XVIII

Esa noche Pierre tardó mucho en dormirse. Paseó de un lado a otro de su habitación, ya sumergido en algún pensamiento difícil, que le hacía fruncir el ceño, ya encogiéndose de hombros y estremeciéndose, ya sonriendo dichoso.

Pensaba en el príncipe Andréi, en Natasha y en su amor; estaba celoso de su pasado; se hacía reproches y se perdonaba. Dieron las seis de la mañana y Pierre seguía andando por la habitación.

“Pero, ¿qué puede hacerse si es imposible vivir sin eso? ¿Qué hacer? Entonces, así debe ser”, pensó. Y desnudándose rápidamente, se echó en la cama, conmovido y feliz, apartadas ya las dudas y vacilaciones.

“Por extraña e imposible que me parezca esta dicha, tengo que hacer todo lo posible para ser su marido y ella mi mujer”, se dijo.

Unos días antes había fijado para el viernes su salida de Moscú. Cuando se despertó, el jueves, Savélich entró en su habitación para recibir sus órdenes respecto al equipaje.

“¿Por qué a San Petersburgo? ¿Qué falta me hace San Petersburgo? ¿Quién está allí? —se preguntó a sí mismo—. Sí, hace tiempo que lo decidí, antes de que eso sucediera pensé en ir —recordó—. ¿Y por qué no? Tal vez vaya… ¡Qué bueno es, qué atento y qué presente lo tiene todo! —pensó mirando el viejo rostro de Savélich—. ¡Y qué sonrisa más agradable la suya!”

—Bien, Savélich, ¿sigues sin desear la libertad?— le preguntó.

—¿Para qué necesito la libertad, Excelencia? Viví muy bien en los tiempos del viejo conde y con usted no tengo motivos de queja.

—Sí, sí, pero ¿y los hijos?

—También ellos vivirán, Excelencia. Con amos así se puede vivir.

—¿Y mis herederos?— preguntó Pierre. —¿Y si, de pronto, vuelvo a casarme…? Podría ocurrir— añadió con involuntaria sonrisa.

—Me atrevo a decirle que haría muy bien, Excelencia.

“Qué sencillo le parece —se dijo Pierre—. No sabe qué terrible y peligroso es. Demasiado pronto o demasiado tarde… ¡da miedo pensar!”

—¿Cuándo desea salir, señor? ¿Mañana?— preguntó Savélich.

—No; retrasaré un poco el viaje. Ya te avisaré. Perdona la molestia.

Y ante la sonrisa de Savélich pensó: “Es muy extraño que no sepa que ya no me interesa para nada San Petersburgo. Lo más importante ahora es que se decida lo otro. Debe saberlo, estará fingiendo. ¿Y si le hablase? Sabría lo que piensa. No, después, en otra ocasión”.

Durante el almuerzo Pierre contó a su prima que la víspera había estado en casa de la princesa María y se había encontrado, imagínese a quién, ¡a Natasha Rostova!

La princesa no demostró mayor asombro que si el encuentro hubiera sido con Anna Semiónovna.

—¿La conoce?— preguntó Pierre.

—He visto a la princesa y he oído que quieren casarla con el joven Rostov. Sería una gran cosa para los Rostov; dicen que están absolutamente arruinados.

—No, no, le pregunto si conoce a Natasha.

—Oí entonces hablar de ella en relación con esa historia. Fue una lástima.

“O no comprende o está fingiendo —pensó Pierre—. Es mejor no decirle nada.”

La princesa había preparado también algunas provisiones para el viaje.

“Qué buenos son todos —pensaba Pierre—, ocupándose ahora de esos asuntos míos que ya no pueden interesarles.”

Aquel mismo día recibió a un jefe de policía que venía a rogarle que enviara a un hombre de confianza para recoger objetos que se iban a distribuir entre los propietarios.

“También éste —pensó Pierre, mirando al policía—. ¡Qué oficial tan simpático y guapo! Ahora se preocupa de estas bagatelas, y decían que no era honrado, que se aprovechaba de su posición. ¡Tonterías! Aunque, ¿por qué no iba a hacerlo? Se ha educado así, y todos hacen lo mismo. ¡Qué simpático parece, qué cara más agradable, me mira y sonríe!”

Pierre fue a comer a casa de la princesa María.

Al cruzar las calles entre los edificios incendiados admiró la belleza de aquellas ruinas. Las chimeneas de las estufas, las paredes derruidas, que le recordaban los pintorescos lugares del Rin o el Coliseo, se sucedían ocultándose unas a otras en los barrios ennegrecidos. Los cocheros y peatones con quienes se encontraba, los carpinteros que aserraban las vigas, los tenderos y vendedores ambulantes, todos miraban con rostros alegres y sonrientes a Pierre y parecían decir: “¡Ahí está! ¡Veremos lo que resulta de todo eso!”.

En el umbral de la casa de la princesa María, Pierre dudó de pronto. ¿Se habría visto aquí con Natasha? ¿Había hablado con ella? “Tal vez lo he soñado —se dijo—, quizá entre y no encuentre a nadie.” Pero apenas hubo entrado en la habitación sintió, con todo su ser, la presencia de Natasha por la inmediata pérdida de su libertad. Natasha vestía el mismo traje negro, de amplios pliegues, y estaba peinada como la víspera, pero no era la misma. Si el día anterior la hubiera visto así, la habría reconocido en seguida.

