Un apólogo
Por qué este libro
No temas, lector, si en la prensa no encuentras rastros de las sensacionales cartas de Salaì, si el profesor Mario Rossi (nombre que en Italia equivale a John Smith en Estados Unidos) y el historiador estadounidense Vincent S. Leonard son fantasmas, o si ni tras una búsqueda muy paciente has podido localizar la pequeña ciudad de Grugliate y el Hogar del Jubilado «Sant’Anna Addolorata», de donde procede el manuscrito. Porque lo cierto es que las cartas de Salaì no han existido jamás. Ahora bien, si crees que todo lo que contienen es falso, ve a una biblioteca y coteja los textos que dentro de poco vamos a citar: comprobarás entonces que cuanto has leído en este libro sobre Leonardo da Vinci y el apuesto Salaì es verídico, incluido lo que cuenta en las notas a pie de página.
En cambio, desconfía de los otros libros sobre Leonardo. En los años ochenta del pasado siglo un conocido cómico inglés y su mujer publicaron un supuesto inédito de Leonardo da Vinci, el códice Romanoff, repleto de inventos surrealistas atribuidos a Leonardo y todos ellos para uso culinario: rebanadores de huevos accionados por aire, cortadores de lechuga tirados por caballos, picadoras gigantescas que trituran vacas vivas. Entre las recetas: testículos de oveja con miel y nata, crestas de gallo en corteza de miga u hombros de serpiente (sic) asados. Se trataba de una broma de goliardos y, sin embargo, todos le dieron crédito: en medio mundo aparecieron reseñas serias (también en Italia, la patria de Leonardo) que anunciaban tan excepcional descubrimiento.
Casi nadie se tomó la molestia de efectuar las necesarias verificaciones y de descubrir la burla. Asimismo, leyendas difundidas en todo el mundo, según las cuales Leonardo había regentado de joven en Florencia una posada con Botticelli, o inventado un aplasta-ajos que luego fue bautizado con su nombre, provienen de la burla del cómico inglés.
Hace pocos años un escritor estadounidense, desconocido hasta entonces, usó la figura de Leonardo para una novela-trash repleta de absurdidades y falsedades, en la que además lo vinculó a oscuras tramas esotéricas. El efecto cómico, en este caso involuntario, era fruto de la ignorancia del autor y de sus graciosas gaffes en todos los terrenos del saber humano. Sin embargo, una vez más todo el mundo le dio crédito: en lugar de tratar la novela-trash como se ha hecho siempre con este género literario, a saber, sin prestarle atención, los críticos y los periódicos analizaron su contenido como si fuera un libro serio, con lo que terminaron proporcionándole el éxito y, sobre todo, la credibilidad.
Los lectores, a los que se les dio a traición (y a un precio) dicha novela-trash, miran desde entonces con justa desconfianza toda novela que dice basarse en hechos históricos. Por su parte, los autores deben elegir ahora entre apuntarse al trash o tirar la toalla.
Cuando el feudatario manda hablar en la plaza pública a su bufón de corte y lo aclama como a un orador, todos los genuinos oradores se ven forzados a cambiar de oficio.
Así pues, la única manera de enfrentarse al trash dominante pasaba por emplear sus propias armas, pero en sentido inverso: hablar como un bufón, pero con los argumentos de un orador. Si cualquier ignorante es aclamado en cuanto abre la boca, también el humilde Salaì tiene derecho a narrar, entre travesuras, gazapos e improbables vulgaridades, algo serio. Por otra parte, la inversión de papeles es típica de nuestra época: ¿acaso la serie de novelas de mayor éxito mundial de los últimos años, escrita para mentes adolescentes por una conocida autora inglesa, no ha conquistado también a millones de lectores adultos?
Más valía, por consiguiente, dar campo libre al impertinente Salaì. Sólo de ese modo podía liberarse a Leonardo de sus viejas cadenas: por un lado, la glorificación simple e insoportable de la historiografía oficial; por otro, el pantano de la desinformación kitsh. El ingenio leonardesco, con todos sus límites, había que resituarlo con fundamento en su tiempo, ese singular momento histórico entre el Humanismo y el Renacimiento en el cual, desde las raíces de un pasado que nunca se ha clarificado bien, la Edad Media, brotaron misteriosamente los poco gloriosos capullos de la modernidad.
Para poner de relieve toda la absurdidad de las falsificaciones ilustres a las que se atribuye credibilidad (o se venden con ese marchamo) aún hoy, era necesario escribir otra falsificación, las dudas de Salaì: un fraude tan descarado y ridículo como el diario de Burcardo en el que todavía en nuestros días, por increíble que parezca, fingen creer los estudiosos.
Es intrascendente que las cartas del ahijado de Leonardo no hayan sido descubiertas nunca; lo importante es recrear el escenario y el espíritu que flotaba en él. No es casual que la única cita seria que figura en nuestra extravagante presentación sean precisamente las parentelas literarias de las cartas de Salaì: Boccaccio, Pulci, Folengo, Berni y así sucesivamente. Y el profesor Nino Borsellino, nuestro antiguo docente, ha de perdonarnos por haberlo colocado junto a colegas imaginarios y por haberle robado, en provecho de Salaì, un pasaje de su juicio sobre Pietro Aretino (Gli anticlassicisti del Cinquecento, Roma-Bari, 1973, p. 31) y su definición de Leonardo como «irregular» (Ibidem, p. 10). Por otra parte, su dictamen según el cual en los anticlasicistas «el mundo es observado desde abajo más que desde arriba, es descrito desde el fondo de la vida fisiológica e instintiva y no desde la superficie de las bellezas aparentes» (Ibidem[13],), referido en realidad a Folengo, Ruzante y Cellini, ¿acaso no parece formulado a la medida para Salaì?
Y si en las cartas del ahijado de Leonardo hubiese aparecido Maquiavelo (que conocía muy bien a Leonardo, pero que con casi plena certeza nunca mantuvo correspondencia con Salaì), el libro habría sumado sólo un divertissement más para devolver un golpe bajo a los profesionales del trash.
Al margen de la desmedida ficción literaria y sus pretensiones provocadoras, todo lo demás se ha elaborado mediante una paciente labor de investigación sobre hechos y testimonios auténticos, para restituir al lector la precisión histórica a la que tiene derecho, como bien sabe todo aquel que conoce nuestras obras anteriores. En efecto, para redactar con argumentos fundados una novela histórica no es raro hacer 400 o 500 consultas bibliográficas, entre libros y artículos, de los cuales, sin embargo, sólo la mitad aporta materia narrativa. Todo lo demás sirve solamente para las oportunas verificaciones: calcular lo que se tarda en ir a pie de una ciudad a otra; comprobar una homonimia; constatar el día y la hora exactos de un hecho, la fecha de nacimiento de un personaje, la ubicación de un edificio: todo ello es necesario para que el pobre comprador no reciba un compuesto de embustes o torpes invenciones, porque aquél puede reclamarle al tendero que le reembolse el importe de un queso caducado, pero no el de un libro malo.
Salaì y Leonardo
La relación entre Salaì y su padrino, así como el carácter despreocupado y caprichoso del joven, son tan bien conocidos por los historiadores que no es preciso ofrecer las pruebas (de todos modos, cfr. C. Vecce, Leonardo, Roma, 1998, pp. 129-130, 133-134 y passim [Leonardo, tr. esp. de P. Jimeno, M. Corral y P. Linares, Madrid, 2003, pp. 144-145, 148]).
Para salvarlo de la pobreza, el padre del niño de cabello rizado, cuyo verdadero nombre era Giangiacomo Caprotti, se lo confió a Leonardo cuando contaba diez años para que éste fuera tanto su padrino como su maestro en las artes. Giangiacomo se ganó enseguida su infernal apodo, Salaì, es decir, Saladino, como el feroz sarraceno: el primer día tras la adopción robó dinero de la bolsa de Leonardo, que anota lo ocurrido en sus apuntes. El segundo día, el artista mandó hacer para Salaì dos camisas, un par de medias y un jubón. Como muestra de agradecimiento, el muchacho volvió a sustraerle dinero de la bolsa y, aunque es cogido in fraganti, se negó a confesar. Al margen de la página Leonardo anota «ladrón, mentiroso, tenaz, glotón». El tercer día, en la casa de un arquitecto amigo de Leonardo, Salaì rompió tres copas y derramó el vino en la mesa (Leonardo anota «cenó por dos e hizo destrozos por cuatro»). En los días siguientes el diablillo robó un instrumento de plata a otro discípulo de Leonardo, que lo encontró en el cajón de Salaì. Pasado un mes, a su tutor le sustrajo una piel turca para hacer botas que luego vendió a un zapatero; con el dinero obtenido compró anises y peladillas. Luego volvió a robar un instrumento de plata a otro discípulo de Leonardo. Los robos con destreza son una constante: en una fiesta que organizó su padrino en Milán para la corte de los Sforza, al tiempo que uno de los lacayos se desnudaba para ponerse la ropa con la que iba a actuar (las máscaras de los «homes selváticos» que menciona Salaì en el episodio de la cueva con Paride Grassi) el infernal chico le birló al lacayo la bolsa del dinero que estaba apoyada en el borde de la cama (este episodio consta también en un apunte de Leonardo).
Quien no crea que Salaì manchaba de tinta sus cartas puede ver (cfr. E. Möller, «Salaì und Leonardo da Vinci», en Jahrbuch der Kunsthistorischen Sammlungen des allerhöchsten Kaiserhauses, XVI [1928], pp. 139-161) numerosas representaciones de su hermoso rostro en las obras de Leonardo, de los autores contemporáneos y también un autorretrato torpe y sorprendente de Salaì, lleno de manchas de tinta.
Tampoco la actividad de espionaje de Salaì es fruto de la fantasía. Según los especialistas (Carlo Vecce, op. cit., p. 343 [pp. 354-355 de la versión esp.]), el joven fue, en efecto, un informador a sueldo de importantes amos: por ejemplo, el ex duque de Milán, Maximiliano, Sforza, que recompensaba generosamente a Salaì (125 escudos al año) por que recabase información reservada en la corte milanesa, que luego debía comunicar a su secretario.
Leonardo, Maquiavelo y los demás
Salaì no cuenta falsedades: el propio Vecce, el biógrafo más reciente de Leonardo, explica con ecuanimidad en su libro antes citado que el artista toscano siempre sufrió apuros económicos y fue inconstante, lento, de poca cultura y que, sobre todo, frente a sus contemporáneos y rivales, se vio inmensamente desfavorecido en términos de encargos y pedidos. Parece indudable, asimismo, que pasó informaciones militares sobre Florencia a Valentino. Por ejemplo, le proporcionó un mapa de la vecina ciudad de Arezzo y de Valdichian, con la distancia entre los centros habitados y las ciudadelas, indicaciones muy valiosas para el tipo de Blitz-krieg preferido por Valentino (Carlo Vecce, op. cit., p. 208 [p. 221 de la versión esp.]); así pues, Maquiavelo habría acertado pidiendo a Salaì que lo vigilara.
También el aspecto físico y el peinado descritos por Salaì, incluidos las gafas de lentes azules y el pelo teñido de rubio, están confirmados por las fuentes y los apuntes que el maestro ha dejado en sus códices, sin omitir el viejísimo sustentáculo de las gafas (Códice Atlántico, f. 225r y Códice Arundel, f. 170r y f. 190 ra, respectivamente). Hoy una parte de la crítica es proclive a creer que Leonardo sólo llevó barba larga en su madurez. Sin embargo, dado que hay dudas sobre el momento en que comenzó dicho periodo (Leonardo murió en 1519), es legítimo suponer que el maestro pudo lucir ya en Roma, cuando contaba cincuenta años, la cabellera y la larga barba con las que ha sido representado en muchos retratos.
Como es sabido, Leonardo conoció personalmente a Maquiavelo, el cual, con toda probabilidad, tuvo que defender al gran genio de las sospechas que albergaba Florencia de su poca lealtad (Carlo Vecce, op. cit., p. 214 [p. 228 de la versión esp.]). Aunque precisamente por ello no hay que descartar que Leonardo fue vigilado y espiado. Si hubiese recibido las cartas de Salaì, probablemente el autor de El príncipe no las habría tenido en cuenta: aunque en sus obras modela la figura ideal del hombre político tomando como ejemplo a César Borgia, después Maquiavelo prefirió alinearse con los intereses de la ciudad de Florencia y atacó a Alejandro VI, enemigo de los florentinos.
Leonardo estuvo realmente al servicio de César Borgia, quien lo nombró, al año siguiente de los hechos narrados por Salaì, su ingeniero militar. El artista se encontraba efectivamente en Roma en la primavera de 1501, donde pensaba pasar una temporada estudiando las antigüedades. Así, por una anotación de aquella época en el Códice Atlántico (f. 618 v. [227 v-a], sabemos que visitó la villa de Adriano en Tívoli. Es cierto que el célebre pintor, que tanto confiaba en las virtudes de la razón, acudía a las gitanas para que le dijeran la buena ventura: nos lo demuestra una de sus notas privadas (Códice Atlántico, f. 877v).
