XVI
Natasha, al quedar a solas con su marido, comenzó a hablar como suelen hablar los matrimonios, es decir, comprendiendo rápida y claramente lo que pensaba cada uno y comunicándose de un modo especial, contrario a todas las leyes de la lógica: sin razonamientos, deducciones y conclusiones. Tan habituada estaba Natasha a conversar así con su marido, que la mejor prueba de que algo no iba bien entre ellos era cuando Pierre comenzaba a conversar ateniéndose a la lógica. Cuando trataba de explicarle algo hablando de manera coherente, y ella, arrastrada por el ejemplo, hacía lo mismo, sabía que terminarían riñendo.
Esta conversación, contraria a todas las reglas de la lógica, aunque sólo fuera por el hecho de que hablaban a la vez de cuestiones totalmente diferentes, había comenzado no bien se encontraron solos, cuando Natasha, muy abiertos los ojos resplandecientes de felicidad, se le acercó despacio, agarró de pronto su cabeza y la apretó contra su pecho diciendo:
—¡Ahora eres mío, todo mío y no volverás a escaparte!
Este modo de hablar simultáneamente de muchas cosas no sólo no impedía que la pareja se entendiera, sino que era el indicio más seguro de que se comprendían a la perfección.
Igual que lo visto en sueños es inverosímil, absurdo y contradictorio, salvo los sentimientos que los rigen, así en aquellas conversaciones, contrarias a todas las leyes del razonamiento, lo claro no eran las palabras, sino el sentimiento que lo gobierna.
Natasha contaba a Pierre la vida que había llevado su hermano, lo que ella había sufrido en su ausencia, cuánto quería a Mary, a la que encontraba superior a sí misma en todos los aspectos. Natasha era sincera al confesar la superioridad de Mary, pero al mismo tiempo que lo reconocía exigía que Pierre la prefiriera a todas las demás mujeres, y sobre todo que se lo repitiese ahora, después de haber visto a tantas en San Petersburgo.
Pierre, respondiendo a las palabras de Natasha, contaba lo insoportable que le había resultado en San Petersburgo asistir a veladas y comidas con señoras.
—He perdido la costumbre de conversar con las damas; es algo que, sencillamente, me aburre. Sobre todo, estaba tan ocupado.
Natasha lo miró con fijeza y prosiguió:
—Mary es un encanto. ¡Cómo sabe entender a los niños! Parece que ve sus almas. Ayer, por ejemplo, Míteñka se puso caprichoso…
—¡Cuánto se parece a su padre!— la interrumpió Pierre.
Natasha comprendió el porqué de aquella observación. El recuerdo de la reciente polémica con su cuñado le resultaba ingrato y quería conocer la opinión de Natasha.
—Nikolái tiene la debilidad de no aceptar una cosa que no haya sido admitida por todos. Y yo entiendo que lo principal para ti es ouvrir une carrière[635]— dijo, repitiendo una frase oída en cierta ocasión al mismo Pierre.
—No, lo principal es que, para Nikolái, las ideas y los razonamientos no son más que una diversión, un pasatiempo. Ya lo ves: reúne una biblioteca y se impone como norma no comprar un libro más hasta haber leído los que tiene. Sismondi, Rousseau, Montesquieu…— añadió Pierre con una sonrisa. —Tú sabes cómo lo…
Quería suavizar sus propias palabras, pero Natasha lo interrumpió, dándole a entender que no era preciso.
—Entonces dices que para él las ideas son una diversión…
—Sí; en cambio yo opino que el pasatiempo está en las demás cosas. En San Petersburgo, durante ese tiempo, veía a todos como si estuviera soñando. Cuando una idea me preocupa, lo restante no tiene sentido para mí.
—¡Qué lástima no haber visto cómo fue tu encuentro con los niños! ¿Quién se ha alegrado más? ¿Lisa, verdad?
