XXVII
La expansión en amplios círculos de las tropas francesas por Moscú no llegó hasta la tarde del 2 de septiembre al barrio que ahora habitaba Pierre.
Los dos últimos días, tan extraordinarios y vividos en el aislamiento, condujeron a Pierre a un estado próximo a la demencia. Un solo e incesante pensamiento se había adueñado de su ser. Ni siquiera sabía cómo ni cuándo, pero ese pensamiento lo obsesionaba de tal manera que no se acordaba en absoluto del pasado, no comprendía nada del presente y todo cuanto veía y oía sucedía ante él como en un sueño.
Pierre había abandonado su casa para escapar a las complicaciones y exigencias de su propia vida, que, en su estado, le era imposible resolver. No se había dirigido a casa de Osip Alexéievich con el pretexto de revisar los libros y documentos del difunto, sino para buscar la calma; el recuerdo del bienhechor se unía en su espíritu a un mundo de ideas eternas, serenas y solemnes, completamente opuestas a la confusión que sentía. Buscaba un asilo tranquilo y lo había encontrado en el gabinete de trabajo de Osip Alexéievich. Cuando en el absoluto silencio de aquel despacho tomó asiento y se acodó en la polvorienta mesa del difunto, los recuerdos de los últimos días, y sobre todo el de la batalla de Borodinó, volvieron con claridad a su mente y con ellos la conciencia de su propia nulidad, de la mentira de su vida, en comparación con la verdad, sencillez y fuerza de aquella clase de hombres a los que llamaba en su corazón con una sola palabra: ellos.
Cuando Guerasim lo distrajo de sus meditaciones, Pierre pensó que debía tomar parte en la proyectada defensa de Moscú por el pueblo y a tal fin pidió a Guerasim que le procurara un caftán y una pistola, y le explicó su intención de quedarse en casa de Osip Alexéievich, ocultando su nombre. Después, tras un día pasado en la soledad y el ocio (Pierre intentó varias veces concentrar su atención en los manuscritos masónicos), en diversas ocasiones recordó vagamente la idea que ya había tenido antes acerca del significado cabalístico de su nombre en relación con el de Bonaparte. La idea de que él, l’Russe Bésuhof estuviera destinado a poner fin al poder de la bestia era recordada como uno de aquellos sueños que, sin motivo alguno y sin dejar huella, atraviesan nuestra imaginación.
Cuando, vestido con el caftán (con el único propósito de tomar parte en la proyectada defensa de Moscú), Pierre se encontró con los Rostov y Natasha le dijo: “¿Se queda? ¡Oh, qué bien!”, pensó que, efectivamente, estaría bien, aunque Moscú cayera, quedarse para cumplir su propio destino.
Al día siguiente, dispuesto a toda clase de sacrificios y a no ser indigno de ellos, se dirigió a la puerta Triojgornaia. Pero cuando volvió a casa, convencido de que Moscú no sería defendido, advirtió de pronto que aquello, que antes no veía sino como una posibilidad, se convertía ahora en algo necesario e inevitable. Debía, ocultando su nombre, quedarse en Moscú, encontrar a Napoleón y matarlo: morir y poner fin a las desdichas de toda Europa, que, según él, provenían únicamente de Napoleón.
Pierre conocía todos los detalles del atentado cometido por un estudiante alemán contra Napoleón en Viena, en 1809, y no ignoraba que el estudiante había sido fusilado. Pero el peligro a que exponía su propia vida llevando a cabo el proyecto lo excitaba aún más.
Dos sentimientos igualmente intensos impulsaban a Pierre a cumplir su propósito: el primero, la necesidad de sacrificarse y de sufrir por la desventura general; era el mismo sentimiento que el día 25 lo había conducido a Mozhaisk, al centro mismo de la batalla, y que ahora le imponía el abandono de su propia casa, dormir vestido sobre un diván y comer lo mismo que Guerasim, renunciando a los lujos y comodidades habituales de su vida. El otro era ese sentimiento vago, exclusivamente ruso, de desprecio por todo lo que es convencional, artificioso y contrario a lo humano, que la mayoría considera el supremo bien del mundo. Pierre había experimentado por primera vez ese sentimiento extraño y agradable en el palacio de Slobodski, cuando comprendió inesperadamente que las riquezas, el poder, la vida y todo lo que los hombres buscan y defienden con tanto afán de valer algo, no valen más que el placer que se experimenta al abandonarlos.