El lector sagaz habrá comprendido que los Antigüistas de los que habla Salaì no son sino los humanistas, tan glorificados por la cultura europea. Si bien en el siglo XV se conocía la expresión humanae litterae, el término «humanismo» no se acuñó hasta el siglo XIX, así que en la época de Leonardo no podía emplearse para designar a Poggio Bracciolini y los otros gloriosos precursores que redescubrieron (o inventaron, según los casos y las opiniones) la antigüedad grecorromana.
Es notorio que en 1501, el gran Nicolás Copérnico, aunque la historia no nos ha transmitido los detalles de su estancia en Roma, se encontraba en la ciudad papal para enseñar en la Universidad della Sapienza. A su vez Erasmo Ciolek se hallaba con seguridad en Roma en esos mismos meses, pues llegó de Cracovia el 11 de marzo (cfr. Bronislaw Bilinski, «Un humanista diplomatico polacco. Erasmo Ciolek-Vitellius al Natale di Roma del 1501, en Strenna dei Romanisti», XIX [1979], p. 73).
El atroz y enigmático asesinato de Juan María Despuig (italianizado en De Podio conforme a la costumbre de la época) se despachó realmente en dos palabras en el diario de Burcardo (Johannis Burckardi liber notarum ad armo MCCCCLXXXIII usque ad Nahum MDVI, al cuidado de E. Celan, Città di Castello, 1906, tomo I, p. 544).
También es verídica la presencia en el diario de los otros episodios que lee Salaì, sobre todo del cuento del Decamerón (el número ocho de la octava jornada) que Burcardo copió con descaro de Boccaccio. Por increíble que parezca, hasta ahora ningún historiador ha querido aceptar un plagio tan chabacano, que arroja una sombra de lamentable falsedad sobre todo el informe burcardiano (véase más adelante el capítulo dedicado al diario de Burcardo, así como el apéndice final para comparar el cuento de Boccaccio con el texto del maestro de ceremonias papal).
También son verídicos todos los detalles sobre Burcardo y su palacio, como también sobre la cofradía y la iglesia de Santa María de las Almas (cfr., por ejemplo, I. Schmidlin, Geschichte der deutschen Nationalkirche in Rom, Friburgo de Brisgovia - Viena, 1906, y Sampieri, «La fabbrica di S. María dell’Anima e la sua facciata», en Annali di architettura, 14 [2002]).
Los detalles sobre la fonda de la Fontana, así como sobre las personas y los talleres de las inmediaciones, proceden de Mercati, botteghe e spazi di commercio a Roma tra Medioevo ed età moderna, Roma, 1998.
La fonda de la Fontana y la taberna de la Vaca eran realmente propiedad de una tal Vannozza Cattanei (I. Ait, Taverne e locande: investimenti e gestioni a Roma nel XV secolo, en VV. AA., Taverne locande e stufe a Roma nel Rinascimento, Roma, 1999, p. 69-70), pero, como descubre Salaì, sólo era una homónima de la madre del duque Valentino y de Lucrecia Borgia (cfr. P. De Roco, Material for a history of Pope Alexander VI, his relatives and his time, Brujas, 1924, tomo I, p. 146 y ss.).
Detalles sobre población, nombres de personas, prácticas comerciales, direcciones, etcétera, pueden verse en E. Lee (al cuidado de), Habitatores in Urbe. La popolazione di Roma nel Rinascimento, Roma, 2006, y en I. Heers, La vita quotidiana nella Roma pontificia ai tempi dei Borgia e dei Medici, Milán, 1986.
La leyenda acerca del lago subterráneo, que bullía de presencias inquietantes, encima del cual habría estado la catedral de Estrasburgo, está difundida en varias leyendas; sobre ellas véase, por ejemplo, A. Stöber, Die Sagen des Elsasses, St. Gallen, 1852, p. 456. Sobre los estrasburgueses en Roma aporta abundante información F. Noack, Das Deutschtum in Rom, Stuttgart, 1927, que explica (pp. 25-26) cómo a finales del siglo XV nació y creció entre los alemanes de Roma la semilla de la revuelta antipapal, cuyo tenebroso principio es descubierto por Salaì. En la página 16 el lector encontrará también noticias de Johannes Teufel (o Teuffel o Toefl), llamado Angelo por los romanos, y de su posada de la Campana. En cambio, Dorothea y su padre figuran entre los miembros de la Cofradía del Santo Espíritu (cfr. K. H. Schäfer, «Die deutschen Mitglieder der Heiliggeist-Bruderschaft zu Rom», en Quellen und Forschungen aus dem Gebiete der Geschichte, XVI [1913], p. 42). La joven que tanto gustaba a Salaì fue inscrita en el registro de los miembros de la cofradía el 9 de febrero de 1494.
Pues bien, sí, el glorioso Miguel Ángel también fue un falsario. Además del conocido engaño del cupido durmiente que el escultor, como cuenta Salaì, le encajó al cardenal Diario, obteniendo de ello un pingüe beneficio, desde hace un tiempo los historiadores le atribuyen al gran rival de Leonardo también la asombrosa falsificación del Laocoonte, quizá el más célebre e importante grupo marmóreo de la Antigüedad, hallado en Roma en 1506 (cfr. L. Catterson, «Michelangelo’s Laocoon?», en Artibus et Historiae, 52 [2005]).
Como se desprende de sus apuntes, Leonardo conocía a la familia Grimani desde los días en que permaneció una temporada en Venecia y estuvo efectivamente en su palacio para ver las colecciones de antigüedades: en dicha ocasión, como cuenta Salaì, vio al secretario Stefano Iligi (cfr. Códice Arundel, f. 274r).
El espejo de agua con la isla flotante que describe Salaì podría corresponder al lago de Posta Fibreno (no lejos de Roma, en la provincia de Frosione), pero también al antiguo lago de Cotilia (hoy llamado lago de Paterno, en Città Ducale) o al lago de Valdimone, en la zona de Basano en Teverina (cfr. D. Cortiglia y L. Bellincioni, Lazio. I luoghi del mistero e dell’insolito, Aprilia, 2006). Sobre la fascinante «ciudad muerta» de Ninfa y los maravillosos jardines que hoy alberga, ofrece datos pormenorizados E. Zampetti, Le città perdute del Lazio e i loro segreti, Aprilia, 2005.
Los puentes de Leonardo
También es auténtico todo lo que el lector del presente libro ha encontrado acerca del dibujo de Leonardo para un puente sobre el Bósforo. Lo cierto es que Leonardo le propuso al sultán turco Bayazet más de un proyecto, como en su día descubrió el célebre islamista F. Babinger («Vier Bauvorschläge Leonardo Da Vinci’s an Sultan Bajezid II», [1502/3], en, Nachrichten der Akademie der Wissenschaften in Göttingen, vol. I [1952], pp. 1-20). En efecto, Leonardo ofreció oficialmente sus servicios a los otomanos en una carta que Babinger encontró en 1951 (traducida al turco) en Estambul en el archivo del Topkapi. Un esbozo del proyecto leonardesco más importante, el puente sobre el Bósforo que Salaì descubre entre los papeles de su padrino, figura en el llamado cuaderno L de Leonardo (París, Institut de France, códice 2182, f. 66r).
Al parecer, Bayazet nunca se tomó en serio la propuesta del arquitecto toscano, porque la juzgaba irrealizable. Lo opinión de los turcos de hoy es otra: en mayo de 2006, el Gobierno de Estambul anunció que había confiado a un conocido arquitecto turco la realización del proyecto, según las dimensiones y en el lugar previstos por Leonardo. El puente, de una sola arcada, tendrá 340 metros de largo, 24 de ancho y, en su punto más alto, más de 40 metros sobre el nivel del mar. Los medios modernos (hormigón en lugar de piedra, complejos cálculos de ingeniería en vez de los simples esbozos de Leonardo), permitirán lograr lo que no se podía en el Renacimiento. El arquitecto Vebjörn Sand hizo en 2002 una maqueta del puente, pero a escala reducida y en tierra firme.
El otro puente, el transportable que Salaì descubre en la caja forrada de terciopelo rojo, lo dibujó Leonardo en el Códice Atlántico (f. 71 v.). A. Bernardini, M. Taddei y E. Zanon (I ponti di Leonardo, Milán, 2005), han hecho una cuidadosa reconstrucción de dicho puente, ofrecen un kit de montaje y además explican por qué la idea leonardesca, aunque muy original, es técnicamente irrealizable.
Leonardo y los griegos
Tampoco es fruto de la fantasía la deuda de Leonardo con la ciencia de la época helenística. Hoy en día ya está afianzada la tesis de que el ingenioso toscano copiaba sus «invenciones» de antiguos códices griegos, como le cuenta Salaì a Maquiavelo. Las más modernas líneas de la investigación científica han desechado la figura del estudioso «visionario», que vierte en sus propios proyectos vagas intuiciones de máquinas futuribles. El genio de Vinci solía buscar manuscritos griegos, cuyo valor apreciaba enormemente. Conocía directamente a Arquímedes (Siglo VI a. C.), uno de cuyos códices se lo regaló precisamente Valentino y, quizá por vía indirecta, se hizo con un buen bagaje del patrimonio helenístico (siglo III d. C.). Entre los estudiosos se impone cada vez más la idea de que Leonardo no predecía el futuro, lo que muchas veces se le ha atribuido, sino que revisaba el pasado y trataba de hacerlo revivir: como ha demostrado el matemático Lucio Russo (La rivoluzione dimenticata. Il pensiero scientifico greco e la scienza moderna, Milán, 1996), al igual que los otros científicos e ingenieros renacentistas, Leonardo se servía profusamente del riquísimo patrimonio tecnológico de la antigua Grecia, un patrimonio que, olvidado o eclipsado durantes las épocas romana y medieval, procede de tiempos muy remotos. El conocido físico Marcello Cini explica en la introducción del libro de Russo que puede afirmarse que la tecnología descrita por Herón de Alejandría (que vivió en el siglo I d. C), la cual abarca una larga serie de mecanismos como tornillos, cremalleras, engranajes multiplicadores, cadenas de transmisión, hélices, émbolos y varios tipos de válvulas, y utiliza fuentes de energía como la hidráulica, la eólica y el vapor, constituye muy probablemente una compilación sacada de obras helenísticas que datan de al menos dos o tres siglos antes.
Así, llegaron también al Renacimiento (pero muchas veces tergiversadas, según Cini y Russo), «las obras de Erofilo, fundador de la medicina científica; de Eratóstenes, el primer matemático que pudo dar una medida extraordinariamente exacta de la longitud del meridiano terrestre; de Aristarco de Samos, creador de la astronomía heliocéntrica; de Hiparco, que se anticipó a la dinámica moderna y a la teoría de la gravitación; de Ctesibio, diestro constructor de instrumentos mecánicos e hidráulicos —de los cuales, fuera del nombre, casi todo el rastro se ha perdido—, protagonistas todos ellos de una revolución científica que alcanzó un grado de elaboración teórica y de práctica experimental tan elevado que a su lado Galileo y Newton pueden parecer aprendices un poco ofuscados, aunque geniales, haciendo sus pinitos».
Así pues, el nacimiento de la ciencia moderna «no fue independiente ni casual. Más aún, en un primer momento los llamados modernos no hicieron sino apropiarse, de forma gradual, de conocimientos que iban saliendo a la luz tras el hallazgo de manuscritos griegos, árabes y bizantinos que se importaban a Italia por el creciente flujo de los tráficos comerciales y culturales» (Lucio Russo, op. cit., pp. 13-14).
«Leonardo tiene una gran deuda con Pilón de Bizancio, en aquel entonces apenas traducido a una lengua moderna», confirma el geólogo Mario Tozzi (Leonardo, l’acqua e il Rinascimento, Milán, 2004, p. 17), «en lo que atañe a la tecnología, y tiene una gran deuda con la época helenística en lo que atañe a las bombas aspirantes e impelentes, tornillos sin fin, cremalleras y conductos hidráulicos. Y habría quizá que reconsiderar la figura de Herón de Alejandría, cuyas máquinas fueron una enorme fuente de inspiración (y tal vez de algo más): en efecto, los niveles de agua, las máquinas a vapor ante litteram, las prensas, los desmultiplicadores fueron concebidos muchos siglos antes».
En una palabra, Leonardo, partiendo del patrimonio griego y helenístico, proyectaba máquinas cuya finalidad no comprendía siempre, motivo por el cual no podían funcionar, y no porque estuvieran adelantadas a su tiempo. Para construirlas habría hecho falta un conocimiento tecnológico que entonces ya se había perdido.
«Los intelectuales renacentistas», escribe Lucio Russo, «no eran capaces de entender las teorías científicas helenísticas, pero como niños inteligentes y curiosos que entran por primera vez en una biblioteca, se sentían atraídos por cada resultado y en especial por los que estaban ilustrados en los manuscritos con dibujos; por ejemplo, en orden casual: las disecciones anatómicas, las perspectivas, los engranajes, las máquinas neumáticas, la fundición de grandes obras de bronce, las máquinas bélicas, la hidráulica, los autómatas, los retratos "psicológicos", la construcción de instrumentos musicales» (Lucio Russo, op. cit., p. 112).
