I
Pierre, sin razón aparente alguna, sintió de pronto la imposibilidad de continuar la vida que llevaba. A pesar de creer firmemente en las verdades reveladas por el bienhechor, a pesar de la alegría experimentada en los primeros tiempos por su trabajo de perfeccionamiento interior, al que se había entregado con tanto entusiasmo desde el noviazgo del príncipe Andréi con Natasha y la muerte de Osip Alexéievich, noticia que recibió casi al mismo tiempo, sintió desaparecer de pronto todo el encanto de aquella vida pasada, de la que únicamente le quedó una sola razón: la propia casa, con su bellísima esposa, que gozaba ahora de los favores de un personaje importantísimo, las relaciones con toda la sociedad de San Petersburgo y el servicio con sus enojosos formalismos. De un golpe se le presentó su vida pasada como algo abominable. Dejó de escribir su diario, evitó la compañía de los hermanos, comenzó de nuevo a frecuentar el Club, a beber en exceso, a reunirse con amigos solteros y a llevar una vida tan desenfrenada que la condesa Elena Vasílievna creyó necesario llamarle seriamente la atención. Pierre comprendió que su mujer tenía razón y, para no comprometerla, partió para Moscú.
En Moscú, apenas hubo entrado en su inmensa mansión con las princesas marchitas y con tendencia a seguir marchitándose y la numerosa servidumbre; apenas vio desde su ventana la capilla de la Santa Virgen de Iverisk con sus innumerables velas ante sus norias de oro, la plaza del Kremlin con la nieve impoluta, los cocheros y las casitas de Sívtsev Vrázhek, los viejos de Moscú que sin deseos ni prisas terminaban allí sus vidas, las viejas damas moscovitas, los bailes y el Club Inglés de Moscú, se sintió en su propia casa, como en un apacible refugio. Todo en Moscú era apacible, habitual y mugriento como un viejo batín.
Toda la sociedad moscovita, desde las más ancianas señoras hasta los niños, acogió a Pierre como a un huésped por mucho tiempo esperado, cuyo puesto estaba siempre disponible y vacante. Para aquella sociedad, Pierre era el ser original más grato, bueno e inteligente, el más alegre y magnánimo, el más distraído y cordial: un señor ruso al viejo estilo. Su bolsa estaba siempre vacía, porque estaba abierta para todos.
Homenajes, malos cuadros y estatuas, sociedades filantrópicas, zíngaros, escuelas, banquetes en honor de cualquiera, orgías, masones, iglesias, libros: nada ni a nadie rechazaba; y de no existir dos amigos suyos, que le debían sumas importantes de dinero, convertidos ahora en sus protectores, habría dado cuanto poseía. No había un banquete o una velada en el Club a la que no asistiese. Y en cuanto se sentaba en su sitio del diván, después de dos botellas de Château-Margaux, todos lo rodeaban y comenzaban las discusiones, los comentarios y las bromas.
Y si la discusión se deslizaba por cauces violentos, Pierre, con su sonrisa bonachona y una cuchufleta oportuna, volvía a poner las cosas en su sitio. Las logias masónicas parecían tristes y aburridas cuando él no estaba.
Cuando después de una cena de solteros, con su sonrisa buena y dulce, cediendo al deseo de los alegres comensales, se levantaba para ir con ellos, entre los jóvenes estallaban alegres exclamaciones. Si en el baile faltaba un caballero, bailaba. Las señoras jóvenes y las casaderas lo querían porque, sin hacer la corte a ninguna, era igualmente amable con todas, sobre todo después de una comida. “Il est charmant, il n'a pas de sexe”[308], decían de él.
Pierre era uno de tantos gentilhombres de cámara retirados de los que a centenares vivían en Moscú para acabar allí tranquilamente sus días.
Qué horror habría experimentado siete años antes, al volver del extranjero, si le hubiesen dicho que no era menester buscar ni inventar nada, que su camino estaba ya trazado desde hacía tiempo, definido para siempre, y que, por mucho que se esforzase, terminaría siendo como lo eran todos. No lo habría creído. ¿No era él, acaso, quien deseaba con toda su alma proclamar la república en Rusia, o ser Napoleón, o un filósofo, o un guerrero y vencer al mismo Bonaparte? ¿No era él quien creía posible y deseaba apasionadamente la regeneración del género humano y quería alcanzar los más altos grados de la perfección? ¿No era él quien había fundado escuelas y hospitales y emancipado a los campesinos?
Y ahora, en vez de todo aquello, era un marido rico, casado con una mujer infiel, un gentilhombre de cámara retirado a quien gustaba comer y beber y, desabrochándose el chaleco, hablar mal del gobierno, uno de tantos socios del Club Inglés, amado por toda la sociedad moscovita. Durante mucho tiempo no pudo admitir la idea de ser un gentilhombre de cámara retirado en Moscú, tipo que tanto despreciaba siete años antes.
A veces se consolaba pensando que eso no pasaba de ser un compás de espera; pero en seguida lo horrorizaba otra idea: ¡cuántas personas habían entrado en esa vida, con la dentadura completa y todo el pelo, y salieron de ella desdentados y calvos!
En los momentos de orgullo, cuando reflexionaba sobre su situación, le parecía ser muy distinto de aquellos gentilhombres de cámara retirados que él despreciaba antes. Ellos eran tipos vulgares e imbéciles, contentos y satisfechos de su situación, “pero yo sigo descontento de todo, y sigo deseando hacer algo por la humanidad”, se decía. “Aunque tal vez —pensaba en los momentos de modestia— todos mis compañeros hayan buscado como yo algo nuevo, un camino propio en la vida, y, lo mismo que yo, por la fuerza del ambiente, de la sociedad o de la naturaleza, por esa fuerza espontánea contra la cual el hombre es impotente, hayan llegado donde también llegué yo.” Y al cabo de cierto tiempo de vivir en Moscú no despreciaba ya a nadie y comenzaba a querer a sus compañeros, a respetarlos, a compadecerlos como se compadecía a sí mismo.
