores y los males, le prochain son tus mujiks de Kiev, a los que tú quieres favorecer.

Y miró a Pierre con una mirada provocadora e irónica. Parecía que lo retaba.

—Está bromeando— dijo Pierre más y más animado. —¿Qué mal, qué error puede haber en lo que deseo? Hice pocas cosas y muchas de ellas mal conseguidas, pero he deseado hacer el bien y he logrado hacer algo. ¿Qué mal puede haber en que esos desgraciados, nuestros mujiks, hombres como nosotros, que viven y mueren sin concebir otra idea de Dios y de la verdad que los ritos y las oraciones sin sentido, sean instruidos en la fe que puede consolarlos, en la creencia en una vida futura, en la recompensa y la felicidad del más allá? ¿Qué mal y qué horror hay en impedir que la gente muera de enfermedad, sin ayuda, cuando es tan fácil ayudarlos materialmente y yo les proporciono médicos, hospitales y asilos a los ancianos, cuando es tan fácil hacerlo? ¿Y no es un bien tangible e indudable si doy un poco de descanso y asueto al mujik, a la mujer con niños, que no tienen un minuto de reposo ni de día ni de noche?— hablaba Pierre farfullando y de prisa. —Y yo lo hice, aunque poco, aunque mal, pero algo hice, y usted no puede negarme que lo hecho por mí es bueno, ni puede convencerme de que no piensa lo mismo. Lo más importante— prosiguió, —y de lo que estoy seguro, es que el placer de hacer el bien es la única felicidad verdadera en la vida.

—Sí, planteando la cuestión de esa manera, es otra cosa— dijo el príncipe Andréi. —Yo edifico una casa y planto jardines. Tú haces hospitales: lo uno y lo otro pueden servirnos de pasatiempo. Pero ¿qué es lo justo y qué es el bien? Deja que lo decida aquel que todo lo sabe y no nosotros. Pero, quieres discutir, pues discutamos.

Se levantaron de la mesa y se sentaron en el porche a falta del balcón.

—Y bien, discutamos— continuó el príncipe Andréi. —Tú dices: las escuelas— y dobló un dedo de la mano, —la enseñanza, etcétera. Es decir— y señaló a un mujik que se quitó el gorro al pasar ante ellos, —tú quieres sacarlo de su estado animal e inculcarle necesidades morales, pero yo creo que su única felicidad posible es la de ser animal, de la que tú quieres privarlo. Yo lo envidio, y tú quieres hacerlo como yo soy ahora, pero sin darle mis medios. Dices también que es preciso aliviar su trabajo; y a mi modo de ver el trabajo físico es para ese hombre una necesidad, la condición misma de su existencia, como para ti y para mí es el trabajo mental. Tú no puedes dejar de pensar. Cuando me acuesto, pasadas las dos de la madrugada, acuden a mi mente diversos pensamientos y no puedo conciliar el sueño; doy vueltas y más vueltas en la cama, pero no me duermo hasta por la mañana, porque sigo pensando y no puedo dejar de hacerlo. Y lo mismo él, no puede dejar de arar o de segar, pues si no lo hace irá a la taberna o acabará por caer enfermo. De la misma manera que yo no soportaría su duro trabajo físico y moriría al cabo de una semana, él no soportaría mi ocio físico, engordaría y acabaría por morir. ¿Qué otra cosa has dicho?— y el príncipe Andréi dobló el tercer dedo: —Ah, sí, los hospitales, las medicinas. Le da un ataque de apoplejía, está a punto de morir y tú lo sangras y lo curas; pues bien, quedará tullido durante diez años y será una carga para todos. Morir, para él, sería lo mejor y lo más sencillo. Otros nacen, y tal vez los haya de más. Si lo sintieras por perder un trabajador que te sobra, así lo considero, lo comprendería, pero no, tú quieres curarlo por amor al prójimo. Pero él no lo necesita. Y, además, ¿a quién se le ocurre pensar que la medicina haya curado a alguien alguna vez? Lo que hace es matar— dijo frunciendo el ceño con ira y apartándose de Pierre.

Expresaba el príncipe Andréi sus pensamientos con la claridad y precisión de quien ha meditado en ellos muchas veces; hablaba con ganas y de prisa, como un hombre que lleva callado largo tiempo. Sus ojos se animaban más y más cuanto mayor era el pesimismo de sus ideas.

—¡Oh, esto es terrible, terrible!— dijo Pierre. —No comprendo cómo se puede vivir con esas ideas. También yo he tenido instantes parecidos, no hace mucho tiempo, en Moscú y durante el viaje; pero había caído tan bajo que eso no era vivir: todo me parecía repugnante… y sobre todo yo mismo. No comía, no me lavaba… Pero ¿cómo usted…?

