II
—Si no me engaño, tengo el placer de hablar con el conde Bezújov— dijo tranquilamente y en voz alta el viajero.
Pierre, silencioso, miró interrogativamente al viajero a través de los lentes.
—He oído hablar de usted y de la desgracia que lo aflige— prosiguió el anciano. Parecía subrayar la palabra desgracia como queriendo decir: “Sí, desgracia; llámelo como guste, pero sé bien que lo sucedido en Moscú es una desgracia y lo lamento mucho, señor”.
Pierre se ruborizó; bajó rápidamente los pies de la cama, e, inclinándose hacia el viejo, sonrió forzada y tímidamente.
—No lo he mencionado por mera curiosidad, señor mío, sino por razones más graves.
Calló, sin apartar los ojos de Pierre, y se desplazó en el diván, invitándolo con un gesto a sentarse junto a él. A Pierre le era desagradable entrar en conversación con el viejo pero, obedeciéndole a su pesar, se acercó a él y se sentó en el diván.
—Es usted desdichado, señor— prosiguió el desconocido. —Usted es joven y yo soy viejo. Me gustaría ayudarlo en la medida de mis fuerzas.
—Ah, sí— dijo Pierre con una forzada sonrisa. —Muy agradecido… ¿De dónde viene usted?
El rostro del viajero no era afable; más bien frío y severo; y, a pesar de todo, las palabras y el rostro del anciano ejercían sobre Pierre una irresistible atracción.
—Pero si por cualquier motivo mi conversación le molesta, dígamelo francamente— y sonrió de pronto con un gesto paternal, lleno de una ternura que nadie habría sospechado en él.
—No, no, de ninguna manera. Todo lo contrario; estoy contentísimo de haberlo conocido— dijo Pierre; y volviendo a mirar las manos del desconocido pudo ver más cerca la sortija: llevaba en ella la cabeza de Adán, símbolo de los masones. —Permítame que le pregunte— añadió, —¿es usted masón?
—Sí, pertenezco a la hermandad de los francmasones— explicó el anciano, mirando cada vez con mayor profundidad a Pierre; —y en mi nombre y en el de los míos le tiendo fraternalmente la mano.
—Temo… ¿cómo le diría?… Temo que mis ideas sobre el origen del mundo sean tan opuestas a las suyas que no podríamos entendernos— sonrió Pierre, vacilando entre la confianza que le inspiraba el viejo y la costumbre de bromear sobre las creencias de los masones.
—Conozco sus ideas— dijo el masón. —Las ideas de que habla le parecen obra de su esfuerzo intelectual, pero corresponden al modo de pensar de la mayoría de los hombres y son el producto unívoco de la pereza, el orgullo y la ignorancia. Perdóneme, señor mío, pero no habría hablado con usted si no lo supiera; su modo de pensar es un lamentable error.
—De la misma manera puedo yo suponer que es usted quien está en el error— dijo Pierre sonriendo levemente.
—Nunca me atreveré a decir que poseo la verdad— dijo el masón, que cada vez asombraba más a Pierre por la firmeza y precisión de sus palabras. —Un individuo solo no puede alcanzar la verdad; tan sólo piedra a piedra, con la participación de todos, de millones de generaciones, desde nuestro padre Adán hasta hoy, se va levantando el templo que debe ser digna morada del Altísimo— concluyó el masón, y cerró los ojos.
—Debo confesarle que yo no creo… no creo en Dios— dijo Pierre con sentimiento y esfuerzo, sintiéndose obligado a decir toda la verdad.
El masón miró atentamente a Pierre y sonrió como podría hacerlo un ricachón con las manos llenas de millones ante un pobre que le dijese que le faltaban cinco rublos que podrían hacerlo feliz.
—Sí, sí, es usted desgraciado, señor mío— observó el masón, —porque no puede conocerlo, y ésa es la razón de su desgracia.
—Sí, lo soy— confirmó Pierre, —pero, ¿qué puedo hacer?
—No lo conoce y por eso es usted muy desgraciado. Y, sin embargo, Él está aquí. Está en mí, en mis palabras; está en ti y hasta en las palabras sacrílegas que acabas de pronunciar— dijo el masón con voz temblorosa y severa.
Después guardó silencio y suspiró, empeñado, al parecer, en calmarse.