Poggio Bracciolini
Para confirmar que los datos sobre Poggio Bracciolini no son fruto de la fantasía, puede consultarse E. Walter, Poggius florentinus. Leben und Werke, Hildesheim-Nueva York, 1974. Acerca de los (supuestos) descubrimientos de manuscritos que hicieron Poggio y los otros humanistas, puede compararse lo que refiere Salaì con lo que se lee en R. Sabbadini, Le scoperte dei codici latini e greci nel secolo XIV e XV, Florencia, 1967.
El truco que utilizaba Poggio Bracciolini para explicar su milagrosa actividad de cazador de manuscritos era francamente astuto: presentaba al mundo la copia de un manuscrito, descubierto por él como afirmaba, pero que luego desaparecía como por arte de birlibirloque. Eso hizo Poggio, por ejemplo, con la Institutio oratoria de Quintiliano, que según él había copiado de dos códices antiguos que después desaparecieron misteriosamente.
Ese modo de proceder (anunciar primero un hallazgo espectacular, y luego su desafortunada pérdida), no es sólo el artificio novelesco más conocido desde Dumas en adelante: se trata también de un recurso clásico de los falsificadores de todos los tiempos. En 1958, Morton Smith, célebre historiador y profesor emérito de la Universidad de Columbia, anunció que había encontrado en un convento griego ortodoxo de Jerusalén un misterioso manuscrito de tres paginitas que demostraría la existencia de «otro» Evangelio de San Marcos, en el cual Jesús se revelaba como un gay impenitente y cabecilla de una extraña secta esotérica cuyos discípulos (Lázaro, por ejemplo) se iniciaban con prácticas eróticas. Incapaces de captar el lado cómico del supuesto descubrimiento, los expertos en estudios bíblicos de todo el mundo (salvo contados valientes que denunciaron en vano el disparate) dieron crédito a Morton Smith, pese a que para entonces el misterioso manuscrito (fotos del cual Smith había presentado al mundo entero) ya había desaparecido en raras circunstancias. Ha habido que esperar hasta 2005 para que un célebre experto en falsificaciones documentales, Stephen C. Carlson, merced a métodos de investigación forense, descubriese definitivamente el engaño, demostrando no sólo que el manuscrito fotografiado por Morton Smith era una falsificación, sino también, con toda probabilidad, que el propio Smith se había encargado de hacerlo.
El gran infundio contra el Papa Borgia
Seguro que a muchos lectores les habrá sorprendido ver desmontada la llamada verdad histórica sobre la familia Borgia. Y se preguntaran: ¿Si es cierto que César no era hijo de Alejandro VI, ni tampoco lo era Lucrecia, y si el Papa no era el monstruo que se suponía, cómo se explica que los historiadores no hayan reparado en todo ello?
Algunos ejemplos. Una de las fuentes que más citan los historiadores en relación con el pontificado de Alejandro VI es el epistolario de Pietro Martire d’Anghiera (1457-1526), hombre de letras milanés que vivió en Roma y en España durante el Pontificado del Papa Borgia. Las cartas de Pietro Martire (cfr. Ministerio de Cultura y Medio Ambiente italiano - Comité nacional para la celebración del V centenario del descubrimiento de América, Roma, 1988, tomo VI, «La scoperta del nuovo mondo negli scritti di Pietro Martire d’Anghiera», p. 405 y ss.), que contienen algunos de los ataques más célebres y duros contra el Papa Borgia, fueron publicadas en Ámsterdam a los cuatro años de la muerte de su presunto autor. Ahora bien, dicha correspondencia está tan plagada de errores históricos garrafales, de falsedades, de anacronismos, de contradicciones, de descripciones de hechos nunca ocurridos, que parece imposible que pueda haber sido escrita por un culto humanista como Pietro Martire. Más aún: por increíble que parezca, no se ha hallado nunca, en ninguna de las cartas publicadas en Ámsterdam, un original escrito de puño y letra del autor. No sólo no hay el menor rastro de los borradores que tendría que haber redactado y guardado el propio Pietro Martire; tampoco se ha encontrado ninguna de las misivas enviadas a sus destinatarios, que fueron decenas de personajes en toda Europa: en sus archivos no hay el menor indicio, sorprendentemente, de la correspondencia que mantuvieron con Pietro Martire. Los historiadores han encontrado una sola carta manuscrita, seguramente auténtica, firmada por él, que casualmente no está incluida en el epistolario impreso en Ámsterdam, en el cual además no se menciona ninguna carta enviada a ese destinatario.
Hasta un niño se daría cuenta de que el epistolario de Pietro Martire d’Anghiera no es sino una vulgar falsificación, que como tal tendría que haber sido denunciada hace tiempo por los historiadores. Pero no ha sido así: todavía hoy en día se citan las cartas de Pietro Martire d’Anghiera como una fuente digna del mayor crédito, y los estudiosos no dejan de concederle una indulgencia singular e inexplicable. Da escalofríos pensar que Pietro Martire d’Anghiera es una de las fuentes más importantes para la historia del descubrimiento de América.
Los durísimos ataques de Pietro Martire a la reputación de Alejandro VI son una constante en los estudios sobre los Borgia. Con todo, en una carta de Pietro Martire (a los marqueses Pedro Fajardo y Luis Hurtado, en los códices 773C = 770A y en un apógrafo tardío = 741 ms…, cfr. Comité nacional… op. cit., p. 23), se lee una circunstancia favorable al Papa, recogida también por otras fuentes: cuando en 1494 se declaró la peste en Roma y todos los cardenales huyeron al campo, Rodrigo Borgia se negó a abandonar la ciudad, diciendo que como vicario de Cristo era su deber mantenerse en su puesto de sucesor de Pedro: «… Roma sufre una grave pestilencia, por ello el Pontífice está encerrado en los palacios Vaticanos. El Papa no cede a la insistencia de los cardenales sobre la necesidad de ir a otro sitio, donde no hay peligro de contagio. Recibe pocas visitas».
Todo el tiempo que duró la peste, el Papa Borgia permaneció prácticamente solo en el Vaticano, atendido por los contados miembros de su servicio que supieron imitar su ejemplo. Resulta raro que precisamente este episodio, que honra a Alejandro VI, no sea nunca mencionado por los historiadores.
Esto no es más que un ejemplo de la manera en que la historiografía oficial ha tratado a los Borgia y a las fuentes históricas relacionadas con ellos: con superficialidad, ceguera y, sobre todo, con una parcialidad desmedida. Así, el mito negativo de la familia de Alejandro VI sobrevive intacto hasta hoy. La repercusión en el imaginario colectivo es mucho más amplia de lo que se cree. Cada ideología tiene su monstruo supremo, el paradigma negativo que demuestra en cierto modo su implícita inmoralidad, y a la vez lo plasma y materializa: en el caso del fascismo, Mussolini; en el del comunismo, Stalin; en el del fanatismo islámico, Bin Laden. Naturalmente, cuanto más tosco y demagógico sea, mayor eficacia tendrá. Lo mismo cabe hacer con las naciones, y así, para la deshonestidad italiana, el exemplum clásico es la mafia, para la obsesiva grandeur francesa, el Rey Sol. ¿Y para la eterna corrupción de la Iglesia? Están los Borgia, por supuesto, cuyo nombre conoce todo el mundo, pero además lo normal es que la gente no sepa citar otros con facilidad. La leyenda demoníaca de Alejandro VI y de sus parientes es un arma insustituible para todos los denigradores de la Iglesia desde la aparición de Lutero.
Sólo un alucinado podría negar la realidad histórica de Stalin o Mussolini (aunque ha habido quienes han intentado negar la existencia de Napoleón), pero el Papa Borgia, en cambio, ha sido y es un chivo expiatorio que conviene a todos, también a los católicos, para no tener que exhumar verdades de la Historia mucho más inconvenientes y complejas.
Hasta hoy, los historiadores han procurado ocultar el colosal infundio contra los Borgia, demonizando sin tapujos a los que han intentado poner en entredicho la leyenda negra de Alejandro VI. Cuando no pueden rebatirse las tesis contrarias, se intenta no entrar en los detalles y deslegitimar sin más al adversario. Oreste Ferrara, valiente biógrafo díscolo de Alejandro VI (El Papa Borgia, Madrid, 1938), fue objeto de los ataques más resueltos y despectivos, por parte de María Bellonci, célebre e influyente escritora ya desaparecida y biógrafa de Lucrecia Borgia, así como de la revista de los jesuitas Civiltà Cattolica. Contra Peter De Roo y su investigación inquebrantable y aún no superada en los archivos vaticanos y otros (Material for a History of the Pope Alexander VI, his relatives and his time, 5 vols., Brujas, 1924), se orquestó, como veremos, una clásica conjura de silencio. Igualmente sobre Andrea Leonetti, otro historiador que en el siglo XIX, con pruebas de archivo en la mano, intentaba desenmascarar mentiras y prejuicios (Papa Alessandro sesto secondo documenti e carteggi del sao tempo, Bolonia, 1880), cayó el silencio. Hasta el puntual y siempre bien informado diccionario Bautz (Bautz Biographisch-bibliographisches Kirchenlexikon, tomo I [1990], col. 104-105), firmado personalmente por Friedrich Wilhelm Bautz), ha omitido citar en la bibliografía la monumental obra (casi 2600 páginas) de Peter De Roo. También el reciente y muy informado ensayo de A. Ilari («Il liber notarum di Giovanni Burcardo», en Roma di fronte all’Europa al tempo di Alessandro VI, Actas del congreso, Roma, 2001, p. 249 y ss.), sólo menciona taimadamente, en apenas una línea de una nota a pie de página, la existencia de la obra de De Roo, sin privarse de advertir con laconismo «No estimado por la crítica».
La falsificación de Burcardo
El caso del célebre diario del maestro de ceremonias papal es uno de los más significativos de esta farsa trágica y colosal. El principal acusador de los Borgia, en quien se han fundado los historiadores posteriores de forma casi exclusiva, es Johannes Burckard, llamado Burcardo. En su diario, el maestro de ceremonias del Papa sentó las bases de la infamia que durante siglos ha caído sobre Alejandro VI y su familia, suya es la fuente que más ha contribuido a crear la «leyenda negra» del Papa Borgia y a cubrir de calumnias a sus allegados. En el diario de Burcardo se apoyan, en medida más o menos amplia, todas las biografías de la familia, así como las descripciones de la Roma de la época.
Ahora bien, ¿el diario es auténtico? ¿Es realmente obra de Burcardo, al menos en parte? Por increíble que parezca, ninguno de los historiadores que ha defendido a capa y espada la autenticidad de Burcardo ha querido reconocer jamás que el texto atribuido al maestro de ceremonias del Papa copia alegremente las sabrosas creaciones de Boccaccio. El cuento del mercader que es encerrado desnudo en el arcón de su amigo es una servil imitación, incluido el alegre final en el que los dos amigos y sus consortes se reconcilian, del cuento octavo de la octava jornada del Decamerón. Lo único que cambia son los nombres de los protagonistas: en Boccaccio se llaman Zeppa y Spinelloccio, en Burckard, Pietro y Giovanni. Henry Thuasne, encargado del cuidado de la primera edición del diario (Burchardi Johannis Diarium, París, 1883-1885), confirma este extremo desconcertante en una breve nota a pie de página. Después de él, el silencio. Generaciones de académicos, profesores y estudiosos han hecho caso omiso del descarado (e incómodo) plagio, lo cual demuestra lo poco que, a veces, podemos fiarnos de los llamados expertos.
El italiano Giovanni Soranzo (Studi intorno a papa Alessandro VI, Milán, 1959, p. 62 y ss.), recuerda las falsas cartas que acusan al Papa de acuerdos con el sultán turco Bayazet, recogidas en el diario de Burcardo. Como bien anota Salaì, las instrucciones dadas por el Papa al enviado que, según los calumniadores (incluido Burckard), tendría que haber hecho de enlace con Bayazet, estaban depositadas ante el notario Filippo de’Patriarchi de Florencia. Un pequeño detalle: en Florencia no ha habido nunca un notario con ese nombre… (Giovanni Soranzo, op. cit., p. 63, n.° 1).
No resulta menos desconcertante que no exista del diario de Burcardo, en el cual los historiadores se han basado durante siglos, un original incontestable, excepción hecha de 25 páginas que abarcan los últimos tres años, 1503-1506. En efecto, del diario burcardiano hay varios manuscritos (entre otros motivos, porque no se imprimió hasta casi 300 años después), pero sólo en uno de ellos se ha identificado, con suficiente certeza, la letra del autor, y casualmente no es más que la parte que concierne a los años posteriores a la muerte de Alejandro VI. Para ser más exactos, el diario original nos ha llegado a partir del día 12 de agosto de 1503, es decir, justo el día en que Alejandro VI cayó víctima de la extraña dolencia que en apenas seis días lo condujo a la tumba. Toda una coincidencia.