—Sí— dijo Pierre; y volvió a su idea. —Nikolái sostiene que no debemos pensar; pero yo no puedo dejar de hacerlo. Y eso sin contar que en San Petersburgo he comprobado (a ti te lo puedo decir) que sin mí se desmoronaría todo: cada uno tiraba por su lado. Pero he logrado unirlos a todos. ¡Además, mi idea es tan clara y sencilla! No digo que debamos oponernos a esto o a lo otro. Podemos engañarnos. Digo que quienes aman el bien deben darse la mano y que no debe haber más que una bandera: la de la virtud activa. El príncipe Sergio es un hombre magnífico y muy inteligente.
Natasha no dudaba de que la idea de su marido fuera una gran idea, pero sólo una cosa la tenía inquieta: el hecho de que fuese su marido. “¿Es posible que un hombre tan importante, tan necesario para la sociedad, sea al mismo tiempo mi marido? ¿Cómo ha podido ocurrir?” Quería exponer esa duda. “¿Quiénes son las personas capaces de decidir que él es el más inteligente de todos?”, se preguntaba; y procuraba recordar todas las personas a quienes más respetaba Pierre. Y de todas ellas, a juzgar por sus relatos, nadie estaba por encima de Platón Karatáiev.
—¿Sabes en qué pienso? En Platón Karatáiev. ¿Qué le parecería? ¿Aprobaría ahora tus planes?— preguntó.
Pierre no mostró asombro alguno por esa pregunta: comprendió el curso de sus pensamientos.
—¿Platón Karatáiev?— dijo, y caviló, tratando de imaginarse exactamente la opinión de Karatáiev sobre aquel asunto. —No lo comprendería, o quién sabe, tal vez sí.
—¡Cuánto te quiero!— exclamó de pronto Natasha. —Mucho, muchísimo.
—No, no lo aprobaría— continuó Pierre, después de haberlo pensado. —Lo que sí le gustaría es nuestra vida familiar. Deseaba ver en todo felicidad, calma, dignidad, y yo me sentiría orgulloso de que nos viera. Tú hablas de nuestras separaciones, y no creerías lo que siento hacia ti después de una separación…
—Y además…— comenzó Natasha.
—No, no es eso, jamás dejo de amarte. No se puede amar más. Pero se trata de otra cosa… Bueno, si…
Y no terminó, porque la mirada que cambiaron lo decía todo.
—Es una tontería eso de que la luna de miel y el período más feliz es al principio— dijo de pronto Natasha. —Al contrario, ahora es la época mejor. ¡Si al menos no tuvieras que irte! ¿Te acuerdas cómo reñíamos? Siempre era yo la culpable. Siempre yo. ¿Por qué eran las disputas? Ni lo recuerdo siquiera.
—Siempre por lo mismo— sonrió Pierre. —Los celos…
—No lo digas. ¡No lo puedo soportar!— exclamó Natasha, y en sus ojos brilló una mirada fría y rencorosa. —¿La has visto?— añadió después de un breve silencio.
—No; y aunque la hubiera visto, no la habría reconocido.
Callaron.
—¡Ah!, ¿sabes? Mientras hablabas en el despacho, estuve observándole— comenzó rápidamente Natasha, para apartar, seguramente, aquella nube. —El chiquillo— así llamaba a su hijo —se parece a ti como una gota de agua a otra. ¡Ah, ya es hora de darle el pecho! ¡Me da pena irme!
Callaron unos segundos; después, de pronto y simultáneamente, se volvieron el uno al otro y empezaron a hablar: Pierre, satisfecho y animado; Natasha, con una sonrisa apacible y feliz. Al advertirlo, los dos se detuvieron cediéndose la palabra mutuamente.
—No, habla tú… ¿qué ibas a decir?
—Nada, nada…, habla tú— dijo Natasha.
Pierre comenzó. Era la continuación de su relato sobre el éxito de San Petersburgo, que tan satisfecho lo tenía. En aquel instante le parecía ser llamado a dar una nueva orientación a toda la sociedad rusa y a todo el universo.
