XVI
Berg, el yerno de los condes Rostov, era ya coronel en posesión de las cruces de San Vladimiro y Santa Ana y seguía ocupando su puesto tranquilo y grato de auxiliar del segundo jefe de la primera sección del Estado Mayor del segundo cuerpo del ejército.
El 1 de septiembre había llegado a Moscú procedente del ejército.
No tenía nada que hacer en Moscú, pero advirtió que todos querían dirigirse a la capital y creyó necesario pedir él también un permiso para resolver asuntos de familia y de intereses.
Berg llegó a casa de su suegro en un elegante coche tirado por dos vigorosos caballos semejantes en todo a los de cierto príncipe. En el patio de la casa examinó atentamente los carros, y, mientras se acercaba a la puerta, sacó un fino pañuelo y anudó una de sus puntas.
Con paso rápido y deslizante atravesó el vestíbulo y entró en la sala. Abrazó al conde, besó la mano a Natasha y a Sonia y se informó apresuradamente sobre la salud de mamá.
—¡Cómo va a estar ahora! Pero cuéntanos tú— dijo el conde. —Cuéntanos qué hacen las tropas. ¿Siguen retrocediendo o presentarán batalla?
—Sólo Dios eterno puede resolver el destino de nuestra patria, papá. El ejército arde de entusiasmo y en este momento los jefes están reunidos en consejo. No sé lo que saldrá de ahí. Pero le diré, papá, que, en general, no hay palabras dignas para describir el heroísmo del ejército ruso, la bravura que sólo puede hallarse en la Antigüedad que ellos, que él— enmendó sus palabras —puso de manifiesto el día 26. Le diré francamente— y se golpeó el pecho como había hecho un general en su presencia, pero no en el instante preciso, porque debía haberse golpeado al decir “el ejército ruso” —que los oficiales y jefes no tuvimos necesidad de animar a los soldados; al contrario, a duras penas pudimos contener esos… sí, estos heroicos hechos, antiguos— dijo atropellándose con las palabras. —El general Barclay de Tolly arriesgó la vida en todas partes delante de las tropas. Nuestro cuerpo de ejército estaba colocado en la pendiente de una colina… ¡ya puede imaginarse!— y Berg refirió todo lo que recordaba de diversos informes oídos durante aquel tiempo.
Natasha, sin apartar los ojos de su cara —mirada que turbaba a Berg—, parecía buscar en su rostro la solución de un problema.
—Nadie puede imaginar y alabar dignamente el heroísmo de los soldados rusos— dijo Berg, y, como deseando ganarse su simpatía, sonrió en respuesta a su obstinada mirada. —“Rusia no está en Moscú: está en el corazón de sus hijos.” ¿Verdad, papá?
En aquel instante entró la condesa, con aspecto sombrío y disgustado. Berg se levantó presuroso, besó su mano, se interesó por su salud y, expresando su condolencia con un movimiento de cabeza, se detuvo a su lado.
—Sí, mamá, le diré la verdad. Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos. Pero, ¿por qué inquietarse tanto? Todavía tienen tiempo de salir…
—No comprendo qué hacen los criados— dijo la condesa, volviéndose a su marido. —Ahora vienen a decirme que no hay nada preparado. Alguien tiene que disponer las cosas. Acaba uno por echar de menos a Míteñka. Así no terminaremos nunca.
El conde quiso objetar algo, pero se contuvo. Se levantó de su silla y se acercó a la puerta. En aquel momento, Berg sacó del bolsillo el pañuelo, como si fuera a servirse de él y mirando el nudo que había hecho antes, se quedó pensativo; después, moviendo la cabeza con un gesto triste y grave, dijo:
—Tengo que pedirle algo importante, papá.
—¡Hum!— gruñó el conde, deteniéndose.
—He pasado ahora delante de la casa de Yusúpov— dijo Berg riendo. —El administrador, al que conozco, salió a decirme si quería comprar algo. Entré por curiosidad y había allí una chiffonière y un tocador; ya sabe usted cuánto lo desea Vera y cuánto hemos hablado de eso…— (Sin darse cuenta, Berg había pasado a una entonación jubilosa cuando comenzó a hablar de la chiffonière.) —Es una maravilla; tiene cajones y una arqueta secreta. ¡Vera la desea hace tanto tiempo! Me agradaría darle ese gusto: una sorpresa. Acabo de ver a muchos mujiks en el patio. Deme uno, le pagaré bien y…
El conde frunció el ceño y carraspeó.
—Pídeselo a la condesa, yo no doy órdenes.
—Si es difícil, no hablemos del asunto, por favor— dijo Berg. —Pero me gustaría mucho por Vera.
—¡Ah, lárguense todos al diablo, al diablo, al diablo!— gritó el viejo conde. —Me da vueltas la cabeza.
Y salió de la sala.
La condesa se echó a llorar.
—Sí, mamá, los tiempos son muy difíciles— dijo Berg.
Natasha salió detrás de su padre; primero lo siguió, pero después, como dándose cuenta de lo que quería, se dirigió corriendo hacia la entrada.
Allí estaba Petia, repartiendo armas a los campesinos que iban a salir de Moscú. En el patio seguían los carros como antes. Dos habían sido descargados y un oficial, ayudado por su asistente, subía en uno de ellos.