En conclusión, en lo relativo al pontificado y los años durante los cuales Rodrigo Borgia fue cardenal, tenemos que conformarnos con supuestas copias del diario, que además no fueron redactadas personalmente por Burcardo. ¿Son copias fieles? ¿Quiénes fueron sus autores?
Tal y como hace mucho se demostró de forma extensa y detallada (cfr. F. Wasner, «Eine unbekannte Handschrift des Diarium Burckardi», en Historisches Jahrbuch, 83 [1963], p. 300-331), los manuscritos más importantes de Burcardo (esto es, el original de 1503-1506 así como las copias más antiguas), no fueron redactadas de manera continuada y uniforme. Primero se escribieron las noticias rutinarias, relacionadas con el ceremonial pontificio (recepciones de personajes importantes, actividades litúrgicas, promociones de cardenales, fiestas, audiencias papales, etcétera); sólo más tarde se introdujeron las noticias «escandalosas», o sea, los detalles relativos a los presuntos excesos del Papa Alejandro VI y de sus parientes. Asimismo, Wasner revela (op. cit., p. 331) que se han sustraído varios legajos de un manuscrito misceláneo del maestro de ceremonias papal (códice Vaticano latino 5633 de la Biblioteca Vaticana de Roma). Dicho de otro modo, no se trata de un diario propiamente dicho, sino de una trama en la cual, en un momento dado y por algún motivo no declarado, se arrancaron páginas enteras y se introdujeron adrede los abundantes detalles «picantes». Se pasa de una engorrosa descripción de ceremonias papales a una pasmosa serie de revelaciones sobre los entresijos de la familia Borgia, sobre la Roma pecadora y corrupta, sobre el papado necesitado de una vigorosa purga.
Por otra parte, es muy poco creíble que Burcardo llevase un diario, toda vez que si lo descubría Valentino o cualquier otro, le habría costado la cabeza. En cambio, formuladas así las cosas, todas las piezas del enigma encajan: la introducción de material «escandaloso» tiene lugar en el momento oportuno, quizá tras la muerte de Alejandro VI, cuando se lleva a cabo una extensa falsificación de documentos relacionados con su Pontificado (como sostienen Ferrara, De Roo y otros), o quizá antes (como afirma F. Wasner, op. cit., p. 330), pero, en cualquier caso, a posteriori.
Como es natural, Wasner se pregunta por qué se hace todo eso y, fundamentalmente, quién lo hace. Una hipótesis es la venganza (F. Wasner, op. cit., p. 328): Burckard aspiraba a convertirse en obispo, como su antecesor Agostino Patrizi, pero Alejandro VI no se lo concedió. En efecto, entre el Papa y su maestro de ceremonias había un enfrentamiento larvado: como refiere Salaì, con motivo de la llegada de las tropas francesas a Italia, Alejandro VI había pedido ayuda para la defensa de Roma a la cofradía de las Almas, la cual se la negó rotundamente. La sorprendente decisión, adoptada de forma colegiada por la cúspide de la cofradía (en la que también estaba Angelo/Toefl, el dueño de la Campana), se la comunicó Burcardo personalmente al Papa; y Burcardo, que durante muchos años había sido jefe de la cofradía, casi con toda seguridad debió de desempeñar un papel decisivo en la negativa.
Ahora bien, nuestro Salaì va más lejos y contempla el asunto desde una perspectiva más amplia: mientras la Germania de Tácito inflamaba los corazones alemanes y los convencía, gracias a las sirenas alsacianas de Wimpfeling y compañía, de que tenían orígenes nobles y derecho a una gloriosa redención, era preciso que al tiempo saliese a la luz la abyección y la inmoralidad hacia la que Roma estaba arrastrando a toda la Cristiandad. El diario de Burcardo contenía los argumentos adecuados, que la propaganda anticatólica utilizará y reelaborará durante siglos.
Habrá quien considere arbitrario aunar en la misma intriga, como hace Salaì, a los humanistas alsacianos con Burcardo y su diario y también con los banqueros Fugger, originarios no de Estrasburgo sino de Augusta. Pues bien, en la segunda mitad del siglo XVI un humanista italiano, Onofrio Panvinio (1530-1568), recibió el encargo de copiar el diario de Burcardo. El ejemplar de Panvinio, dado el carácter incompleto de las copias más antiguas así como la exigüidad del original que ha llegado hasta nosotros (como se ha señalado, sólo 25 páginas, de 1503 a 1506), pasó luego a ser el texto en el que se basan los historiadores para juzgar la obra del maestro de ceremonias papal (A. Ilari, op. cit., p. 264). ¿Dicho texto sufrió interpolaciones, modificaciones, añadidos? No lo sabremos nunca. Lo curioso es que Panvinio no revela qué texto utilizó, si un original o una copia.
Pero ¿quién le encargó a Onofrio Panvinio la transcripción? Pues Johann Jacob Fugger (1516-1575): precisamente uno de los miembros de la familia que en 1479 estaba en Roma para afianzar las relaciones financieras con el papado. Relaciones que se intensificaron especialmente tras la muerte de Alejandro VI y que alcanzaron su apogeo en 1508, bajo el Pontificado de Julio II, cuando los Fugger acuñaron monedas para el Estado pontificio. ¿Para que querían los Fugger el diario de Burcardo? Lo ignoramos.
La inmensa mayoría de historiadores no han tenido demasiados escrúpulos y, durante siglos, además de pasar por alto u omitir los plagios que hizo el maestro de ceremonias papal, han seguido haciéndonos creer que no cabe la menor duda sobre la autoría (y, por tanto, sobre la autenticidad) de todo el informe del maestro de ceremonias. Además de los problemas de autenticidad creados, el propio Burcardo (o quien escribiera por él) reconoce que muchas veces escribe de oídas, o llena las lagunas temporales recurriendo a otro diario no menos dudoso, muy poco anterior al suyo, el de Stefano Infessura (véase el capítulo siguiente), o introduce en el diario, situándolos en un lugar equivocado, hechos ocurridos tiempo atrás, con lo que crea asombrosos anacronismos (Peter De Roo, op. cit., tomo V, pp. 309-310).
Pero hay más. Todas las fechorías de Burcardo que descubre Salaì son ciertas: su pasado de falsario y traficante de documentos falsificados, ladrón y logrero sin escrúpulos, despreciado en su ciudad natal, está documentado con creces por más de un historiador (cfr. J. Lesellier, «Les méfaits du cérémoniaire Jean Burckard», en Mélanges d’archéologie et d’histoire, 44 [1927], pp. 11-34; L. Oliger, «Der päpstliche Zeremonienmeister Johannes Burckard von Straßurg», en Archiv für elsäßische Kirchengeschichte, 9 [1934], pp. 199-234). Además, no hay que olvidar que el maestro de ceremonias realizó graves plagios en perjuicio de sus antecesores, saqueando los escritos sobre el ceremonial cuya autoría y cuyo mérito luego se apropiaba (J. Lesellier, op. cit., pp. 24-30). Dichos escritos desaparecieron misteriosamente después: Burcardo, violando la tradición, no se los dejó a Paride Grassi, su sucesor. El maestro de ceremonias estrasburgués tampoco se liberó jamás de su rastrera cleptomanía. Como refiere Grassi (J. Lesellier, op. citp. 18-19), el 18 de abril de 1506, pocos meses antes de morir, Burcardo no resistió la infantil tentación de apoderarse furtivamente de una moneda que el nuevo Papa Julio II había puesto en una copa durante la ceremonia ritual de la inauguración del nuevo coro de San Pedro; luego intentó despistar afirmando que había recibido la moneda como regalo (Diarium, ed. Thuasne, tomo III, p. 423). Un maestro de ceremonias que roba durante una ceremonia, y luego miente en el diario de ceremonias. No debe sorprender que los pocos estudiosos díscolos le hayan atribuido a Burcardo una «doble personalidad» (Giovanni Soranzo, op. cit., p, 51), y un «lado patológico-criminal» (P. Wasner, op. cit., p. 329).
Pese a ello, desde hace cinco siglos, a este hombre y a sus (supuestos) escritos le dan crédito la práctica totalidad de los historiadores del mundo.
Los diarios de Infessura y otras falsificaciones
Otro texto que se cita profusamente en la literatura científica es el diario de Stefano Infessura, escribano del Senado de Roma en la segunda mitad del siglo XV. De ese diario proceden innumerables calumnias contra el Papa Borgia, muchas de ellas recogidas en biografías, libros de texto y enciclopedias, de donde han pasado a series televisivas, relatos, novelas y también a las películas de Hollywood.
Tampoco en este caso (aunque por regla general los historiadores omiten la circunstancia cuando se dirigen a lectores no expertos) existe un texto original de referencia. Del diario de Infessura circulan muchas copias, tan heterogéneas y caóticas que incluso las ediciones impresas de época moderna están mitad en latín y mitad en italiano. Se ha demostrado que el texto está lleno de interpolaciones, añadidos y supresiones, hasta el punto de que es imposible saber cuántas manos han hecho modificaciones, algunas de ellas sustanciales, y aún menos quiénes son los autores de las «correcciones». Varios especialistas han constatado de manera tajante (Pastor, el autor de la célebre Historia de los Papas; Shröck, Brück, la revista Cíviltà Cattolica y otros más, cfr. Peter De Roo, op. cit., tomo V, pp. 320-321) la escasa credibilidad del escribano romano y del texto que lleva su nombre. Aun así, el diario de Infessura lo siguen usando (a veces sin decirlo) historiadores y divulgadores como fuente de anécdotas obscenas sobre el papado de los años de Rodrigo Borgia.
El caso De Roo
Lo cierto es que no han faltado intentos de tratar la figura de los Borgia de forma seria y objetiva; sin embargo, todos han sido rechazados con crudeza por la crítica oficial. En los años veinte del siglo pasado, el sacerdote belga Peter De Roo publicó una obra monumental sobre Alejandro VI, su familia y su tiempo (op. cit.). Es la obra más completa que se haya escrito nunca sobre el Papa Borgia, basada en una documentación imponente recopilada en decenas de archivos de Italia y de otros países, y en la consulta de centenares de libros. De Roo consigue, por medio de una reconstrucción muy pormenorizada, desmontar punto por punto los lugares comunes que infestan las biografías de Alejandro VI y de sus allegados. Demuestra que no hay prueba alguna de que César y Lucrecia Borgia fuesen sus hijos y que una tal Vannozza Cattanei fuese su amante. Al revés: los embajadores de entonces, también los de las potencias enemigas, en las misivas secretas a sus señores siempre hablan de César y de Lucrecia como sobrinos del Papa, nunca como hijos. En efecto, de las minuciosas investigaciones de De Roo se desprende que los padres de César y Lucrecia eran Vannozza Cattanei y Guillermo Raimundo Lançol de Borgia, sobrino del Papa, mientras que en Roma había al menos otra Vannozza Borgia (Peter De Roo, op. cit., tomo I, p. 146; según Ferrara [op. cit., p. 128], pudo haber hasta tres o cuatro), la cual, como cuenta Salaì, no tenía nada que ver con el Papa. De Roo señala que en el momento de la elección de Alejandro VI, cuando éste contaba sesenta años, en ningún documento dejado por el Papa a sus descendientes se menciona su relación con Vannozza. Entonces sus enemigos ya eran muchos, y lo tachaban de altanero, hipócrita, astuto, pero no le atribuían ninguna amante ni ningún hijo. El embajador de Florencia, en el informe a su ciudad sobre la marcha del cónclave, aclara que el cardenal Ardicino della Porta no podrá ser elegido porque tiene un hijo, pero no hace la más mínima alusión a hijos supuestos o reales del cardenal Borgia, que luego fue elegido.
Asimismo, De Roo demuestra que el cónclave del que salió el Papa Alejandro VI no fue en absoluto simoniaco, es más, fue elegido por unanimidad, como refieren todos los embajadores de los Estados italianos (Florencia, Ferrara, Luca, Génova, Mantua, Milán, etcétera) a sus señores. Por otra parte, Borgia no esperaba ser elegido, tanto es así que los otros dos cardenales españoles, uno de los cuales era primo suyo, optaron por no participar en la elección. La leyenda del cónclave simoniaco apareció más tarde, fue propagada a los cuatro vientos mediante documentos falsos (algunos de ellos grotescos y absurdos, como una supuesta carta de Pietro Martire d’Anghiera fechada el 19 de julio de 1492, en la que se afirma que Borgia se había convertido en Papa comprando la elección. Pero resulta que el Papa fue elegido el 11 de agosto…), y la carta fue aceptada por los historiadores modernos, que prefirieron no indagar a fondo. Lo que confirma la falta de fundamento de las acusaciones es que el Papa Borgia, inmediatamente después de ser elegido, llenó de beneficios más a sus enemigos que a sus amigos: quería reformar la Iglesia, y para ello necesitaba la mayor cohesión y sintonía con el colegio cardenalicio.
