XI

El príncipe Andréi no había tenido tiempo de seguir con la vista a Pfull cuando ya entraba Bennigsen en la estancia. Saludó con la cabeza a Bolkonski y, sin detenerse, pasó al despacho, no sin dar algunas órdenes a su ayudante. El Emperador estaba al llegar y Bennigsen se había adelantado para preparar algunas cosas y disponer de tiempo para recibirlo. Chernyshev y el príncipe Andréi salieron al porche. En aquel instante el Emperador, con aspecto cansado, desmontaba de su caballo. El marqués Paolucci le estaba diciendo algo; el Soberano, inclinada la cabeza a la izquierda con gesto malhumorado, escuchaba al excitado Paolucci, que le hablaba con especial ardor. El Emperador dio unos pasos adelante, con deseo evidente de cortar la conversación, pero el italiano, olvidando las conveniencias, siguió tras él sin dejar de hablar.

—Quant à celui qui a conseillé ce camp, le camp de Drissa…— decía el marqués, mientras el Soberano subía ya las gradas de la escalinata y miraba el rostro del príncipe Andréi, sin reconocerlo. —Quant à celui, Sire— prosiguió Paolucci desesperadamente, —qui a conseillé le camp de Drissa, je ne vois pas d'autre alternative que la maison jaune ou le gibet.[369]

Sin terminar de escuchar las palabras del italiano y, al parecer, sin haberlas oído, el Emperador, que había reconocido a Bolkonski, pese a su rostro avejentado, se volvió a él cariñosamente.

—Encantado de verte. Entra donde están reunidos los demás y espérame.

El Emperador entró en el despacho. El príncipe Piotr Mijáilovich Volkonski y el conde Stein lo siguieron y las puertas volvieron a cerrarse a sus espaldas. El príncipe Andréi, aprovechando el permiso del Emperador, pasó a la sala del consejo con Paolucci, al que había conocido en Turquía.

El príncipe Piotr Mijáilovich Volkonski desempeñaba funciones análogas a las del jefe de Estado Mayor del Emperador. Salió del gabinete con varios mapas, que desplegó sobre la mesa, y planteó las cuestiones sobre las que deseaba conocer la opinión de los reunidos. Aquella noche había llegado la noticia (después desmentida) de una maniobra francesa para rebasar el campamento de Drissa.

El general Armfeld habló el primero, proponiendo inesperadamente, para evitar las dificultades surgidas, algo completamente nuevo que no tenía más explicación si no el deseo de mostrar que era capaz de tener una opinión propia: propuso tomar posiciones fuera de los caminos de San Petersburgo y Moscú, donde, en su opinión, el ejército debía unirse y esperar al enemigo. Era evidente que Armfeld había preparado su proyecto hacía mucho tiempo, y si ahora lo exponía no era tanto para responder a las cuestiones propuestas (a las que el proyecto no se refería en absoluto) como para aprovechar una ocasión de darlo a conocer. Era una de las innumerables propuestas que podían hacerse sin conocer el desarrollo de la contienda. Algunos combatieron la propuesta; otros la apoyaron. El joven coronel Toll refutó ardorosamente el parecer del general sueco y durante la discusión sacó del bolsillo un cuadernito lleno de notas y pidió permiso para leerlo. Era una circunstanciada exposición en la cual Toll proponía otro proyecto de campaña absolutamente contrario al de Armfeld y Pfull. Paolucci, rebatiendo a Toll, propuso un plan de avance y de ataque; el único que, según él, podía acabar con la incertidumbre y la trampa —así llamaba al campamento de Drissa— en que se hallaban. Pfull y su intérprete Wolzogen (su puente en las relaciones con la Corte) guardaron silencio durante toda esa discusión; el primero se contentaba con resoplar desdeñosamente y volver la cara, dando a entender que no estaba dispuesto a rebajarse hasta el punto de rebatir las insensateces que ahora oía. Pero cuando el príncipe Volkonski, que presidía la sesión, lo invitó a exponer su opinión, Pfull se limitó a decir:

—¿Por qué se me pregunta? El general Armfeld ha propuesto una espléndida posición con la retaguardia al descubierto. El ataque von diesem italianischen Herrn, sehr schön o la retirada. Auch gut.[370] ¿Por qué se me pregunta? Ustedes mismos lo saben todo mejor que yo.