—¿Sabes por qué fue?— preguntó Petia a Natasha, quien comprendió que su hermano se refería al enfado de sus padres, pero no respondió.
—Porque papá quería dar todos los carros a los heridos— continuó Petia. —Me lo ha contado Vasílich. Yo creo…
—Yo creo… yo creo… que es una canallada, una infamia… ¡No sé cómo decirlo!— gritó de pronto Natasha volviendo el rostro indignado hacia Petia. —¿Acaso somos unos alemanes cualesquiera?…
Los sollozos la ahogaban, y temiendo dejar escapar en vano toda su cólera, volvió las espaldas a su hermano y se lanzó escaleras arriba.
Berg, sentado junto a la condesa, la consolaba respetuosa y cariñosamente; el conde, con la pipa en la mano, iba de un lado a otro de la sala, cuando Natasha, con el rostro deformado por la cólera, irrumpió como un huracán y se acercó rápidamente a su madre.
—¡Es una vileza! ¡Una infamia!— gritó. —No es posible que usted lo haya ordenado.
Berg y la condesa la miraban perplejos y asustados.
El conde se detuvo junto a la ventana prestando oído.
—Mamita, no es posible. Mire lo que sucede en el patio. ¡Ellos se quedan!…
—¿Qué te pasa? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué quieres?
—¡Los heridos! ¡Son los que se quedan! Es imposible, mamita querida, eso no está bien, perdóneme… ¿qué puede importarnos lo que nos llevamos? Fíjese en lo que está ocurriendo en el patio… ¡Mamita, eso no puede ser!…
El conde seguía junto a la ventana y sin volver la cabeza escuchaba a Natasha. De pronto, a punto de llorar, acercó la cara a los cristales.
La condesa miró a su hija, vio su rostro avergonzado, vio su emoción; comprendió por qué el marido no se atrevía a mirarla, y con aire desconcertado miró en derredor.
—¡Ah, haced lo que queráis! ¿Acaso soy yo un impedimento?— dijo, sin ceder aún del todo.
—Mamita, querida, ¡perdóneme!
Sin embargo, la condesa apartó a su hija y se acercó al conde.
—Mon cher, da las órdenes que creas oportunas… yo no sé…— dijo sintiéndose culpable.
—Son los huevos… los huevos los que enseñan a la gallina— dijo el conde con lágrimas de alegría, abrazando a su esposa, contenta de ocultar en su pecho el rostro avergonzado.
—Papaíto, mamita… ¿puedo dar las órdenes? ¿Puedo?…— preguntaba Natasha. —De todas maneras, nos llevaremos lo más necesario…
El conde afirmó con la cabeza y Natasha salió corriendo de la sala con la misma rapidez de cuando jugaba al escondite siendo pequeña y salió por la escalera al patio.
Los criados, reunidos en torno a Natasha, no podían creer tan extraña orden hasta que el conde, en nombre de su esposa, confirmó la decisión de entregar todos los carros a los heridos y llevar los baúles a los depósitos. Cuando lo comprendieron, los criados se dedicaron a la nueva tarea con júbilo febril. Ahora ya no les parecía extraño lo mandado, que creían, por el contrario, que no podía ser de otra manera de igual modo que un cuarto de hora antes les parecía lo más natural cargar con los muebles y dejar a los heridos.
Todos, como para resarcirse de no haberlo hecho antes, se dedicaron ardorosamente a la instalación de heridos, que salían arrastrándose de las habitaciones y con rostros pálidos y felices rodeaban los carros.
Corrió la voz por las casas vecinas y comenzaron a llegar al patio de los Rostov los heridos recogidos en otras casas. Muchos de ellos se oponían a que se descargaran los bultos, conformándose con acomodarse encima; pero una vez tomada aquella decisión, no había tiempo de volverse atrás. Resultaba indiferente dejarlo todo o la mitad solamente. Los baúles con la vajilla, los bronces, cuadros y espejos, tan cuidadosamente embalados la víspera, quedaban ahora en el patio; todos buscaban y encontraban el modo de descargar más cosas para dejar puestos libres en los carros.
—Caben otros cuatro— dijo el administrador. —Puedo entregar mi carro también; si no, ¿qué será de ellos?
—Vaciad también el carro de mi guardarropa— dijo la condesa. —Duniasha vendrá conmigo en la carroza.
Se vació el carro del guardarropa y se envió en busca de algunos heridos aposentados dos casas más allá. Todos los Rostov y sus criados estaban alegres y animados. Natasha se hallaba en un estado de entusiasmo y felicidad no sentidos hacía tiempo.
—¿Dónde lo atamos?— preguntaron los criados, que colocaban un baúl en la estrecha parte trasera de la carroza. —Deberíamos dejar al menos un carro.
—¿Qué hay dentro?— preguntó Natasha.
—Los libros del conde.
—Déjalos. Vasílich los recogerá. No hacen falta.
La carretela estaba llena y no se sabía dónde iba a sentarse Piotr Ilich.
—Irá en el pescante— gritó Natasha. —Tú irás en el pescante, ¿verdad, Petia?
Tampoco Sonia estaba inactiva. Pero el objeto de su actividad era completamente opuesto al de Natasha. Ordenaba las cosas que se dejaban y las apuntaba, según deseo de la condesa, procurando llevarse lo más posible.