I

El objeto de la historia es la vida de los pueblos y de la humanidad. Pero es imposible abarcar y describir con palabras la vida, no ya de la humanidad entera, sino de un solo pueblo.

Para descubrir y captar la vida de un pueblo —que parece inasequible— los historiadores de antes utilizaban frecuentemente un recurso sencillo: la actividad de los individuos que dirigían el pueblo representaba para ellos la actividad de todo el pueblo.

Los historiadores debían responder a dos preguntas: la primera trataba de saber cómo conseguían algunos individuos que los pueblos obedeciesen su voluntad. Lo explicaban atribuyendo a la voluntad divina la elección de un guía que sometía a los pueblos a su voluntad; respondían a la segunda pregunta recurriendo a la misma divinidad que orientaba la voluntad del elegido hacia el objetivo predestinado.

Es decir, la fe en la participación directa de la divinidad en las obras humanas explicaba esos problemas.

Pero la historia moderna rechaza, en teoría, ambas afirmaciones.

Parecería lógico que, al rechazar la creencia de los pueblos antiguos en la subordinación del hombre a la divinidad y en objetivos determinados hacia los cuales son conducidos, la nueva ciencia debería estudiar no las manifestaciones del poder, sino las causas que lo originan. Pero no lo hizo. Aun rechazando, en teoría, las viejas concepciones de los historiadores, las sigue en la práctica.

En lugar de hombres dotados de un poder divino y guiados directamente por la voluntad divina, la historia moderna ha introducido bien a héroes provistos de cualidades extraordinarias y sobrehumanas o sencillamente a hombres dotados de las más diversas propiedades, desde monarcas hasta periodistas, puestos al frente de las masas. En lugar de los fines señalados por la divinidad a ciertos pueblos —hebreo, griego, romano— que los antiguos equiparaban a los fines de la humanidad, la historia moderna sitúa sus propios fines: el bien del pueblo francés, inglés o alemán; y en su máxima abstracción, el bien de la civilización humana, concepto con el cual habitualmente entienden a los pueblos que ocupan el pequeño rincón noroccidental de un gran continente.

La historia moderna ha rechazado las creencias de antes sin hallar una nueva concepción; y la lógica ha obligado a ciertos historiadores que niegan, en apariencia, el poder divino de los reyes y el fatum de los antiguos a llegar por otros caminos a la misma conclusión: al reconocimiento de que 1) los hombres están dirigidos por individuos singulares, y 2) que existe una determinada meta, a la cual tienden los pueblos y la humanidad.

Todas las obras de los más recientes historiadores, desde Gibbon hasta Buckle, a pesar de sus aparentes contradicciones y la aparente novedad de sus opiniones, descansan sobre estos dos principios viejos e inevitables:

1) El historiador describe la actividad de algunos individuos que, en su opinión, guían a la humanidad. Unos consideran tales a ciertos monarcas, jefes militares y ministros; otros incluyen también, además de los monarcas, a oradores, sabios, reformadores, filósofos y poetas.

2) El historiador conoce la meta hacia la cual avanza la humanidad. Para unos esa meta es la grandeza de los Estados: el romano, el español o el francés; para otros es la libertad, la igualdad y cierto grado de civilización en un pequeño rincón del mundo que se llama Europa.

En 1789 se produce en París un movimiento insurreccional. Ese movimiento crece, se extiende y se manifiesta en la marcha de los pueblos de Occidente hacia Oriente. Varias veces ese movimiento de pueblos hacia Oriente choca con el movimiento contrario, de Oriente a Occidente. En 1812 el movimiento llega a su límite máximo, Moscú, y con asombrosa simetría se produce la marcha en sentido contrario, de Oriente a Occidente, que arrastra, como el movimiento anterior, a todos los pueblos intermedios. La marcha inversa alcanza el punto inicial, París, y allí se detiene.

Durante ese período de veinte años, inmensas extensiones de tierra quedan sin cultivar; las casas son incendiadas, el comercio cambia su orientación; millones de personas se arruinan, otros se enriquecen, otros emigran; y millones de cristianos, que profesaban la ley del amor al prójimo, se matan unos a otros.

¿Qué significa todo eso? ¿A qué se debe? ¿Qué obligaba a esos hombres a incendiar las casas y matar a sus semejantes? ¿Cuáles fueron las causas de tales acontecimientos? ¿Qué fuerzas impulsaban a los hombres a proceder de esa manera? Esas son las preguntas involuntarias, ingenuas y sencillas, que sin querer se hace el hombre al encontrarse con los monumentos y tradiciones de aquel período.

Para encontrar respuesta a tales preguntas nos dirigimos a la historia, la ciencia cuyo objeto es el estudio de las naciones y la humanidad.

Si la historia mantuviera las viejas concepciones diría: la divinidad, para recompensar o castigar a su pueblo, dio a Napoleón el poder y guió su voluntad hasta la consecución de sus divinos fines. Esa respuesta sería completa y clara. Puede creerse o no que Napoleón tuviera una misión sagrada; para quien lo cree, todo resulta comprensible en la historia de ese período y no halla contradicción alguna.

Pero la nueva ciencia histórica no puede contestar así. La ciencia no admite las concepciones antiguas sobre la directa participación de la divinidad en las acciones humanas; por eso, debe proporcionarnos otras respuestas.