—Quería decir solamente que todas las ideas que tienen grandes consecuencias suelen ser muy sencillas. Mi idea es que si todos los hombres corruptos se han aliado y eso les da fuerza, los honestos deben hacer lo mismo. ¿Ves qué sencillo?
—Sí.
—Y tú, ¿qué ibas a decir?
—¡Bah! Tonterías.
—Dilo.
—Nada— dijo Natasha, sonriendo de nuevo. —Quería hablar de Petia. Hoy, cuando la niñera ha venido a llevarlo, se ha reído, ha cerrado los ojos y se ha apretado más a mí; pensaría, seguramente, que se había escondido. ¡Es una delicia! Mira; ya está gritando. Bueno, adiós.
Y salió de la habitación.
Entretanto, en el dormitorio de Nikóleñka Bolkonski, situado en la planta baja, ardía la lamparilla de noche (el muchacho tenía miedo a la oscuridad y no había manera de subsanar ese defecto). Dessalles dormía con la cabeza alta sobre cuatro almohadas y su nariz romana resoplaba regularmente. Nikóleñka acababa de despertar envuelto en sudor frío, estaba sentado en su cama, con los ojos muy abiertos y fijos. Lo había despertado una pesadilla espantosa. Había soñado que Pierre y él, con unos cascos en la cabeza, como podían verse en las ilustraciones de Plutarco, estaban al frente de un enorme ejército, compuesto de líneas blancas y oblicuas que llenaban el espacio, como los hilos de las telarañas que durante el otoño vuelan en el aire, a las que Dessalles llamaba le fil de la Vierge. Delante iba la gloria, representada por hilos de la misma clase, pero algo más compactos. Pierre y él avanzaban ligeros y alegres, cada vez más próximos a la meta. De pronto, los hilos que los movían comenzaron a debilitarse, a enmarañarse, la situación empeoraba. El tío Nikolái Ilich se detuvo frente a ellos con gesto severo y amenazador.
“¿Lo habéis hecho vosotros? —decía señalando el lacre y las plumas rotas—. Os tenía cariño, pero Arakchéiev me lo ha ordenado, y estoy dispuesto a matar al primero que dé un paso.” Nikóleñka se volvió a Pierre, pero él había desaparecido. Pierre era su padre, el príncipe Andréi. Y su padre no tenía ni rostro ni figura; pero era él, y al verlo Nikólushka se sintió desfallecer de amor: se iba haciendo cada vez más débil, más etéreo, como diluido. Su padre lo acariciaba y lo compadecía, pero el tío Nikolái Ilich estaba cada vez más cerca de ellos. El espanto se adueñó de Nikólushka y se despertó.
“Era mi padre —pensó—. Mi padre.”
Aunque en la casa había dos retratos muy parecidos a como había sido su padre, Nikóleñka nunca pudo representarse al príncipe Andréi en figura humana. “Mi padre —siguió pensando— estaba conmigo; me acariciaba; le parece bien como yo pienso, también estaba de acuerdo con el tío Pierre. Diga lo que diga, yo lo haré. Mucio Scévola quemó su mano. ¿Por qué no voy a hacer yo lo mismo? Ya lo sé: quieren que estudie y estudiaré. Pero algún día dejaré de estudiar y entonces lo haré. Sólo pido a Dios una cosa, que me suceda lo que les sucedió a los héroes de Plutarco; haré como ellos y aún mejor; todos lo sabrán, me querrán y admirarán.” Y de pronto, Nikóleñka sintió que el pecho le estallaba en sollozos y comenzó a llorar.
—Êtes-vous indisposé?— preguntó Dessalles.[636]
—Non— contestó Nikóleñka; y se recostó sobre la almohada.
“Es bueno y lo quiero —se dijo pensando en Dessalles—. ¡Y el tío Pierre! ¡Qué hombre tan extraordinario! ¡Y mi padre! ¡Mi padre! ¡Mi padre! Sí, haré de tal manera que hasta él estará contento de mí…”