Pierre ya no sufría, como antes, momentos de desesperación, hipocondría o disgusto de la vida; pero la enfermedad que antes se manifestaba con accesos de furor permanecía latente en él y no lo abandonaba un solo instante. “¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué ocurre en el mundo?”, se preguntaba perplejo muchas veces al día, procurando, en contra de su voluntad, penetrar en el sentido de los fenómenos vitales. Pero, conociendo por experiencia que no existían respuestas a esas preguntas, procuraba deshacerse de ellas lo antes posible: cogía un libro o se dirigía, presuroso, al Club o a casa de Apoloni Nikoláievich, para comentar los chismes de la ciudad.
“Elena Vasílievna, que sólo ama su cuerpo —pensaba Pierre—, y que es una de las mujeres más estúpidas del mundo, parece a los hombres el colmo de la espiritualidad y el refinamiento, y no hay nadie que no la admire. Napoleón Bonaparte fue despreciado por todos cuando era grande; y cuando pasó a ser un miserable bufón, el emperador Francisco procura entregarle a su hija como esposa ilegal. Los españoles dan gracias a Dios, por mediación del clero católico, por su victoria del 14 de junio sobre los franceses; y los franceses, por mediación del mismo clero católico, elevan al cielo sus preces por haber vencido el 14 de junio a los españoles. Mis hermanos masones juran por su vida que están dispuestos a sacrificarlo todo en bien del prójimo, pero no pagan las cuotas para los pobres, enfrentan a Astrea contra los buscadores del Maná y tratan de conseguir el verdadero tapiz escocés y un acta que no entiende ni el que la escribió, y que nadie necesita. Todos profesamos la ley cristiana del perdón de las injurias y el amor al prójimo, ley en cuyo nombre hemos levantado en Moscú cuarenta veces cuarenta templos, y ayer han azotado hasta matarlo a un desertor, y un sacerdote servidor de esa ley del amor y del perdón hizo besar la cruz al soldado antes del suplicio.” Así pensaba Pierre, y toda aquella mentira aceptada por todos le parecía siempre algo nuevo, siempre lo asombraba, a pesar de lo habituado que estaba a ella. “Comprendo esa mentira y ese embrollo —pensaba—, pero ¿cómo explicar a todos ellos lo que yo comprendo? He probado, y siempre he visto que en el fondo de su alma comprenden lo mismo que yo, pero se esfuerzan por no verla. Quiere decirse que es necesario. Pero ¿dónde puedo ir yo?” Era víctima de esa desdichada capacidad de muchas personas, tan frecuente en los rusos, de ver y creer en la posibilidad del bien y de la verdad y de ver con demasiada claridad el mal y la mentira de la vida para poder tomarla en serio. A sus ojos, todo campo de acción estaba ya corrupto y pervertido por la mentira y el engaño. Cualquier cosa que intentara hacer, cualquier trabajo que quisiera comenzar, el mal y la falsía impedían esa actividad, cerrándole el camino. Y, sin embargo, había que vivir y estar ocupado. Era demasiado tremendo estar bajo el yugo de aquellos problemas insolubles de la vida y, para olvidarlos, se entregaba a toda clase de distracciones. Frecuentaba lo más posible las diversas sociedades, bebía mucho, adquiría cuadros, emprendía obras y, sobre todo, leía.
Leía todo cuanto caía en sus manos; y leía tanto que en cuanto entraba en su casa, mientras los lacayos lo desvestían, ya tenía un libro en la mano. De la lectura pasaba al sueño y del sueño a la charla en los salones y en el Club, de la charla a la disipación y a las mujeres, y de la disipación de nuevo a las charlas, a la lectura y al vino. La bebida se convertía para él en una necesidad física y moral. Aunque los médicos le decían que, por su corpulencia, el alcohol era peligroso para su salud, no dejaba de beber en exceso. Solamente cuando, sin darse cuenta, vaciaba varios vasos de vino en su amplia boca, conseguía encontrarse bien del todo; sentía, entonces, un grato calor en el cuerpo, ternura hacia todos sus prójimos y la disposición mental de reaccionar superficialmente ante cada idea sin profundizar en ella. Sólo después de haber bebido un par de botellas percibía vagamente que aquel nudo de la vida, tan terrible y complicado, que tanto lo asustara antes, no era en realidad tan temible. Con la cabeza llena de zumbidos, charlando, oyendo las conversaciones de los demás o leyendo después de comer y cenar, no cesaba de ver uno u otro aspecto de ese nudo de la vida. Pero bajo la influencia del vino se decía: “No importa. Lo desataré. La explicación está en mis manos, si bien ahora no tengo tiempo: después pensaré en todo esto”. Y ese después no llegaba nunca.
A la mañana siguiente, con el estómago vacío, los mismos problemas volvían insolubles y terribles, y Pierre se daba prisa por coger un libro y se alegraba cuando alguien venía a visitarlo.
A veces recordaba haber oído contar que en la guerra los soldados metidos en una trinchera batida por el enemigo y, por tanto, inactivos, se afanaban por hallar alguna ocupación para soportar mejor el peligro. Ahora, todos los hombres le producían la impresión de ser esos soldados que procuran escaparse de la vida: bien por la ambición, bien por el juego; bien escribiendo leyes; bien con mujeres; bien con juguetes; bien con los caballos, la política, la caza, el vino y los asuntos de Estado. “Nada hay que sea insignificante o importante, todo es igual; lo que importa es escaparse de ella, con tal de no ver esa vida terrible.”