XX

Una mañana, el coronel Adolfo Berg, al que Pierre conocía (como a todos en Moscú y San Petersburgo), se presentó en casa del conde Bezújov con su impecable uniforme, sus patillas engomadas y peinadas hacia adelante, como las que llevaba el emperador Alejandro Pávlovich.

—Acabo de estar con la condesa, su esposa, y he tenido la desgracia de que no fuera aceptada mi petición. Espero que con usted, conde, tenga mejor suerte— dijo sonriendo.

—¿Qué desea, coronel? Estoy a su disposición.

—He acabado de instalarme en mi nueva casa, señor conde— comenzó, sabiendo, al parecer, que no podía por menos de ser grata la noticia, —y con ese motivo quiero ofrecer una pequeña velada a mis amigos y a los de mi esposa— y sonrió con más amabilidad aún. —He pedido a la señora condesa, y se lo pido a usted, que me concedan el honor de venir a mi casa a tomar una taza de té y… a cenar.

Sólo la condesa Elena Vasílievna, que juzgaba indigna de su persona la sociedad de unos Berg, podía tener la crueldad de rechazar una invitación semejante. Berg explicaba tan claramente por qué deseaba reunir en su casa a un grupo pequeño y selecto, por qué eso le resultaba agradable, por qué le disgustaba gastar el dinero en jugar a las cartas y en otras cosas indignas y, en cambio, no le dolía gastarlo tratándose de sus amigos, que Pierre no pudo negarse y aceptó la invitación.

—No tarde, conde, hágame ese favor. ¿Qué le parece a las ocho menos diez? Jugaremos una partida. Asistirá nuestro general; es muy bueno conmigo. Después cenaremos… Hágame el favor.

Contra su costumbre de acudir siempre tarde, Pierre llegó aquel día a la casa de Berg a las ocho menos cuarto, un poco antes de la hora señalada.

Preparado ya todo lo necesario para la velada, los Berg esperaban a sus invitados en su nuevo despacho, limpio y luminoso, decorado con pequeños bustos, cuadros y muebles nuevos. Berg, con su uniforme recién estrenado, explicaba a su mujer que siempre se pueden y deben tener amistades situadas por encima de uno porque, sólo así, se experimenta el verdadero placer de la amistad.

—Se puede aprender algo y solicitar alguna cosa. Fíjate cómo he vivido yo después de mi primer ascenso— Berg no contaba su vida por años, sino por ascensos; —mis camaradas no son aún nada y yo, en cambio, ya estoy propuesto para jefe de regimiento; tengo la fortuna de ser su marido— se levantó y besó la mano de Vera, arreglando de paso una arruga de la alfombra. —¿Y cómo lo he logrado? Sobre todo, por saber elegir bien las amistades. Por supuesto que hay que ser honrado y cumplidor.

Berg sonrió convencido de la propia superioridad sobre una débil mujer y calló, pensando que su querida esposa, a pesar de todo una débil mujer, era incapaz de comprender lo que constituye la dignidad del hombre, ein Mann zu sein.[302] Vera sonrió también, convencida de ser superior a su marido, virtuoso y bueno, pero que, así lo creía ella, entendía erróneamente la vida, lo mismo que a todos los demás hombres. Berg, juzgando a todas las mujeres por su esposa, las consideraba débiles y estúpidas; y Vera, juzgando por su marido y generalizando sus propias observaciones, suponía que todos los hombres se atribuían la inteligencia pero, en realidad, no entendían nada y eran orgullosos y egoístas.

Berg se levantó, abrazó a su mujer cuidando de no arrugar la esclavina de encaje que tanto le había costado y la besó justo en la mitad de los labios.

—Sólo hay una cosa: no debemos tener hijos demasiado pronto— dijo por una inconsciente asociación de ideas.

—Sí— contestó Vera, —tampoco yo lo deseo. Debemos vivir para la sociedad.

—Igual que éste era el que llevaba la princesa Yusúpova— dijo Berg con una feliz sonrisa, señalando la esclavina de encaje de su mujer.

En aquel momento anunciaron al conde Bezújov. Ambos esposos cambiaron una sonrisa de satisfacción, atribuyéndose cada uno el honor de aquella visita.

“Ahí tienes lo que significa hacer buenas amistades —pensó Berg—; ahí tienes lo que significa saber comportarse.”

—Te ruego que no me interrumpas cuando hable con los invitados— dijo Vera. —Sé cómo entretenerlos y de qué hablar en cada ocasión.

Berg sonrió.

—No siempre: a veces los hombres necesitan una conversación de hombres.

Pierre fue recibido en el nuevo salón, donde nadie podía sentarse sin romper la simetría y el orden. Es muy comprensible, pues, y no debe causar extrañeza, que Berg —en honor de un visitante tan apreciado— se mostrara magnánimo, dejando que fuera él quien destruyera la simetría de una butaca o de un diván, por hallarse él mismo en un estado de dolorosa indecisión. Pierre destruyó la simetría acercándose una silla, y Berg y Vera dieron comienzo a su velada, interrumpiéndose mutuamente en su afán de distraer al invitado.

Vera, convencida de que debía entretener a Pierre con el tema de la embajada francesa, comenzó, de buenas a primeras, esta conversación. Berg, pensando que era necesaria una conversación “de hombres”, interrumpió a su mujer y planteó la cuestión de la guerra con Austria, pasando involuntariamente a consideraciones de carácter personal: las propuestas que se le habían hecho para que tomara parte en esa campaña y las razones por las cuales no había aceptado. A pesar de que la conversación resultaba bastante confusa y Vera estaba enfadada por la irrupción del elemento masculino, ambos esposos advertían con placer que, si bien había llegado tan sólo un invitado, la velada había empezado muy bien, y se parecía a las demás como una gota de agua a otra, con la conversación en marcha, el té servido y las velas encendidas.

De ahí a poco llegó Borís, antiguo compañero de Berg. Mantenía con respecto al joven matrimonio cierta actitud de superioridad protectora. Después de Borís llegó una señora acompañada de un coronel; más tarde, el general; y cuando se presentaron los Rostov, la velada era indudablemente igual a todas las demás. Berg y Vera no podían contener una sonrisa feliz al ver tanta animación en su sala entre el murmullo de aquellas conversaciones incoherentes, el frufú de los vestidos femeninos y los saludos. Todo ocurría como en otras partes; el más parecido a otros era el general, quien elogió el piso de Berg, le daba golpecitos en la espalda y, con paternal familiaridad, dispuso que se preparara una mesa para jugar al boston. El general sentó a su lado a Iliá Andréievich, como invitado de mayor categoría después de él. Los jóvenes con los jóvenes, los viejos con los viejos, la dueña de la casa junto a la mesa del té, donde había los mismos dulces en la misma cestita de plata que en la velada de los Panin: todo resultaba exactamente igual que en otras casas.

Guerra y paz
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