¿Queréis saber qué significa ese movimiento, de dónde procede y qué fuerza lo engendró? La nueva ciencia histórica responde así:

“Luis XIV era un hombre muy orgulloso y soberbio. Tuvo estas y aquellas amantes, tales y cuales ministros; gobernó mal a Francia. Sus herederos fueron hombres igualmente débiles y gobernaron mal su país; tuvieron a su vez estos y aquellos favoritos, tales y cuales amantes. Algunos hombres de esa época escribieron libros. A finales del siglo XVIII se reunió en París una veintena de personas que comenzaron a decir que todos los hombres eran iguales y libres. Por tal motivo, en toda Francia los hombres decidieron matarse unos a otros. Esos hombres asesinaron al rey y a otras muchas personas. En aquel mismo tiempo había en Francia un hombre genial: Napoleón. Siempre venció a todos, es decir, mataba a mucha gente, porque era muy genial; ese hombre marchó a matar africanos no se sabe por qué y lo hizo tan bien, empleó tanta astucia e inteligencia, que al volver a Francia ordenó a todos que lo obedecieran, y todos así lo hicieron. Convertido en emperador, de nuevo salió a matar más gente, y lo hizo en Italia, Austria, Prusia y otros lugares, donde mató a muchos. Por entonces reinaba en Rusia el emperador Alejandro, quien decidió restablecer el orden en Europa y por eso hizo la guerra a Napoleón. Pero, inesperadamente, en 1807, estableció con él lazos de amistad; en 1811 se enemistaron de nuevo y se reanudó la matanza. Napoleón llevó a Rusia seiscientos mil hombres y se adueñó de Moscú. Después huyó repentinamente de la capital y entonces el emperador Alejandro, con la ayuda de los consejos de Stein y otros, organizó una coalición europea para marchar contra el perturbador de su tranquilidad. Todos los antiguos aliados de Napoleón se convirtieron de pronto en sus enemigos y enviaron a sus ejércitos contra el francés, que había reunido nuevas fuerzas. Los aliados vencieron a Napoleón, entraron en París y lo obligaron a renunciar al trono; luego lo desterraron a la isla de Elba sin despojarlo del título imperial y tratándolo con todos los respetos, aunque cinco años antes y un año después lo consideraran un vulgar bandido. Comenzó a reinar entonces Luis XVIII, ese mismo Luis XVIII del que hasta entonces franceses y aliados no habían hecho más que burlarse. Napoleón, derramando lágrimas ante la Vieja Guardia, renunció al trono y salió para el destierro. Los hábiles diplomáticos y hombres de Estado —sobre todo Talleyrand, que había conseguido sentarse en cierto sillón antes que otro, con lo cual extendió las fronteras de Francia— se reunieron para hablar en Viena y, con sus negociaciones, hicieron felices o desgraciados a los pueblos. Inesperadamente, diplomáticos y monarcas estuvieron a punto de reñir; estaban ya dispuestos a ordenar que sus tropas se mataran entre sí cuando Napoleón, con un solo batallón, desembarcó en Francia y los franceses, que lo odiaban, se sometieron a él en el acto. Pero los monarcas aliados, descontentos con lo sucedido, volvieron a luchar contra los franceses. Vencieron al genial Napoleón y lo mandaron a la isla de Santa Elena, considerándolo de pronto como un bandido. Allí, sobre una roca, separado de los seres queridos y de la amada Francia, el desterrado murió lentamente, legando a la posteridad sus grandes hazañas. En Europa, mientras tanto, advino la reacción y todos los emperadores y reyes oprimieron de nuevo a sus pueblos”.

Se equivocarían, si pensaran que lo dicho antes es una burla, una caricatura de la descripción histórica.

Por el contrario, expresa la forma más delicada, las contradicciones y la falta de respuestas a las cuestiones planteadas por toda la historia, desde los autores de memorias y algunas historias sobre diversos países hasta las universales y también historias sobre la cultura de aquel tiempo.

Lo cómico y extraño de esas respuestas consiste en que la historia moderna se parece a un hombre sordo que responde a preguntas que nadie le hace.

Si el objetivo de la historia es describir el movimiento de la humanidad y los pueblos, la primera pregunta sin cuya respuesta lo demás resulta incomprensible es la siguiente: ¿Qué fuerza mueve a los pueblos? A esta pregunta la historia moderna contesta, con cierta inseguridad, que Napoleón era muy genial o que Luis XIV tenía mucho orgullo, o que ese o el otro escritor escribió tal y cual libro.

Todo esto es muy posible, y la humanidad está dispuesta a reconocerlo, pero no era eso lo que preguntaban. Todo eso podría resultar interesante si reconociéramos el poder divino, fundado en sí mismo y siempre igual, dirigiendo a sus pueblos por medio de Napoleones, Luises o escritores; pero no reconocemos su poder, por lo que antes de hablar de Napoleones, Luises y escritores hay que mostrar el lazo de unión que existe entre esas personas y el movimiento de los pueblos.

Si el lugar del poder divino lo ocupa otra fuerza hay que explicar en qué consiste, puesto que todo el interés de la historia reside precisamente en ella.

La historia parece suponer que esa fuerza se comprende por sí misma y es conocida por todos. Mas, a pesar de los deseos de dar por conocida dicha fuerza, quien lea muchas obras históricas habrá de poner en duda, lo quiera o no, que esa nueva fuerza, tan diversamente comprendida por los propios historiadores, sea perfectamente conocida por todos.

Guerra y paz
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