Era el mismo sentimiento que impulsa al recluta voluntario a gastar su último kopek, al borracho a romper espejos y copas sin motivo aparente alguno, aun sabiendo que eso le costará todo el dinero que posee; el sentimiento que lleva al hombre a cometer actos, desde el punto de vista del vulgo, propios de un demente, para poner a prueba su propio poder personal y su propia fuerza afirmando así que hay un juez supremo de la vida al margen de las condiciones humanas.
Desde el mismo día en que Pierre experimentara por primera vez aquel sentimiento en el palacio de Slobodski siempre había permanecido bajo su influencia, pero sólo ahora encontraba el modo de satisfacerlo por completo. Además, en aquel momento lo empujaba a realizar su proyecto y le imposibilitaba renunciar a ello lo que ya llevaba hecho en ese sentido: la huida de su casa, el caftán, la pistola, el haber dicho a los Rostov que se quedaba en Moscú. Todo eso perdería su significado y hasta resultaría despreciable y ridículo (cosa a la que Pierre era muy sensible) si, después de todo ello, se fuera de Moscú como los demás.
Como ocurre siempre, el estado físico de Pierre coincidía con su estado moral. La alimentación grosera, a la que no se hallaba acostumbrado, el vodka bebido aquellos días, la falta de vino y de cigarros, la ropa sucia que no podía cambiar, aquellas dos noches, pasadas casi en vela en un diván demasiado pequeño y sin sábanas, lo mantenían en un estado de excitación próximo a la locura.
Eran casi las dos de la tarde. Los franceses habían entrado en Moscú. Pierre lo sabía y, en vez de hacer algo, se dedicaba a pensar en su plan repasando hasta los menores detalles. No se imaginaba bien la manera como daría el golpe ni la muerte de Bonaparte; en cambio veía, con gran lucidez, y sentía un triste placer pensando en ello, su propio fin y su valor heroico.
“Sí, yo solo he de hacerlo por todos o perecer —pensaba—. Me acercaré… y después, de improviso… ¿Con pistola o puñal? Es lo mismo. No soy yo el que te castiga, diré, sino la mano de la Providencia…” (se imaginó las palabras que pronunciaría en el instante de dar muerte a Napoleón). “Y bien, detenedme, matadme”, se decía después, con expresión triste y firme, bajando la cabeza.
Mientras Pierre, de pie en medio de la estancia, razonaba de esta manera, se abrió la puerta del despacho y en el umbral apareció, completamente distinta, la figura de Makar Alexéievich, hasta entonces tan reservada y tímida. Llevaba la bata suelta; su rostro estaba descompuesto y rojo. Indudablemente, estaba borracho.
Al ver a Pierre se detuvo confuso; pero al observar su turbación avanzó hasta el centro de la estancia con sus piernas vacilantes y delgadas.
—Tienen miedo— dijo con voz ronca y confidencial. —Yo les he dicho que no me rendiré… ¿no es verdad, señor?
Se quedó pensativo; y de pronto, al ver la pistola sobre la mesa, la cogió con rápido movimiento y corrió hacia el pasillo.
Guerasim y el portero, que le seguían los pasos, lo alcanzaron en el zaguán, tratando de arrancarle el arma. Pierre salió al pasillo y se quedó mirando al viejo loco con un gesto de lástima y repulsión.
Makar Alexéievich, contraído el rostro por el esfuerzo, no cedía la pistola y gritaba con voz ronca, imaginándose al parecer algo muy solemne:
—¡A las armas! ¡Al abordaje! ¡No lograréis quitármela!
—¡Basta! ¡Basta, por favor! Vamos… haga el favor… déjela… haga el favor, señor…— decía Guerasim, tratando de volverlo suavemente, sujetándolo por los codos, hacia la puerta.
—¿Quién eres tú? ¿Bonaparte?…— gritó el loco.
—No está bien, señor. Vaya a su habitación, tiene que descansar. Deme la pistola.
—¡Apártate, siervo miserable! ¡No me toques! ¿Ves esto?— siguió vociferando Makar Alexéievich, mientras blandía la pistola. —¡Al abordaje!
—¡Agárralo!— indicó Guerasim al portero.
Sujetaron a Makar Alexéievich por los brazos y lo arrastraron hacia la puerta.
El zaguán se llenó del ruido de la lucha y las voces roncas y sofocadas del borracho.
En esto, un nuevo grito, una estridente voz de mujer, resonó en el portal y la cocinera entró en el zaguán corriendo.
—¡Dios mío! ¡Son ellos! ¡Les digo que son ellos!— gritaba. —¡Vienen cuatro montados a caballo!
Guerasim y el portero soltaron a Makar Alexéievich y, ya en el pasillo, devuelto al silencio, pudo oírse claramente el ruido de unos puños que golpeaban en la puerta de la calle.