Es falso, en efecto, que el Papa recompensara a Ascanio Sforza por forzar su elección y que el instrumento de dicha simonía fuese su palacio. En cambio, está documentado que Rodrigo Borgia construyó a su costa, siendo vicecanciller, el palacio de la Cancillería, pues no existía ninguno en Roma, y luego, una vez elegido Papa, lo legó al nuevo vicecanciller, esto es, Ascanio Sforza. Así, después de Ascanio, el palacio no se lo quedaron los Sforza, sino que pasó a los nuevos vicecancilleres, dos cardenales Della Rovere y el cardenal GJulio de Médicis. En 1512, el entonces Papa León X decidió usar el palacio del cardenal Diario como nueva Cancillería. El palacio borgiano pasó a llamarse «de la Cancillería vieja» y en 1535 el Papa Pablo III lo donó a una rama de los Sforza, los actuales Sforza Cesarini, de los cuales recibe su nombre hoy día el palacio. Los historiadores detractores de Alejandro VI se han aprovechado de esta donación, que se produjo treinta años después del fallecimiento del Papa, para mantener la calumnia de que el Papa Borgia fue quien lo donó al cardenal Sforza (cfr. Peter De Roo, op. cit., vol. II, cap. XI, p. 356).
La fuerza de la obra de De Roo reside en el análisis riguroso de cada una de las facetas de la vida de Rodrigo Borgia, desde su nacimiento hasta su inesperada y misteriosa muerte, pasando por su ascenso al solio papal y su pontificado. Basado en centenares de fuentes así impresas como manuscritas, echa abajo toda una mitología según la cual el Papa hizo envenenar sistemáticamente a sus adversarios políticos (en el caso de cardenales, lo hacía para apropiarse luego de sus riquezas); tuvo infinidad de concubinas, prostitutas y no prostitutas, que parieron una sarta de hijos ilegítimos; por su parte, Lucrecia dio a Alejandro VI un hijo-nieto. Según las calumnias, Rodrigo Borgia tuvo un acuerdo secreto con los turcos; compró el trono papal corrompiendo a los cardenales; fue políticamente desleal y mendaz, y traicionó a sus aliados; pidió a los franceses de Carlos VIII que invadieran Italia; vivió entregado a los placeres mundanos como danzas, bailes, orgías, incluida la leyenda ridículamente inverosímil conforme ala cual una vez llevó al palacio vaticano docenas de prostitutas que entretuvieron a los invitados a la fiesta no sólo concediendo pródigamente sus cuerpos, sino además con un concurso que consistía en recoger con la vagina unas castañas que había desperdigadas por el suelo, todo ello entre las risotadas licenciosas del Papa; además, éste concedió indulgencia a su hijo César, culpable (otra calumnia nunca probada) del homicidio de su hermano Juan; por último, Alejandro VI murió envenenado durante un banquete con un tóxico que el Papa y César habían destinado a enemigos que estaban sentados a su misma mesa, pero que por error le sirvieron a Valentino (que sobrevivió milagrosamente tras una larga enfermedad] y al propio Pontífice.
De Roo señala atinadamente que todas las acusaciones de inmoralidad se refieren a la época en que Rodrigo Borgia ya era Papa. En los treinta y seis años durante los cuales fue cardenal vicecanciller (el segundo cargo en importancia después del Papa), nadie, por increíble que parezca -ni siquiera sus enemigos-, refiere que el futuro Alejandro VI tuviera una plétora de amantes, de hijos ilegítimos, etcétera. Ni una carta falsa de Pío II, elaborada con la única intención de difamar a Borgia (véase el capítulo «Los métodos de Pastor»), se atreve a llegar tan lejos.
Antes al contrario, los embajadores de los principados italianos y Raffaele Maffei da Volterra (1451-1522), en el Commentariorum Urbanorum, refieren que en la mesa de Rodrigo se servía un solo plato, tanto es así que César Borgia y los otros cardenales evitaban comer con él para no quedarse con hambre. Los cinco Papas para los que sirvió buscaban sus consejos, le confiaban las misiones más importantes, le encargaban que tratara en nombre de ellos con los poderosos de la tierra y lo llevaban como acompañante cada vez que salían de viaje, como hizo, por ejemplo, Pío II cuando fue a la cruzada. Precisamente este último episodio revela muy bien la mala fe con la que la historiografía ha tratado a Rodrigo Borgia. En el momento en que Pío II iba a embarcarse en Ancona para luchar contra el turco en Constantinopla, se declaró una epidemia de peste. La ciudad la habían invadido literalmente los cruzados del Papa, cuyo número era veinte veces superior a la población habitual de Ancona. El propio Papa tuvo que alojarse en una casa muy pequeña y a los cardenales no les quedó más remedio que conformarse con dormir amontonados en pocas habitaciones. Muchos contrajeron la peste, entre ellos el Papa, que murió. Por su parte, Rodrigo Borgia sufría dolores en las glándulas y su estado de salud llegó a ser muy grave. El médico perdió la esperanza de curarlo, ya que Rodrigo «no había dormido solo» («non solus in lecto dormiverat»), o sea que creía que debido al constante contacto con los otros cardenales infectados era difícil erradicar la plaga. Pero la fértil leyenda borgiana interpretó enseguida la observación del médico como una obscena alusión a una aventura del vicecanciller y la peste se transformó pronto en sífilis, pese a que el futuro Pontífice jamás manifestó los síntomas de esa enfermedad.
Hasta nosotros han llegado muchos documentos elogiosos de cinco Papas bajo los que sirvió el cardenal vicecanciller Borgia. Los siguientes son algunos ejemplos:
—Rodrigo Borgia gobierna ahora la cancillería; ciertamente es joven por su edad (había sido nombrado con veinticinco años), pero, por su juicio, ya es mayor» (la opinión de Pío II, es decir, el célebre Enea Silvio Piccolomini, la reproduce Leonetti, Papa Alessandro VI, tomo I, p. 166);
—Sixto IX alaba «la habitual prudencia, la integridad y entrega, y la seriedad en los hábitos» (documento de delegación firmado por Sixto IV, 7 de agosto de 1477), y también su «duradera como excelente y escrupulosa virtud y muy precisa diligencia» («Multis annis eximia virtutis solertissima et exactísima diligentia», Bula del 13 de junio de 1482, Archivo Secreto Vaticano, Sixtus IV, tomo LXXV, registro 620, legajo 145). Merece acotar que si la seriedad en los hábitos hubiese sido realmente un punto débil de Borgia, el Papa seguramente habría eludido elogiarlo en ese aspecto…
—Por último, Inocencio VIII, el último Papa antes de que Borgia fuera elegido al trono de Pedro, en una bula de abril de 1486 se aparta inesperadamente del tono protocolar y brinda al vicecanciller Borgia un largo elogio informal e intenso por sus treinta años de actuaciones bajo su Pontificado y bajo los Papas que lo habían precedido: «Durante este tiempo nos has ayudado a sobrellevar los deberes de la Iglesia sin doblegarte al constante trabajo, con una diligencia que soporta todas las fatigas, apoyada en tu prudencia excepcional, en tu perspicacia, en tu maduro juicio, en la integridad con que has respetado la confianza depositada en ti, en tu larga experiencia y en todas las otras virtudes que se te reconocen. Ni una sola vez hasta hoy has dejado de sernos útil» (Arch. Sec. Vaticano, Innocentius VIII, Reg. 682, leg. 251. De Roo reproduce íntegramente esta bula en el volumen II de su obra, pp. 455-456). Es difícil encontrar palabras así en los documentos oficiales de la historia de la Iglesia. Entonces, Rodrigo Borgia contaba cincuenta y cuatro años. ¿Sólo seis años después pudo convertirse en el monstruo que nos quieren presentar?
¿Es que toda Roma estaba ciega? ¿O fue quizá el imprevisto ascenso del cardenal español al trono papal lo que desató la fantasía y las habladurías?
De Roo acepta una sola de las acusaciones contra el Papa Borgia: el nepotismo, dado que su sobrino César fue efectivamente favorecido por el Papa, lo que, por otra parte, hacían todos los Pontífices antes de Alejandro VI. En cambio, el historiador belga examina y refuta todas las restantes imputaciones, y también ilustra la increíble serie de documentos falsos en los que se basan.
Entre los muchos ejemplos figura la bula falsa que Leonardo le enseña a Salaì, en la que César Borgia es llamado «romanus», que realmente existe: la grotesca falsificación la denunció y demostró De Roo (op. cit., p. 477 y ss.), mientras que —increíble pero cierto— todos los autores más famosos, tanto los anteriores como los posteriores a De Roo (Pastor, Oliver, De l’Epinois), la pasaron por alto. La bula procede del conocido archivo español del duque de Osuna, una auténtica mina de documentos de varios autores reconocidos como falsos, hechos para desacreditar a Alejandro VI.
Este último hecho nos obliga a reflexionar. Las falsificaciones efectuadas para dañar la imagen del Papa Borgia se cuentan por decenas. No es obra de un loco aislado, sino de varios falsarios, muy probablemente animados por un único fin. Ahora bien, ¿quién perdería tiempo y recursos para calumniar con destreza la memoria de un Papa que, en su época, ya era tenido universalmente por impío e inmoral? ¿Quién haría falsificaciones para enfangar más la mala imagen de un jefe mafioso, de un terrorista, de un político notoriamente corrupto? Para introducirlos en la memoria colectiva, están los historiadores y los documentos auténticos; las falsificaciones no hacen ninguna falta. Las calumnias se urden contra los honestos, no contra los corruptos.
Surge inevitablemente otro interrogante: ¿por qué tampoco citan los historiadores que han tratado de defender al Papa Borgia de las muchas acusaciones palmariamente infundadas, en sus estudios, los argumentos y las pruebas aportados por De Roo? Los propios Soranzo y Susanne Schüller Piroli (Borgia. Die Zerstörung einer Legende. Die Geschichte einer Dynastie, Olten, 1963; Die Borgia-Päpste Kallixt III. und Alexander VI, Viena, 1979), que se oponen a los que demonizan a los Borgia, jamás mencionan la decisiva obra de su antecesor belga.
El motivo es muy simple: la cultura académica se sostiene fundamentalmente en discusiones y polémicas. A mayor número de debates, más publicaciones; cuanto más separatas y libros edite un departamento universitario (y más títulos universitarios conceda), más ayudas públicas y privadas recibirá, y, en consecuencia, aumentará el poder (y/o el narcisismo) de los profesores que lo dirigen. Por ello, la cultura académica, primordialmente en el terreno humanista, detesta las soluciones definitivas, porque quitan espacio a los chismes. Bien es cierto que otras profesiones comparten esta vocación. Como ha escrito un conocido director de un diario italiano, Claudio Rinaldi, «El periodismo es un oficio hecho, principalmente, de chismes». Hay, pues, colectivos profesionales que, bien mirado, no toleran hechos documentados de forma inobjetable, tesis intachables que obligan a guardar silencio o a replicar con el mismo rigor. Si todo el mundo quiere lucirse, es indispensable que la discusión no se agote. The show must go on. Por tanto, más vale defender mediocremente al Papa, dejar un flanco descubierto a cualquier reparo nuevo de los adversarios y así prolongar la polémica. De ese modo Soranzo y sus colegas, incluso los más decididos a defender a Rodrigo Borgia, cuidándose de mencionar (y por consiguiente de debatir) las pruebas definitivas de De Roo, se han hecho con una parcelita, han seguido animando el escenario de los chismes académicos y han pisado alegremente sus tablas.
La historiografía posterior a De Roo, cuya obra dejaba a aquélla para siempre sin una de sus víctimas predilectas, no se ha ocupado ni mínimamente de examinar los argumentos del sacerdote belga; lo único que ha hecho es simular que no existen. Porque es demasiado arduo, y quizá imposible, rebatir punto por punto el minucioso análisis en el que el sacerdote belga invirtió décadas de trabajo. En casos así, cuando hay una idea, un suceso o un personaje que crucificar, la ciencia oficial reacciona contra los rebeldes con la única arma que no cuesta nada y que, si se actúa de forma unánime, resulta muy rentable: el silencio. Así, hasta hoy la obra de De Roo apenas es citada en los libros sobre los Borgia, o bien (como en la célebre biografía de Lucrecia Borgia escrita por María Bellonci) el monumental trabajo en cinco volúmenes de Peter De Roo es liquidado en tres líneas porque «no tiene suficiente espíritu crítico». Tan sólo en una publicación especializada (The American Historical Review, vol. 31, n.° 1, octubre 1925, pp. 117-120), aparece una reseña, o, mejor dicho, una crítica demoledora que, pese a acusar a De Roo de parcialidad, elude analizar sus argumentos. En cualquier caso, ¿cómo podría haberlo hecho, habida cuenta de que la reseña era sólo de tres paginitas?