—¿Por qué no hemos de lavarnos? No sería higiénico— dijo el príncipe Andréi. —Al contrario, debemos procurar que la propia vida sea lo más agradable posible. Yo no tengo la culpa de vivir; por tanto, debo vivir lo mejor que pueda sin molestar a nadie, hasta que llegue la muerte.

—Pero ¿qué lo impulsa a vivir con esas ideas? Es decir, permanecer quieto, sin hacer nada, sin emprender nada…

—La vida, por su parte, se encarga de no dejarnos tranquilos. Estaría muy contento si no tuviera que hacer nada, pero ya lo ves: por una parte, la nobleza de la región me hizo el honor de elegirme su mariscal. A duras penas he conseguido librarme. No fueron capaces de comprender que carecía de las cualidades que ellos necesitan: no soy ese hombre campechano, bonachón y vulgar que ellos buscan. Tuve también que construir esta casa para tener, al menos, un rincón tranquilo. Y ahora la milicia.

—¿Por qué no ha vuelto al ejército?

—¿Después de Austerlitz? ¡No, gracias!— respondió sombríamente el príncipe Andréi. —Me he jurado no volver a servir en activo en el ejército ruso, y así lo haré; si Bonaparte estuviese aquí, en Smolensk, y amenazase Lisie-Gori, tampoco entonces me alistaría en el ejército ruso. Como te decía— prosiguió calmándose, —mi padre, que es el jefe de la tercera región, se ocupa de movilizar las tropas, y el único medio de librarme del servicio activo es permanecer a su lado.

—Entonces, ¿está en servicio?

—Sí.

Pierre calló un momento.

—¿Y por qué lo hace?

—Te lo diré. Mi padre es uno de los hombres más notables de su tiempo. Pero se va haciendo viejo; no es que sea cruel, pero tiene un carácter demasiado violento. Puede ser peligroso por su hábito del poder absoluto y, sobre todo ahora, con la autoridad que le ha dado el Emperador. Hace dos semanas, si me llego a retrasar dos horas ahorca a un funcionario de Yújnovo— sonrió el príncipe Andréi. —Lo hago porque nadie más que yo puede influir sobre mi padre, y así, a veces, consigo evitar algún acto suyo que le haría sufrir después.

—¡Ah! ¡Pues ya lo ve!

—Sí, mais ce n'est pas comme vous l'entendez[274]— prosiguió el príncipe Andréi. —Yo no deseaba ni deseo ningún bien a ese miserable que robaba las botas a los milicianos; hasta me gustaría verlo ahorcado; pero compadecí a mi padre, es decir que, en fin de cuentas, lo hice por mí mismo.

El príncipe Andréi hablaba cada vez con mayor animación: sus ojos brillaban febriles mientras intentaba demostrar a Pierre que en sus actos no había el menor deseo de hacer bien al prójimo.

—Veamos— prosiguió Andréi, —tú quieres liberar a los campesinos del régimen de servidumbre. Eso está muy bien, pero no para ti (creo que tú jamás has pegado a ninguno, ni enviado a nadie a Siberia), y aun menos para los campesinos. Si les pegan, azotan o envían a Siberia, creo yo que no por eso van a estar peor. En Siberia llevarán la misma vida de animales y las cicatrices de su cuerpo curarán y serán tan felices como antes. Eso es más necesario para hombres que sufren moralmente, que se arrepienten, pero tratan de ahogar ese arrepentimiento y se embrutecen por el solo hecho de que tienen derecho a castigar a los demás con justicia o sin ella. A ésos es a quienes compadezco y por ellos desearía emancipar a los campesinos. Tú tal vez no los has visto; pero yo he visto a personas excelentes, educadas en la tradición del poder ilimitado, que, con los años, se tornan irritables, se vuelven crueles y groseras; lo saben, pero no pueden contenerse, y cada día son más y más desgraciadas.

La pasión con que hablaba el príncipe Andréi hizo pensar a Pierre que semejantes ideas las inspiraba el ejemplo de su padre. No contestó nada.

—De ellos me compadezco: de la dignidad humana, de la tranquilidad y pureza de conciencia, y por ellos me gustaría emancipar a los campesinos, pero no de sus espaldas ni de sus cabezas, que, por más que se los azote y rasure, seguirán siendo las mismas espaldas y las mismas cabezas.

—No, no y mil veces no— exclamó Pierre. —Nunca estaré de acuerdo con usted.

Guerra y paz
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