Pero cuando Volkonski, con el ceño fruncido, repitió que le pedía su parecer en nombre del Emperador, Pfull se levantó y, animándose de pronto, comenzó a decir:

—Lo han echado todo a perder, lo han confundido todo… Quieren saber las cosas mejor que yo y ahora acuden a mí, me preguntan. ¿Cómo remediar la situación? No hay nada que remediar, hay que cumplir exactamente los principios que expuse— dijo, golpeando con sus huesudos dedos en la mesa. —¿Dónde está la dificultad? Tonterías… Kinderspiel.[371]

Se acercó al mapa y empezó a hablar rápidamente, señalando con los delgados dedos diversos puntos y demostrando que ninguna eventualidad podía dar al traste con la utilidad del campamento de Drissa, que todo estaba previsto y que si el enemigo trataba, en efecto, de rebasar el flanco, debía ser indefectiblemente destruido.

Paolucci, que no conocía el alemán, comenzó a interrogarlo en francés. Wolzogen acudió en ayuda de su jefe, que se explicaba mal en esa lengua, y comenzó a traducir sus palabras, siguiendo con dificultad a Pfull, quien, rápidamente, se empeñaba en demostrar que no sólo cuanto había sucedido, sino lo que pudiera suceder en adelante, estaba previsto en su proyecto y que si había ahora dificultades toda la culpa recaía en el hecho de no haberse cumplido su plan exactamente. Reía irónicamente, aducía pruebas sin cesar y, por fin, con gesto despectivo, dejó de argumentar como hace un matemático a quien se obliga a demostrar de diversas maneras una verdad archiprobada. Wolzogen lo sustituyó y siguió exponiendo en francés las ideas de su jefe; de vez en cuando se volvía a Pfull y preguntaba: “Nicht wahr, Excellenz?”[372] Pfull, como hombre que enardecido por la batalla dispara sobre los suyos, gritaba colérico a Wolzogen:

—Nun ja, was soll denn da noch expliziert werden?[373]

Paolucci y Michaux atacaban a Wolzogen a dos voces en francés; Armfeld hablaba a Pfull en alemán, Toll se explicaba en ruso con Volkonski. El príncipe Andréi los miraba a todos y observaba en silencio.

Entre todos aquellos personajes, el colérico Pfull, decidido y absurdamente seguro de sí mismo, era quien le inspiraba mayor simpatía. Era el único de todos los presentes que no buscaba, evidentemente, ventajas personales ni mostraba odio hacia nadie; no deseaba más que una cosa: llevar a cabo un proyecto basado en la teoría, fruto de muchos años de estudio y trabajo. Resultaba ridículo, era desagradable por su ironía constante; pero, al mismo tiempo, inspiraba un respeto involuntario por la infinita fidelidad a su idea.

Además, en las palabras de todos los que hablaban —excepción hecha de las de Pfull— había un rasgo común que no existía en el Consejo de Guerra de 1805: el pánico, aunque disimulado, ante el genio de Napoleón, miedo que se revelaba en cualquiera de sus objeciones. Se suponía que para Napoleón todo era posible, se lo esperaba por todas partes y esgrimiendo su nombre temido cada uno de ellos combatía las suposiciones de los demás. Sólo Pfull parecía considerar a Napoleón como un bárbaro igual a todos aquellos que criticaban sus teorías. Aparte de ese sentimiento de respeto, Pfull inspiraba al príncipe Andréi un sentimiento de compasión. Por el tono con que le hablaban los cortesanos y por las palabras que Paolucci se había permitido dirigir al Emperador, y especialmente por cierta expresión desesperada del mismo Pfull, se veía que todos se daban cuenta —y él mismo— de que su caída estaba próxima; a pesar de su gruñona ironía alemana y de su seguridad en sí mismo, daba verdadera lástima con sus cabellos alisados en las sienes y sus desgreñados mechones del cogote. Aunque lo ocultaba bajo su aire suficiente y despectivo, lo desesperaba perder la única ocasión de probar con una experiencia gigantesca la infalibilidad de su propia teoría.