Pero eso no es todo. A la excelente obra de Peter De Roo, aún hoy no superada, la han hecho desaparecer de la circulación con el tiempo. En todo el mundo existen apenas unos ejemplares, que sólo pueden encontrarse gracias a Internet; por tanto, antes de que existiera la Red, estaba prácticamente fuera del alcance de todo el mundo. En primer lugar, ningún ejemplar se encuentra en el mercado del libro antiguo y usado. Los pocos ejemplares que hay están en Ohio (cinco, en cinco universidades distintas); por increíble que parezca, no existen ejemplares en la biblioteca mejor surtida del mundo, la Biblioteca del Congreso de Washington (a pesar de que la obra se publicó en inglés y de forma simultánea en Bélgica y EE UU), ni en la casi omnisciente Biblioteca Nacional de París. Hay otros dos ejemplares en Bélgica, tres en Inglaterra, dos en Canadá, uno en España, dos en Alemania y dos en Roma (Biblioteca Vaticana y Pontificia Università Gregoriana). En total, diecisiete ejemplares en el mundo, como si se tratase de un rarísimo incunable del siglo XIV. En cambio, si se busca cualquier otro libro del siglo XX en el sitio Internet (la mejor base de datos para la búsqueda de libros en bibliotecas y librerías de viejo), se comprueba enseguida que hay decenas, por no decir centenares, de ejemplares, muchos de ellos a la venta, máxime cuando el libro está escrito, como en el caso del de Peter De Roo, en el idioma más difundida del mundo desarrollado, el inglés. Por hacer una comparación, del Lucrezia Borgia de Ferdinand Gregorovius, severo crítico de los Borgia, hay en todo el mundo —sumando los que se venden en librerías de segunda mano y los que se pueden consultar en bibliotecas—, nada menos que 415 ejemplares. La lucha que le toca librar a Peter De Roo con sus adversarios es sin duda desigual, pues hay decenas, incluso centenares, de obras contrarias a los Borgia, mientras que las favorables se cuentan con los dedos de la mano.
La lectura de la monografía de Peter De Roo muestra un paisaje desconocido a todos, que al tiempo asombra e inquieta: en todos estos siglos ningún historiador ha estudiado los documentos relacionados con los Borgia, ni referido debidamente las fuentes, ni enjuiciado los hechos con espíritu crítico e imparcial. Desde el principio, lo que importaba era crear un monstruo (toda la familia Borgia), y pronunciar una condena sin apelación. Ese ejemplo dieron, en efecto, Pastor, Picotti y muchos más: ninguno de ellos se atrevió a acabar con la tenebrosa fama de Alejandro VI. Porque es un dogma, y no puede tocarse. Todas las obras que han intentado poner en tela de juicio la versión oficial han sido vapuleadas de forma grotesca, ignoradas, incluso ocultadas. Una labor de auténtico fascismo intelectual, con el cual todo historiador que trate de los Borgia y copie servilmente las obras «autorizadas», se hace hoy, objetivamente, cómplice.
Los autores de estas líneas se han preguntado qué se puede hacer para poner fin a este teatrillo de la mentira que no cesa desde hace 500 años. Y lo que hemos hecho es cortar por lo sano: hemos escaneado y subido a Internet toda la obra de Peter De Roo, que —recordémoslo— está en inglés. Quien lo desee puede consultarla en el sitio Internet y despejar allí todas las dudas que le sobrevengan sobre el Papa Borgia. Y descubrir también, con dolorosa sorpresa, como nos ha ocurrido a nosotros, el triunfo de la mentira sobre la verdad.
La falsa correspondencia con Julia Farnese
Así pues, resulta superfluo someter a examen todas las falsificaciones que se han hecho contra Alejandro VI para luego ponerlas en evidencia. Es suficiente con consultar a De Roo en Internet. Sólo hay algo que el lector no va a encontrar allí, porque ocurrió después de la muerte del autor.
En efecto, De Roo desapareció poco después de la publicación (1924) de su obra sobre el Papa Borgia. Casualmente, no tardaron en aparecer otros papeles sorprendentes que difamaban más al Papa. Se encontraron en el archivo de Castel Sant’Angelo, la antigua fortaleza poco distante de San Pedro, cuyos documentos, en época moderna, han pasado al Archivo Vaticano. De allí procede, por ejemplo, una bula falsa de la que habla Salai (Peter De Roo, op. cit., vol. I, p. 501 y ss.).
El hallazgo y publicación de estos nuevos papeles, que causaron una gran sensación —entre otras cosas porque parecía como si se hubiesen escapado a la febril búsqueda de docenas de investigadores de los siglos pasados—, fue obra del célebre historiador von Pastor (autor de la monumental Historia de los Papas, en veintidós tomos, Priburgo, 1886-1933, que hoy sigue siendo un estudio de referencia). Son cartas privadas del Papa, de las que se desprende que Rodrigo Borgia hizo casar primero a la hermosa Julia Farnese con un Orsini, y luego (¡cuando ya tenía más de sesenta años!) trató de separar a los dos esposos para gozar de los favores de la joven de dieciocho años, que además era su sobrina política, porque el marido de Julia era hijo de una prima del Papa, Adriana del Milà. El Papa habría hecho esto, conviene recordarlo, después de una vida entera desempeñando con probidad los más altos cargos de la jerarquía eclesiástica y representando al papado en toda Europa en las más importantes misiones diplomáticas de una época tumultuosa.
En las cartas que Pastor descubre de un modo tan inopinado (y que están publicadas en el apéndice del tomo III de su Historia de los Papas), el supuesto autor, el propio Alejandro VI, se explaya con ingenuas expresiones de cólera y celos dirigidas a la joven Julia Farnese. En los años cincuenta del siglo pasado hubo un agrio enfrentamiento entre Soranzo y su rival Giovan Battista Picotti a propósito de la autenticidad de las cartas; en realidad, para saber que es la enésima calumnia sólo hay que observar el tono absurdo de las misivas, en las que el Papa se expone de manera inverosímil al dirigirse por escrito a Julia tildándola de «ingrata y pérfida» y llamando «semental» a su marido, como si fuera una especie de caricatura de un personaje novelesco del siglo XIX, o de una película taquillera de los años setenta. Los historiadores, salvo raras excepciones, han aceptado sin más (y repetido) tan ridícula patraña.
El punto culminante de este teatro del absurdo es la descripción que de las presuntas cartas entre el anciano Papa y Julia Farnese hace el padre jesuita Giuliano Gasca Queirazza (Gli scritti autografi di Alessandro VI nell’Archivum arcis, Turín, 1959). En contra de lo que astutamente anuncia el título de su libro, el padre jesuita debe confesar que ninguna de las cartas que integran la correspondencia fue escrita por el Papa Borgia. Gasca Queirazza confirma, en efecto, la autenticidad de las misivas, pero en una nota muy discreta a pie de página (p. 3) reconoce que Alejandro VI «no las redactó de su puño y letra, sino que las dictó». Una absurdidad, como mínimo, hilarante. ¿Qué Papa (sea bueno o malo), rodeado de enemigos políticos y militares en Italia y en el extranjero, que ha sido cardenal vicecanciller más de treinta años, dictaría cartas escandalosas y comprometedoras a extraños y, por si eso fuera poco, haría además guardar el borrador? ¿No sugiere nada que del mismo archivo de Castel Sant’Angelo, como ya demostró De Roo, procedan algunas falsificaciones grotescas, cuya finalidad no es otra que la de minar la reputación del Papa Borgia?
Sin embargo, el estudioso jesuita no tiene en cuenta siquiera que las cartas pudieron ser escritas sin conocimiento de Rodrigo Borgia, pues «que es un dictado y no una copia se deduce por las correcciones de redacción». En una palabra, con encontrar una carta con unas cuantas correcciones ya se puede concluir que ha sido escrita al dictado, y además de un Papa. ¿A quién, pues, le habría dictado Alejandro VI? A Giovanni Marrades, cubiculario pontificio y secretario suyo. Lo probaría una carta, sólo una, que está escrita con la misma letra y tendría que haberla escrita Marrades. Ahora bien, esta carta figura (Gasca Queirazza, op. cit., p. 3) en la misma correspondencia: lo que es tanto como afirmar que la correspondencia prueba su autenticidad por sí misma, a la manera del chiste del huésped que invita a todos a beber su vino: «Es el mejor de la ciudad, no lo dudéis. ¿Por qué? ¡Porque lo digo yo!».
¿Dónde están, pues, las cartas autógrafas del Papa, que Gasca Queirazza promete en el título de su libro? La letra auténtica de Rodrigo Borgia se identificaría por varios elementos, afirma el estudioso. En primer lugar, en la rúbrica ισ χσ, abreviatura de «Jesucristo» en caracteres griegos, que, según Queirazza, «aparece en la mayoría de los papeles redactados por el Papa y que, al menos en los volúmenes de esta correspondencia, resulta característica de él». Por tanto, la prueba de la autenticidad se identifica, una vez más, en la propia correspondencia, siendo ese «al menos» la manera más discreta de reconocer la falta de más pruebas. El huésped sigue haciendo publicidad a su vino.
Gasca Queirazza no tiene dudas: en la correspondencia hay efectivamente unas líneas, en verdad pocas, escritas personalmente por el Papa. En ellas, añade Queirazza (p. 5), «la letra del Papa presenta dos trazos sustancialmente distintos».
El dato debería invitar a la precaución: si en el mismo documento hay dos letras completamente distintas, ¿no resulta extraño que las escribiera la misma persona?
Respecto a la primera letra, la atribución a Alejandro VI «reside principalmente en los datos de Confalonieri» (Gasca Queirazza, op. cit., p. 5), o sea, el sacerdote que recopiló y ordenó la correspondencia, y anotó al margen de algunas cartas «minuta Papae Alex. VI» (= «borrador del Papa Alejandro VI»). Sin embargo, resulta curioso que el sombrío Confalonieri ordenara la correspondencia en 1627 (Ibidem, p. 2), es decir, dos siglos después de la muerte del Papa y dos siglos y medio antes del descubrimiento de las cartas… En una palabra, se trata de un testimonio francamente fiable.
Por su parte, la segunda letra —siempre según Gasca Queirazza— sería auténtica porque pertenece a la misma mano que redactó una carta de Rodrigo Borgia a su hija Lucrecia, hoy conservada en Mantua. Ahora bien, si revisamos lo que esa misma mano ha escrito en la correspondencia con Julia Farnese, comprobamos que son sólo cuatro líneas al principio de una carta, tres líneas de otra y una sola línea, aislada, en otra página. En total, ocho líneas: a eso se reducen, en el mejor de los casos, las famosas cartas comprometedoras de Alejandro VI a Julia Farnese (y recuérdese que no existe ni una sola línea de Julia al Papa).
¿Y qué leemos en estas ocho líneas? Breves notas en catalán (que, traducidas, suenan así: «Recoger el dinero / Recoger los anillos / Hablar con Galceran y Franci del asunto de los turcos», etcétera), y algún cálculo económico. En cambio, de amores secretos o jugosos escándalos, ni sombra.
Aun así, nada ha variado: los diccionarios, las enciclopedias, los ensayos, las biografías y las historias de la Iglesia se siguen rellenando con las cartas de Castel Sant’Angelo y la leyenda de Alejandro VI y Julia Farnese… El huésped ha vendido bien su vino, y se frota las manos satisfecho.
Ahora bien, hace tiempo que el mero sentido común tendría que haber hecho recapacitar a todo el mundo. Julia Farnese se casó en segundas nupcias con un sobrino de Julio II della Rovere. Pero Julio II detestaba a Rodrigo Borgia, hasta el punto de que prefirió cambiar de aposentos en el Vaticano para no dormir en los de su antecesor. Nunca habría permitido que su sobrino se casase con la ex amante del Papa Borgia, si ella entonces hubiese tenido ya esa reputación. Así, las habladurías sobre Julia Farnese no pudieron empezar sino mucho tiempo después de la muerte de Alejandro VI: como siempre, los profesionales de la calumnia actuaron cuando la víctima ya no podía defenderse.
Los métodos de Pastor
Uno de los motivos por los cuales la correspondencia entre Rodrigo Borgia y Julia Farnese fue tomada inicialmente en serio es que se encargó de publicarla Ludwig von Pastor, decano de los historiadores del papado. Sin duda, a von Pastor no se le podía escapar lo risibles que eran los argumentos que defendían su autenticidad. Asimismo, es motivo de reflexión la forma en que la correspondencia salió a la luz: en 1924, De Roo publica su revolucionaria obra sobre Rodrigo Borgia. A los pocos meses, Pastor, que invitó públicamente a los estudiosos contemporáneos y futuros a rechazar cualquier rehabilitación del Papa Borgia, presentó por sorpresa la correspondencia de Castel Sant’Angelo. Lo que en apariencia se les había pasado por alto a los historiadores durante siglos, y a él mismo durante décadas (Pastor ha dedicado gran parte de su vida a su monumental Historia de los Papas, en 22 tomos, Friburgo, 1886-1933), aparecía ahora con un oportunismo singular.
Para conocer mejor los métodos que el historiador austriaco estaba dispuesto a emplear para imponer sus ideas, no está de más recordar aquí una anécdota hoy olvidada. En 1928, Pastor, que entonces era embajador de Austria ante la Santa Sede, fue públicamente acusado por el historiador alemán Joseph Schnitzer (Der Tod Alexanders VI. Eine quellenkritische Untersuchung, Munich, 1929) de haber tratado de incluir su obra en el Índice de libros prohibidos (aún en vigor en la época) y de ser responsable, por medio de presiones a las autoridades pontificias, de que lo vetaran hacer consultas en los Archivos Vaticanos: un «castigo» que las autoridades vaticanas le impusieron a Schnitzer, extrañamente, sin ninguna explicación.