Ahora estaba como cuando la conoció casi niña y cuando era la prometida del príncipe Andréi. Una luz risueña, interrogante, brillaba en sus ojos y en su rostro había una expresión cariñosa, extraña y juguetona. Pierre comió con ellas y habría permanecido más tiempo, pero la princesa María iba a las vísperas y Pierre las acompañó.

Al día siguiente volvió temprano y estuvo con ellas toda la velada. A pesar de la alegría que sentían las dos al verlo y de que toda la vida de Pierre se concentraba ahora en aquella casa, al anochecer todos los temas habían sido agotados y la conversación comenzó a languidecer; pasaba de un asunto baladí a otro y se interrumpía con frecuencia. Pierre se quedó hasta tan tarde que la princesa y Natasha se miraban, como preguntándose cuándo se iría; Pierre se daba cuenta, pero no podía irse. Le resultaba violento, pero seguía allí porque no podía levantarse y marchar.

La princesa María, que no veía el fin de todo aquello, fue la primera en levantarse y, quejándose de jaqueca, tendió la mano a Pierre.

—Entonces, ¿se va mañana a San Petersburgo?

—No, no me voy— contestó presuroso, sorprendido y como ofendido. —Aunque sí, mañana; pero no me despido de ustedes, pasaré a recoger sus encargos— añadió, quedándose de pie ante la princesa, muy ruborizado y sin decidirse a marchar.

Natasha le tendió la mano y salió. La princesa María, en vez de retirarse, se dejó caer en el sillón y con sus ojos profundos y luminosos miró con atenta seriedad a Pierre. Había desaparecido del todo el anterior cansancio. Suspiró larga y profundamente, como preparándose a una prolongada conversación.

La turbación y el embarazo de Pierre desaparecieron en cuanto se fue Natasha. Inquieto y animado, acercó rápidamente su butaca a la butaca de la princesa.

—Sí, le quería decir— comenzó, contestando a su mirada. —Ayúdeme, princesa. ¿Qué debo hacer? ¿Puedo confiar? Escúcheme, amiga mía. Lo sé todo; sé que no la merezco, que es imposible hablar de eso ahora. Pero deseo ser como un hermano. No, eso no… no lo quiero, no puedo…

Se detuvo un instante y se frotó los ojos y la cara con las manos.

Después, haciendo visibles esfuerzos para hablar de manera coherente, prosiguió:

—No sé desde cuándo la amo; pero la he amado durante toda mi vida, tanto, que no puedo imaginarme la existencia sin ella. No me atrevo a pedir su mano ahora, pero el solo pensamiento de que podría ser mía y de que perdería esa posibilidad… esa posibilidad… es terrible. Dígame, ¿puedo tener esperanza? ¿Qué debo hacer? Querida amiga…— añadió tras un breve silencio, tocándole el brazo porque ella, abstraída en sus pensamientos, no contestaba.

—Pienso en lo que usted me ha dicho— respondió la princesa María. —Tiene usted razón, hablarle ahora de amor…

La princesa María se detuvo. Quería decir: “es imposible ahora”, pero no siguió porque desde hacía tres días observaba, por el cambio operado en Natasha, que el amor de Pierre, lejos de ofenderla, era lo único que deseaba.

—Hablarle ahora… no puede ser— dijo, sin embargo.

—Entonces, ¿qué debo hacer?

—Confíe en mí— respondió la princesa. —Yo sé…

Pierre la miró a los ojos.

—Sí, sí…

—Sé que ella lo ama… que lo amará…— rectificó.

No había terminado de decir esas palabras cuando Pierre se puso en pie de un salto con cara de susto y sujetó la mano de la princesa.

—¿Por qué dice usted eso? ¿Cree que puedo esperar? ¿Lo cree?

—Sí, lo creo— sonrió la princesa María. —Escriba a los padres de Natasha y, por lo que respecta a ella, confíe en mí. Le hablaré en el instante oportuno. Lo deseo y mi corazón presiente que será así.

—¡Oh, no, no es posible! ¡Qué feliz soy! ¡Pero eso no puede ser!… ¡Qué feliz soy!— exclamó Pierre, besando las manos de la princesa.

—Váyase a San Petersburgo. Será mejor. Yo le escribiré.

—¿A San Petersburgo? ¿Marcharme? Sí, está bien, me iré. Pero ¿podré volver mañana a su casa?

Al día siguiente, Pierre acudió a despedirse. Natasha parecía menos animada que en los días anteriores; pero, ahora, al mirarla de vez en cuando a los ojos, Pierre tenía la sensación de que él desaparecía, que no estaban ni él ni ella, sino sólo un sentimiento de felicidad.

“¿Será verdad? No, no es posible”, se decía a cada mirada, a cada palabra, a cada gesto de Natasha, que lo llenaban de alegría.

Al despedirse de ella tomó en las suyas su mano fina y delgada y la retuvo involuntariamente unos segundos.

“¿Será posible que esta mano, ese rostro, esos ojos, todo ese tesoro de gracia femenina vaya a ser eternamente mío, algo tan habitual como lo soy yo para mí mismo?… ¡No, no es posible!…”

—Adiós, conde— dijo ella en voz alta. —Lo esperaré con mucha impaciencia— añadió en un susurro.

Y esas sencillas palabras, la mirada y la expresión de su rostro, fueron durante dos meses para Pierre materia de inagotables recuerdos, interpretaciones y ensueños felices. “Lo esperaré con mucha impaciencia… Sí, sí. ¿Cómo lo dijo? Sí, lo esperaré con mucha impaciencia. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Cómo es posible… qué feliz soy!…”, se decía a sí mismo.

Guerra y paz
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