—Si no existiera— prosiguió, —no hablaríamos de Él, señor mío— dijo a media voz. —¿De qué, de quién hemos hablado? ¿A quién has negado?— exclamó de pronto con voz llena de severa exaltación y autoridad. —¿Quién lo inventó si no existe? ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que existe un ser tan incomprensible? ¿Por qué tú y todo el mundo suponen la existencia de un ser tan inconcebible, de un ser tan omnipotente, eterno e infinito en todas sus manifestaciones?
Se detuvo y permaneció silencioso un buen rato. Pierre no podía ni deseaba interrumpir aquel silencio.
—¡Existe, pero es difícil comprenderlo!— volvió a decir el masón, pero sin mirar a Pierre, sino delante de sí: hojeaba las páginas del libro con sus manos seniles, que por la emoción no podía mantener quietas. —Si pusieras en duda la existencia de un hombre te lo traería aquí; lo tomaría de la mano y te lo mostraría. Pero ¿cómo puedo yo, insignificante mortal, mostrar toda su omnipotencia, toda su eternidad, toda su bondad a uno que es ciego, o cierra los ojos para no verlo, para no comprenderlo, para no ver y comprender toda su propia vileza y abyección?
Hizo una pausa.
—¿Qué eres? ¿Quién eres tú? Te crees sabio porque has podido pronunciar esas palabras sacrílegas— prosiguió con sombría y despectiva sonrisa. —Pero eres más necio y más insensato que un niño que, jugando con las piezas de un reloj perfectamente construido, se atreviera, por no comprender la finalidad del reloj, a no creer en la existencia del artesano que lo hizo. Es difícil conocerlo. Siglo tras siglo, desde nuestro padre Adán hasta nuestros días, se trabaja febrilmente por comprenderlo, ¡y estamos aún infinitamente lejos de la meta! Pero en esta incomprensión vemos tan sólo nuestra debilidad frente a su grandeza…
Pierre, con el corazón oprimido, contemplaba con ojos brillantes el rostro del masón; lo escuchaba sin interrumpirlo, sin preguntar nada, y con toda su alma creía en las palabras de aquel desconocido. ¿Creía en los sensatos argumentos aportados por él? ¿O creía, como los niños, gracias a la entonación, a la convicción y la cordialidad de las palabras, o al temblor de la voz casi a punto de quebrarse?; ¿o creía en los ojos seniles y brillantes, envejecidos en esa convicción, en la tranquilidad, la firmeza, la conciencia de la propia misión que se reflejaba en todo aquel ser tan opuesto al vacío interior y la desesperación de Pierre? Con toda su alma deseaba creer y experimentar un alegre sentimiento de paz, renovación y retorno a la vida.
—No se lo alcanza con la inteligencia, sino con la vida misma— dijo el masón.
—No entiendo— aseguró Pierre sintiendo con temor que la duda surgía en él. Temía el razonamiento vago y débil de su interlocutor; temía no creerle. —No entiendo— repitió —por qué la inteligencia humana no puede alcanzar el conocimiento del que usted habla.
El masón sonrió con su sonrisa afable y paternal.
—La suprema sabiduría y la verdad son como un líquido purísimo, que querríamos captar— dijo. —¿Puedo, acaso, recoger ese líquido purísimo en un recipiente sucio y determinar luego su pureza? Sólo mediante la interior purificación de mí mismo puedo llegar a conocer, en cierta medida, el líquido recogido.
—Sí, sí… así es— dijo Pierre con alegría.
—La suprema sabiduría no se funda en la razón únicamente, ni en las ciencias profanas, la física, la química o la historia, en que se divide el conocimiento. La sabiduría suprema es una sola ciencia. La ciencia de todo, la ciencia que explica la creación y el lugar que en ella ocupa el hombre. Para abarcar esta ciencia hay que renovar y purificar el propio espíritu; por eso, antes de saber, hay que creer y perfeccionarse. Y para llegar a esa meta, se enriquece nuestro espíritu con una luz divina que se llama conciencia.
—Sí, sí— confirmó Pierre.
—Contempla con los ojos del alma tu propio ser y pregúntate si estás satisfecho de ti mismo. ¿Qué has conseguido dejándote llevar sólo por la inteligencia? ¿Qué eres? Usted, señor mío, es joven, rico, inteligente, culto; pero ¿qué ha hecho con todos esos bienes que se le han dado? ¿Está contento de sí y de su vida?
—No. Odio mi vida— dijo Pierre arrugando el ceño.