Hacía tiempo que una marcada rivalidad enfrentaba a los dos historiadores, justamente como consecuencia de los estudios de Schnitzer sobre la etapa histórica de Alejandro VI. Pastor respondió a las acusaciones de su colega por medio de un artículo periodístico, afirmando que las imputaciones de aquél «no eran ciertas ni estaban demostradas». Sin embargo, Schnitzer ya había dado los nombres de los testigos (Der Tod… cit., pp. 8-10) de las indagaciones secretas que Pastor había llevado a cabo entre los miembros de la congregación del Índice, por si su contrincante llegaba a presentar una denuncia. Pero todo quedó ahí porque dos cardenales jesuitas, con cuyo respaldo en la congregación había contado Pastor, declinaron otorgárselo. En este sentido, Pastor no estuvo en realidad tan desacertado al definir sus maniobras como «no ciertas», en la medida en que las planificó pero no las ejecutó. Igualmente, su «ni estaban demostradas» explica bien el veto de Schnitzer de la Biblioteca Vaticana. Porque, ¿quién podría encontrar las pruebas de una zancadilla tan refinada de Pastor, con la complicidad de las altas esferas de la Santa Sede?
Otro hábil modus operandi empleado por Pastor para despistar al lector es la mención selectiva de los documentos. La observación es de Peter De Roo (op. cit., tomo II, p. 120): existe una polémica carta del Papa Pío II dirigida a Rodrigo Borgia, cuando éste era aún cardenal, en la que el Pontífice le recrimina que se haya comportado de forma frívola e inmoral en un viaje a Siena, la ciudad del Papa. Según dicha carta, al Papa le había llegado el rumor de que en una reunión en un jardín, con damas y caballeros seneses, Rodrigo Borgia había animado a bailar a todo el grupo, y luego, con el mayor descaro, había cortejado a las jóvenes presentes. Varios estudiosos han juzgado falsa la carta, porque difiere mucho del estilo epistolar de Pío II. De todas formas, el mayor defecto de este documento es su contenido, absolutamente inverosímil. En efecto, el cardenal Borgia no sólo habría cortejado a las damas presentes, como cuenta Pastor, sino que además las habría separado de sus legítimos caballeros: delante de la puerta del jardín, un lacayo (por supuesto, mandado por Rodrigo Borgia) habría prohibido la entrada a hermanos, padres y maridos, y sólo habría dejado pasar a las damas en tropel, todas ellas impacientes de que las cortejara el cardenal español. Los acompañantes habrían esperado pacientemente fuera del jardín a que volvieran sus despreocupadas esposas, hijas y hermanas, tras lo cual se desataron las habladurías en toda Siena. De Roo señala con tino que la escena es completamente absurda: ¿es de recibo que docenas de maridos, novios, padres y hermanos de la nobleza senesa no hicieran nada por impedir que sus damas cayeran entre las garras de un asqueroso cardenal? ¿Podían estar todas esas mujeres tan poseídas para comprometer en cinco minutos su honra ante toda Siena? ¿Y cómo es que al día siguiente la ciudad ya empezó a despotricar del cardenal Borgia, como supuestamente escribe Pío II, pero no de los hermanos atolondrados, de los padres inconscientes, de los maridos cornudos?
Pastor, que sabe perfectamente cuán ridícula suena toda esta leyenda, menciona astutamente en su Historia de los Papas sólo la parte más creíble de la carta de Pío II, esto es, aquella en la que Rodrigo Borgia se comporta sencillamente como un gran lascivo entre los bailes, y omite el increíble episodio de la separación de hombres y mujeres, circunstancia que nos hace albergar ciertas dudas sobre la veracidad de los hechos narrados.
Un torrente de congresos
En el gran juego de la difamación de los Borgia, Italia y Roma no son una excepción. En la cuna de la Cristiandad, patria adoptiva de Alejandro VI, el Ministerio de Cultura ha creado un «Comité Nacional de Encuentros de Estudio para el V centenario del Pontificado de Alejandro VI», que, tras seis años de trabajos, se clausuró en diciembre de 2006.
En la introducción a uno de los volúmenes de las actas (que lleva el ambicioso título de Corpus Borgiano), el historiador Massimo Miglio, presidente de la agrupación «Roma nel Rinascimento», encargada de la organización del congreso, declara que ha percibido «la preocupación de que esta iniciativa se convierta en una rehabilitación». El estudioso se apresura a afirmar que «tal no es la finalidad de la investigación histórica… No hay la menor voluntad de minimizar, de radicalizar, de justificar ni de absolver. No creo que tales sean los deberes del que investiga la historia». Que todo siga igual; la imagen demoníaca de Alejandro VI no debe cambiar.
El último congreso, celebrado en la capital, en Castel Sant’Angelo, se titula «Alejandro VI: más infame o más feliz que nunca». El vituperante lema que Guicciardini dedicó al Papa Borgia (Istorie fiorentine, cap. XXIV), estaba impreso hasta en las bolsas de papel que regalaban al público para que guardara libros y folletos, y no dejaba dudas acerca del propósito del congreso.
En las sesiones no faltan las indefectibles cartas falsas de Pietro Martire d’Anghiera y fragmentos del diario de Burcardo, cuya lectura, ante un auditorio abarrotado, hace para la ocasión un conocido actor. En términos teóricos, el congreso se proponía «comprobar que la imagen de los Borgia que surge del Corpus Borgiano dista del topos afianzado de los Borgia como puro sexo, intrigas y orgía del poder». En términos prácticos, sin embargo, en el curso de las sesiones el presidente de la agrupación advierte de nuevo que ni se puede ni se debe «rescatar» al Papa condenado por los historiadores. Desde la mesa de los ponentes se anuncia con satisfacción que el Comité creado por el Ministerio había celebrado en siete años ocho congresos y sumado 4400 páginas de actas ya reunidas en doce volúmenes. Y vuelta a empezar con su estribillo: «No tenemos que rehabilitar a Alejandro VI porque no sería justo», subraya el italianista Francesco Tateo, «la historia no debe rehabilitar». Si acaso, añade, pueden aclararse los aspectos positivos de Rodrigo Borgia (poco conocidos), junto a los negativos (famosísimos). Las ponencias (genéricas, simples refritos y, en algunos casos, bastante confusas), no ponen en absoluto en entredicho la credibilidad de las fuentes históricas sobre Rodrigo Borgia; aún menos lo hacen los doce volúmenes publicados. En cualquier caso, ¿qué más da? si no puede haber rehabilitación. Insisten en los eternos Burcardo, Pietro Martire, Guicciardini y Maquiavelo. El ponente Rusconi es lapidario: «Después de ellos, no queda mucho que decir». Al Papa se le reconoce magnificencia, pero no magnanimidad; puede rehabilitarse el Pontificado, pero no al Pontífice. Lo primordial es la condena moral.
Para que no parezca que se ensañan, conceden algo: en el fondo, Alejandro VI no era distinto a los demás, estaba «inmerso en el continuum que empieza en el Cisma de Occidente y acaba en la Reforma, que se encaminaba hacia la construcción del Estado eclesiástico». El desarrollo del cónclave en el que fue elegido (que en ningún momento sometieron a debate), demuestra que «la praxis era común». Alejandro VI no es un monstruo: formaba parte de un sistema y, por tanto, no se le puede achacar toda la culpa a un solo individuo. Dicho de otro modo, hay que condenar a toda la Iglesia de la época. Por otro parte, no faltan medios materiales: entre los ponentes, un representante del Ministerio anuncia que en los próximos años el Estado italiano reducirá el número de agrupaciones beneficiarias de ayudas, pero que «Roma nel Rinascimento» recibirá incluso más ayudas que antes. La frase con la que se despide al público, con el fin de pasar por alto definitivamente el único asunto que de veras importa, a saber, si Rodrigo Borgia era o no indigno, se ampara en el esteticismo: «No pedimos que se absuelva a Alejandro VI; si acaso, que se añada algo que lo haga más apetecible».
A propósito de apetito: después del repaso que hicieron de los hábitos corruptos del Papa, los congresistas cenaron a la luz de velas en una de las terrazas de Castel Sant’Angelo. Esa recepción mundana, que se celebró precisamente en la fortaleza que Rodrigo Borgia reconstruyó e hizo pintar al fresco a Pinturicchio, costó —según la empresa de catering que la organizó— unos 10 000 euros. Un buen brindis a la memoria de Alejandro VI.
2007: último ataque al Papa Borgia
Cuando apenas habían pasado unos meses de los brindis en Castel Sant’Angelo, los periódicos y las televisiones del mundo entero dieron una noticia a bombo y platillo: por fin se había encontrado la prueba (¿una más?) de los amoríos entre Alejandro VI y Julia Farnese. En junio de 2007 se expuso en el museo Guggenheim de Nueva York el fragmento de un fresco atribuido a Pinturicchio, un Niño Jesús sostenido por dos manos, indudablemente las de la Virgen, con una tercera mano de un personaje desconocido sujetándole un pie. El fragmento, al que enseguida se le dio el título de «El Jesús de las manos», en posesión de un marchante, lo descubrió en 2004 el profesor Franco Ivan Nucciarelli, docente de iconología en la Universidad de Perugia, quien convenció a un grupo industrial italiano para su compra, restauración y promoción publicitaria (la obra puede verse ahora en el sitio http://www.margaritelli.com/fondazione/ pinturicchio/eng/interna.asp?ln=62&sez=6466).
¿Por qué ese hallazgo suscitó tanto interés? En Mantua, en una colección privada, se conserva un cuadro, de factura muy mediocre, que al parecer es una copia del Niño Jesús de Pinturicchio, una copia integral (que también está en la página de Internet indicada más arriba). Pues bien, en dicha copia puede verse que el niño está sentado en el regazo de la Virgen y que la mano que le sujeta el pie no es otra que la del Papa Borgia. Este cuadro, en la reconstrucción de Nucciarelli, se correspondería con un pasaje de Las vidas de Vasari, quien, en 1568, esto es, sesenta y cinco años después de la muerte del Papa, refiere de ciertos rumores según los cuales Pinturicchio «retrató, encima de la puerta de una habitación, a la señora Julia Farnese con el rostro de una Virgen; y en el mismo cuadro la cabeza del Papa Alejandro, que la adora». En 1532 había contado los mismos rumores Rabelais (sí, el autor de Gargantúa y Pantagruel), así como Stefano Infessura en su tristemente célebre diario…
Según Infessura, ese retrato blasfemo se encontró en los Aposentos Borgia del Vaticano, encima del montante del Cubícolo, un pasillo que conduce a la alcoba del Papa.
Tras el fallecimiento de Rodrigo Borgia, la pintura fue tapada por la vergüenza de semejante blasfemia.
Con todo, esa medida no fue suficiente. En 1612 (es decir, más de cien años después de la desaparición del Papa), un Gonzaga, envidioso de los Farnese, encargó una copia al desconocido (y poco diestro) pintor Facchetti. Gonzaga quería demostrar que el ascenso de los Farnese se debía a los vergonzosos amoríos entre Julia y el Papa más malvado de la historia. Nació así la copia que se conserva todavía en Mantua, ciudad de los Gonzaga. ¿Cómo consiguió el pintor Pacchetti entrar a escondidas en los aposentos Borgia del Vaticano? Según se cuenta, de noche, corrompiendo a un guardarropa con un par de medias de seda. Nucciarelli, el descubridor de la pintura de Pinturicchio, da crédito a esta versión.
El original de Pinturicchio permaneció en los Aposentos Borgia hasta que el Papa Alejandro VII Chigi (1655-1667), el cual, a juzgar por el nombre que eligió, no debía pensar tan mal de su homónimo predecesor, lo mandó quitar de la pared y, tal vez tras destruir los retratos (supuestos) de Alejandro VI y de la Virgen-Julia, conservó en su colección privada el Niño Jesús.
Hasta aquí la noticia, tal y como ha sido divulgada por las agencias de prensa de medio mundo. Sin embargo, algo no encaja, y por varios motivos.
Ante todo, a juzgar por la enorme precisión y el amor al detalle con que el pintor Facchetti hizo su copia, pese a todo mala, de la pintura, es de sospechar que estaba milagrosamente provisto de una máquina fotográfica con flash…
En efecto, cada detalle, hasta la posición de los dedos, es en todo idéntico al original de Pinturicchio. ¿Unos instantes aprovechados a hurtadillas gracias a la complacencia de un guardarropa escaso de medias de seda no es acaso muy poco para tamaño trabajo, que requiere calma, concentración, equipo y, sobre todo, suficiente luz?
Pero eso no es todo. Las manos de Alejandro VI que retrató Pinturicchio en los Aposentos Borgia (sala de los Misterios), es decir, a sólo unos metros del supuesto retrato blasfemo, son grandes y toscas. En cambio, la mano que sujeta el pie del niño es muy fina y elegante, muy parecida a la de la Virgen, y está totalmente reñida con la corpulencia del Papa, como se aprecia en la copia de Mantua. Indudablemente, Pinturicchio no pudo pintar las manos de Borgia de dos maneras tan dispares, pero éste es un detalle que prefieren omitir en la exposición y también todos los historiadores del arte involucrados.