La discusión duró mucho tiempo; y cuanto más se prolongaba, llegando a los gritos y a las alusiones personales, tanto más imposible era alcanzar una conclusión general de lo que se estaba diciendo. El príncipe Andréi, al escuchar aquella discusión en diversas lenguas, aquellos proyectos, hipótesis y contradicciones expuestos a gritos, se asombraba de cuanto oía. Las viejas ideas, tan frecuentes en él durante sus actuaciones militares, de que no hay ni puede haber ciencia militar y que, por tanto, no puede existir el así llamado genio militar alcanzaban ahora para él la evidencia de una verdad absoluta. “¿Qué teoría y qué ciencia puede haber en una actividad cuyas circunstancias y condiciones se desconocen y no pueden precisarse, en la que más difícil todavía resulta determinar la fuerza de los que hacen la guerra? Nadie sabe ni puede saber en qué condiciones estará mañana nuestro ejército ni las tropas del enemigo, ni cuál es la capacidad de resistencia de ese u otro destacamento. En ocasiones, cuando no hay un cobarde que grite «¡Estamos copados!» y eche a correr, sino un hombre valeroso y jovial que grita «¡Hurra!», un destacamento de cinco mil hombres vale por uno de treinta mil, como ocurrió en Schoengraben; otras veces, cincuenta mil hombres huyen delante de ocho mil, como en Austerlitz. ¿Qué ciencia puede haber en una acción en la que, como ocurre en todas las acciones prácticas, nada puede determinarse y todo depende de innumerables factores que adquieren un sentido preciso en tan sólo un minuto que nadie sabe cuándo se producirá? Armfeld dice que nuestro ejército está dividido y Paolucci asegura que hemos puesto a los franceses entre dos fuegos. Michaux afirma que el campamento de Drissa no sirve, porque el río pasa a sus espaldas. Pfull sostiene que precisamente en eso radica su fuerza. Toll propone un plan y Armfeld presenta otro. Todos son igualmente buenos y malos y sus ventajas se harán evidentes cuando el acontecimiento se produzca. Entonces ¿por qué hablan todos del genio militar? ¿Acaso es un genio el hombre que sabe enviar los víveres a un destacamento en el momento oportuno o mandar a unos hacia la derecha y a otros hacia la izquierda? ¿Se debe tan sólo a que los militares están revestidos de esplendor y poder, y porque una multitud de miserables halagan su poder atribuyéndoles cualidades geniales y los llaman genios? Por el contrario, los mejores generales que he conocido son distraídos o tontos. El mejor es Bagration. Bonaparte mismo lo ha reconocido. ¿Y Napoleón? Recuerdo su rostro satisfecho y obtuso en el campo de Austerlitz. El buen general no necesita cualidades de genio, quizá sea mejor que no tenga las mejores cualidades que hay en el hombre: el amor, la poesía, la ternura, la duda filosófica y analítica. Un militar debe ser limitado, firmemente convencido de que es muy importante todo cuanto hace (de otra manera, no tendría paciencia), y sólo así será un jefe valeroso. Dios guarde a ese hombre de amar a alguien, de tener compasión, de pensar en lo que es justo o injusto. Es explicable que desde hace tanto tiempo se les haya aplicado la palabra genio, porque ostentan el poder. Pero el éxito de una acción militar no depende de ellos, sino del hombre que grita entre las filas «¡Estamos perdidos!» o «¡Hurra!». Sólo en esas filas puede sentirse con certeza que se es útil.”

Así pensaba el príncipe Andréi mientras los otros discutían, y volvió de sus meditaciones cuando Paolucci lo llamó y la gente se iba marchando.

Al día siguiente, en la revista, el Emperador preguntó al príncipe Andréi dónde deseaba prestar servicio. Bolkonski perdió para siempre la estima del mundo cortesano por no solicitar un puesto junto al Zar y pedir permiso para servir en el ejército.

Guerra y paz
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