—La odias. Entonces, cámbiala. Purifícate, y a medida que te purifiques conocerás la sabiduría. Examine su vida, señor mío. ¿Cómo la ha pasado? En desordenadas orgías y juergas, recibiéndolo todo de la sociedad sin darle nada. Recibió una fortuna, ¿cómo la ha empleado? ¿Qué ha hecho por el prójimo? ¿Ha pensado en los miles de seres que son esclavos suyos? ¿Les ha ayudado moral y materialmente? No. Se ha aprovechado de su trabajo para llevar una vida disoluta: eso es lo que ha hecho. ¿Escogió una profesión en la que pudiera ser útil a los demás? No. Prefirió pasar la vida en el ocio. Después se casó. Tomó la responsabilidad de guiar a una mujer joven, ¿y qué ha hecho? No la ayudó a encontrar el camino de la verdad, sino que la ha precipitado en el abismo de la mentira y la desventura. Lo ofende un hombre y usted lo mata. Y dice que no conoce a Dios y que odia su vida. ¡No hay nada en esa vida digno de mención, señor mío!
Tras este discurso, el masón, como si quedara cansado, se apoyó de nuevo en el respaldo del diván y cerró los ojos. Pierre se quedó mirando aquel rostro senil, severo e inmóvil, aparentemente sin vida; después, sin articular palabra, movió los labios. Quería decir: “Sí, es verdad: he vivido una existencia vil, ociosa y depravada”. Pero no se atrevió a romper el silencio.
El masón tosió roncamente, con tos de viejo, y llamó a su criado.
—¿Qué hay de los caballos?— preguntó, sin mirar a Pierre.
—Ya han llegado— repuso el criado. —¿No va a descansar?
—No, di que enganchen.
“¿Será posible que se vaya, dejándome solo, sin decírmelo todo, sin prometerme ayuda?”, pensó Pierre levantándose. Con la cabeza baja comenzó a pasear por la estancia, mirando de vez en cuando al masón. “Sí, no había reflexionado en estas cosas, he llevado una vida despreciable, disoluta; pero no me gustaba, no la quería. Este hombre conoce la verdad y, si quisiera, podría revelármela.” Pierre deseaba decírselo al masón, pero no se atrevía. El viajero recogió sus cosas con aquellas manos viejas y expertas y se abotonó el abrigo de piel. Cuando todo estuvo dispuesto, se volvió a Bezújov y, en tono indiferente y cortés, le dijo:
—¿Adónde se dirige ahora, señor mío?
—¿Yo? A San Petersburgo— contestó Pierre con voz infantil y vacilante. —Le doy las gracias. Estoy de acuerdo en todo con usted. Pero no piense que soy tan malo. Con toda mi alma querría ser lo que usted quiere que sea, pero nunca he encontrado ayuda en nadie… Por lo demás, me considero el primer culpable. Ayúdeme, instrúyame, y tal vez…
Pierre no pudo seguir. Suspiró profundamente y se volvió de espaldas.
El masón guardó silencio largo rato. Parecía reflexionar; por fin dijo:
—La ayuda viene sólo de Dios; pero lo que nuestra orden pueda darle se lo dará, señor mío. Va usted a San Petersburgo, entregue esto al conde Villarski— sacó la cartera y escribió unas palabras en un pliego que dobló en cuatro. —Permítame un consejo: cuando llegue a la capital, dedique los primeros días al recogimiento, a un examen de conciencia, y no vuelva a la vida de antes. Le deseo buen viaje y muchos éxitos…— añadió, advirtiendo que su criado entraba en la habitación.
El viajero era Osip Alexéievich Bazdéiev, según Pierre pudo ver en el libro de registro. Bazdéiev había sido uno de los masones y martinistas más significados en la época de Nóvikov. Mucho tiempo después de su marcha, Pierre, sin acostarse y sin pedir los caballos, estuvo paseando por la habitación, reflexionando sobre su disoluto pasado e imaginando con entusiasmo un futuro feliz, irreprochable y virtuoso; porvenir que le parecía facilísimo. Creía haber sido hasta entonces un vicioso por haber olvidado tan sólo y casualmente lo buena que era la virtud. En su alma no quedaban ya trazas de las pasadas dudas. Creía con firmeza en la posibilidad de la fraternidad humana, de una sociedad de hombres unidos para sostenerse unos a otros en el camino de la virtud: era así como se imaginaba la masonería.