XVIII

Atravesaron el pasillo y el enfermero introdujo a Rostov en la sección de oficiales, formada por tres habitaciones cuyas puertas estaban abiertas. Los oficiales, heridos o enfermos, estaban echados o sentados en las camas. Algunos, con la ropa del hospital, se paseaban por las habitaciones. La primera persona que Rostov vio al entrar fue un hombrecillo menudo y manco, vestido con el gorro y el batín del hospital; fumaba su pipa y paseaba por la estancia. Rostov lo miró, tratando de recordar dónde lo había visto antes.

—Ya ve dónde Dios deparó que nos volviéramos a ver— dijo el hombrecillo. —Soy Tushin, Tushin. ¿Se acuerda? Lo llevé a usted en Schoengraben. Me han cortado un pedazo, mire— y sonrió mostrándole la manga vacía. —¿Busca a Vasili Dmítrievich Denísov? Somos compañeros de habitación— prosiguió al saber a quién buscaba Rostov. —Está aquí, aquí— y lo condujo a la otra habitación, donde resonaban voces y risas.

“¿Cómo pueden no ya reír, sino vivir aquí?”, pensó Rostov, sintiendo aún aquel olor a muerto del que se había impregnado en la sección de los soldados, recordando las envidiosas miradas que lo habían seguido desde todas partes y el rostro del joven soldado muerto, con los ojos en blanco.

Denísov dormía en su lecho con la cabeza metida en la manta, a pesar de que eran cerca de las doce.

—¡Ah, Rostov! ¡Hola, hola, buenos días!— gritó con el mismo tono que usaba en el regimiento.

Pero Rostov observó con tristeza que tras la habitual desenvoltura y animación, en la expresión de su rostro y en las palabras de su amigo asomaba un sentimiento nuevo, oculto y malévolo.

Su herida, aunque leve, no había cicatrizado aún, a pesar de haber transcurrido ya seis semanas. Su rostro estaba hinchado y pálido como el de los demás hospitalizados. Pero no era eso lo que llamó la atención de Rostov: le asombró sobre todo que Denísov no pareciera alegrarse por su visita; sonreía artificialmente y no preguntó ni por el regimiento ni por la situación general. Cuando Rostov le habló de ello, no lo escuchó siquiera.

Hasta parecía contrariado cuando le hablaba del regimiento y, en general, de la vida, libre y feliz, que seguía su curso fuera del hospital; se diría que Denísov trataba de olvidar esa vida pasada y no sentía otro interés que el de su contienda con los oficiales de intendencia. Cuando Rostov le preguntó por ello, sacó un escrito de la comisión y el borrador de su respuesta, que guardaba debajo de la almohada. Se animó al comenzar la lectura de su respuesta e hizo notar a Rostov las frases hirientes que lanzaba a sus adversarios. Los compañeros de hospital, que habían rodeado a Rostov —como hombre llegado de fuera—, fueron alejándose en cuanto comenzó la lectura. Rostov comprendió por sus caras que todos habían oído ya infinitas veces la historia y estaban hartos de ella. Sólo el vecino de cama de Denísov, un corpulento ulano, siguió sentado en su lecho, con el ceño gravemente fruncido y fumando su pipa; y el pequeño Tushin, con su brazo amputado, siguió escuchando, moviendo con desaprobación la cabeza. A mitad de la carta, el ulano interrumpió a Denísov:

—A mi modo de ver— dijo dirigiéndose a Rostov, —lo mejor de todo es, sencillamente, pedir gracia al Emperador. Dicen que va a haber muchas recompensas y seguramente lo perdonará…

—¿Yo pedir al Emperador?— gritó con una voz a la que quería dar la energía y el calor de antes pero que sólo delataba una vana irritación. —¿Qué voy a pedir? Si yo fuera un bandolero…, pero me juzgan porque descubro a los ladrones. Que hagan lo que quieran, no tengo miedo a nadie. ¡He servido honradamente al Zar y a la patria y no he robado! ¡Degradarme a mí!… Escucha, lo digo claramente: “Si fuera un malversador de fondos…”.

—Sí, sí; está muy bien escrito, no se puede negar— dijo Tushin, —pero ahora no se trata de eso, Vasili Dmítrievich— y se volvió a Rostov. —Hay que someterse, y Vasili Dmítrievich no quiere. El auditor ya le ha dicho que el asunto no va bien.

—No me importa— dijo Denísov.

—El auditor le ha escrito una súplica y lo que tiene que hacer es firmarla y mandarla con usted. Seguramente él— Tushin indicó a Rostov —tendrá influencias en el Estado Mayor. No podrá encontrar mejor ocasión…

—¡Ya he dicho que no quiero rebajarme!— lo interrumpió Denísov, y continuó leyendo su carta.

Rostov no se atrevía a darle consejos; pero el instinto le decía que la solución propuesta por Tushin y por los otros oficiales era la más segura. Se habría sentido muy feliz de ayudar a Denísov, pero conocía bien su terquedad y su sincera vehemencia.

Cuando terminó la lectura de las venenosas misivas de Denísov (lo que llevó más de una hora), Rostov no dijo nada. El resto del día lo pasó en la más triste disposición de ánimo entre los compañeros de hospital de Denísov, que de nuevo se reunieron junto a él; les contó cuanto sabía y escuchó lo que otros contaron. Denísov permaneció taciturno y sombrío toda la tarde.

Al anochecer se dispuso a partir y preguntó a Denísov si tenía que hacerle algún encargo.

—Sí, espera— contestó él, mirando a los oficiales; volvió a sacar sus papeles, se acercó a la ventana donde estaba su tintero y se puso a escribir. —No hay fusta que pueda con la maza— dijo, apartándose de la ventana y entregando a Rostov un sobre grande.

Era la súplica dirigida al Zar, redactada por el auditor; en ella, Denísov, sin referirse para nada a las faltas del servicio de intendencia, se limitaba a pedir gracia.

—Entrégala tú. Ya veo que…

No concluyó la frase, y sonrió dolorosa y forzadamente.

Guerra y paz
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