El nombre de Julia Farnese, la «Venus papal», aparece cada dos líneas en los artículos de prensa de todo el mundo. Sin embargo, el propio Nucciarelli confiesa a la revista estadounidense Artnews que la atribución del rostro de la Virgen a Julia Farnese no se basa más que en «murmullos» y que la identificación seguirá siendo un misterio. En una palabra, no hay pruebas de que el rostro de la Virgen sea el de Julia Farnese, de la cual, por lo demás, no existen retratos seguros. Así, hay uno, una dama con el unicornio, cuyo rostro no se parece más al de la copia de Mantua que a otros rostros de Vírgenes de Pinturicchio, como, por ejemplo, la Virgen de la Natividad que se encuentra en la iglesia de Santa María del Popolo de Roma.
En conclusión, los hechos ciertos que se refieren al Papa Borgia en esta historia se pueden contar con los dedos de la mano, y ninguno de ellos se remonta directamente a la época de Alejandro VI. Vasari, más de sesenta años después de la muerte del Papa, y Rabelais, pasados más de treinta años, refieren el rumor según el cual Julia Farnese estaba retratada en aquella Virgen.
Pero esta circunstancia no debe sorprender, toda vez que las maledicencias -orquestadas, como sabemos, con fines de política internacional empezaron en vida del Papa. En cualquier caso, si la pretensión es la de elevar habladurías así (además, tardías) al rango de prueba, lo mismo puede hacerse con todos los Papas que se han retratado adorando Vírgenes y crucifijos; siempre, por supuesto, que se quiera también llegar al delirio.
Ahora bien, en todo ello hay bastante más que una falsa y malévola atribución del rostro de la Virgen a Julia Farnese. Nos lleva a esta pista la discrepancia sobre las manos: Pinturicchio podría haber pintado a cualquier otro en vez de al Papa, tal vez a una mujer, una santa, por ejemplo, o a un joven, o en todo caso a un individuo delgado, no a nadie corpulento como el Papa Borgia. No puede descartarse que del fresco se hiciera una copia con fines difamatorios, que se falsificase yuxtaponiendo la imagen del Papa a la mano fina que sujeta el pie. Con ese molde pudo hacerse la copia de Mantua. Pero ¿cuál era la figura original? Aquí reside el problema.
En la iconografía tradicional, los pies de Jesús niño sólo los toca la Virgen. Sólo hay una excepción, al menos entre los adultos: el mayor de los Reyes Magos, que a menudo es representado rozando con la mano el pie del Redentor.
¿El Niño como Rex Mundi guardaría correspondencia con la adoración de los Magos? La estudiosa de historia del arte Cristina Acidimi Luchinat (Pinturicchio, Florencia, 1999), plantea la hipótesis de que el fragmento de la perdida Adoración de los Magos la pintó Pinturicchio en el claustro de Santa María del Popolo, que Valadier mandó derribar en 1811 para construir la actual Piazza del Popolo.
Pero aún hay algo más extraño en el fragmento: el pie lo toca una mano izquierda. Una blasfemia en toda regla, que constituye un unicum iconográfico. El Rey Mago, por descontado, siempre toca a Jesús con la mano derecha. Y en los cuadros se intuye el cuidado que tienen los pintores en que el Rey Mago no haga nada con la mano izquierda, ni entregar la dádiva ni tocar al Niño: Botticelli, por ejemplo, pone en el suelo la dádiva del Mago al tiempo que éste acaricia el pie del Salvador, lo mismo hacen Gentile da Fabriano y Sogliani en su Adoración de los Magos que se encuentra en la iglesia de San Domenico, en Fiésole; Ghirlandaio, al igual que Filippo Lippi y el Beato Angelico, en el tondo que al parecer pintaron juntos, dejan que el Mago agarre el pie con la derecha y evitan representar la dádiva, permitiendo que el espectador lo intuya oculto a su vista, tal vez detrás de la figura de algún personaje; Perusino, por su parte, hace que entregue la dádiva con la derecha, pero evita que toque al niño con la izquierda, etcétera. Ningún pintor se atreve a representar al Salvador tocado con la mano izquierda.
Hay una última complicación. Aunque es cierto que los Magos buscaban un Rey, lo cual concordaría con la figura del Niño sosteniendo el cetro imperial, no hay, sin embargo, Adoraciones de los Magos con un Niño con el cetro, si acaso, es el Rey Mago el que le alcanza una copa cerrada como dádiva.
Aparte de alguna rara excepción en la Alta Edad Media, como la Virgen de la Basílica Metropolitana de Santa Severina (siglo XI), en los siglos XV y XVI el cetro imperial sólo figura en los cuadros en los que la Virgen está representada como Regina Mundi, también llamada «Virgen en trono», o sea, sentada en un trono, coronada y con el Niño en el regazo. El mayor número de ejemplos de esta tipología figurativa data de finales del siglo XV (la Virgen en trono de Craveggia, la Regina Mundi de Gentile Bellini [de 1475-1485], la talla de Aufkirchen, la Regina Mundi de Collepardo, la de los Padres Pasionistas de Pugliano, la de la Granada, ahora en la National Gallery de Londres, la Regina Mundi de Filipino Lippi, de 1498, la de Macrino d’Alba, de 1499, y muchas más). Pero tampoco hay que olvidar la Regina Mundi de Silvestre Arnosti, de 1597. Hay que esperar a 1650 para encontrar una Virgen en trono pero sin corona, con el Niño en el regazo que sostiene un cetro imperial (estatua del escultor Tomaso Ortolino, en el monasterio de Santa Clara, en Génova). El cetro es a veces de oro con una cruz sobrepuesta (el cetro imperial, símbolo de la realeza divina y, no casualmente, también del Sacro Imperio Romano), otras veces, no tiene cruz, y otras tiene forma de granada, símbolo de las heridas que le infligieron a Cristo en la cruz y, por tanto, de la Pasión.
Esta representación de la Virgen, sin embargo, nunca se encuentra en los cuadros de la Adoración de los Magos. Así pues, se diría que la teoría de que la mano pertenece a un Mago no la corroboran en absoluto las fuentes iconográficas.
La audacia de esa mano izquierda y el carácter totalmente atípico del cuadro, que, debido a la presencia del cetro imperial, no puede pertenecer a una Adoración de los Magos, nos hace avanzar una última hipótesis, más compleja: que también esta representación fue encargada, tras la muerte de Alejandro VI, por los mismos difamadores que desde hacía años estaban elaborando, con paciencia inquebrantable, el mito negativo, a fin de dar al viento purificador de Lutero materia con la cual desencadenar, con la cual llenar sus pasquines y así sacar a las masas de la Iglesia. Pinturicchio murió en 1513, diez años después que Alejandro VI; por consiguiente, tuvo todo el tiempo del mundo para ejecutar el retrato difamador. Aun así, no hay por qué suponer que él se encargó personalmente de pintar el cuadro blasfemo: es sabido que los Aposentos Borgia en el Vaticano no los historió Pinturicchio solo, sino que intervinieron además muchos y excelentes alumnos de su taller.
Sin embargo, esta hipótesis no explica cómo se le pintaron al Papa esas manos tan finas y femeninas que contrastan tanto con las manos grandes y toscas del célebre retrato de Alejandro VI que había pintado Pinturicchio en esos mismos Aposentos, en la sala de los Misterios. Porque el perfil del Papa, en la copia mantuana, sí es muy semejante al de la sala de los Misterios: el autor de la copia tuvo buen cuidado en copiar fielmente lo que ya había del Papa Borgia, para otorgar mayor credibilidad al cuadro. Si no le pintó las manazas de la sala de los Misterios es porque no podía hacerlo: la delicada mano izquierda que acaricia el pie del Salvador pertenecía originalmente a otra figura y no podía hacer otra cosa que pegar el retrato del Papa a esa mano que no era suya. Pero, entonces, ¿de quién era esa mano audaz?
¿Tal vez de Valentino o de su hermana Lucrecia, ambos de manos finas, o de otra persona a la que se quería perjudicar? Si fuese así, la finalidad de pintar el pie que agarra la mano izquierda sería también de difamación blasfema, pero no del Papa. Sólo más tarde, en el espacio de tiempo que transcurre entre la muerte del Pontífice y los primeros testimonios de Rabelais y Vasari, alguien mandaría que se reemplazara la imagen por la del Papa Borgia, el blanco más útil en aquellos años de luchas religiosas.
Volvamos a la copia de Mantua, el único cuadro que a estas alturas ya no tiene misterios. Fue ejecutado con el explícito afán de escarnecer y de difamar: si por un lado la posición es idéntica en cada uno de sus detalles, por otro, el rostro del Niño lo ha deformado claramente el pintor. Le ha pintado una nariz tosca y fláccida (la del Pinturicchio, en cambio, es respingona), inconcebible en un niño de tan tierna edad, y la ha hecho muy parecida a la del Papa; asimismo, el semblante pretende asemejarse al del Pontífice, como para hacer un guiño al espectador e insinuarle que ese niño es un hijo bastardo del Papa Borgia y de Julia Farnese. También el rostro de la Virgen es inverosímil: en lugar de la tradicional casta compunción de la Virgen, ésta muestra una sonrisita maliciosa. Más aún: el Papa no mira al Niño, a pesar de que éste lo está bendiciendo, ni tampoco la pequeña mano que le imparte la bendición. El Papa está mirando el cetro imperial que el Niño sostiene en la mano, como si dijera: estoy mucho más interesado en el poder que recibo de ti que en tu bendición… En una palabra, no se trata de un cuadro sagrado, sino de un auténtico panfleto. Lamentablemente, los historiadores del arte guardan silencio.
En conclusión: el cuadro de Mantua ha demostrado ser un acto de difamación en toda regla contra Alejandro VI y forma parte de la gran trama de falsificaciones para perjudicar al Papa Borgia. En cambio, del Niño Jesús de las Manos podemos decir —tras haber observado con tal propósito varios miles de pinturas de todos los lugares y todas las épocas— que sigue siendo, por esa fina y audaz mano izquierda (que no pertenece al Papa Alejandro VI), un genuino unicum en el panorama de la pintura medieval y moderna. La hipótesis de que en este cuadro hay también una intención claramente blasfema, pero dirigida contra otro personaje, parece la menos improbable. Sin embargo, el misterio está aún por esclarecerse.
La gran reforma de la Iglesia que preparó AlejandroVI
Difamadores, falsificadores, historiadores transigentes. ¿Cómo se explica que durante tantos siglos un ejército tan grande se haya movilizado sin parar contra el Papa Borgia? Sin duda, la puesta en juego tiene que ser bien alta para que ocurra algo así. La respuesta nos la da la obra de Alejandro VI o, más exactamente, lo que proyectaba hacer pero no pudo cumplir.
El proyecto de reforma radical de la Iglesia que el Papa Borgia intentó llevar a cabo repetidas veces habría cercenado la naciente Reforma protestante. Como le explican a Salaì primero Iligi y luego Ciolek, el Papa Borgia estaba organizando la reforma de la Iglesia y del clero. Alejandro VI había puesto en marcha innumerables medidas de mejora tanto en la ciudad papal como en los otros países cristianizados: en los últimos tres años de Pontificado había nombrado cardenales en Francia, Alemania y España y les había otorgado poder para reformar el clero, especialmente conventos y monasterios. En Austria había dado instrucciones a los superiores de todas las instituciones religiosas para reprimir y castigar los excesos y el libertinaje de sus subordinados; en Irlanda había dispuesto la inauguración de un sínodo para mejorar la moralidad de la vida religiosa; en Italia había ordenado al superior de los Camaldulenses que en los monasterios se recuperase la antigua regla. En muchos casos hizo corregir o prevenir abusos con cartas que escribía personalmente: sólo a los franciscanos les dirigió nada menos que ochenta y cuatro misivas. La orden minorita, por presión del Pontífice, en 1501 adoptó una serie de reformas internas que tomaron el nombre de su inspirador, «Reforma alejandrina». El año anterior el Papa Borgia había mandado, con la bula «Admonet nos», la reforma general de los conventos y de las monjas en toda Alemania.
Los historiadores suelen hacer caso omiso de esa obra de Rodrigo Borgia, dado que se aviene mal con la «leyenda negra». Sin embargo, las innumerables y casi meticulosas medidas de reforma que emprendió las ha rastreado Peter De Roo en los archivos de media Europa y en el tomo III de su obra ocupan más de 120 páginas. No es casual que durante el Pontificado del Papa Borgia se celebrasen muchos más concilios y sínodos de lo habitual, encaminados a la reforma y a la moralización del clero: de Hungría a Polonia, de Islandia a Lituania, de Portugal a las islas Canarias.
Sin embargo, era necesaria una estrategia global, que estableciese las directrices para una reforma unitaria y general de la Iglesia, sobre todo en relación con Alemania y Holanda, donde el Papa Borgia sabía que anidaba el mayor descontento. El tierras alemanas, casi todos los obispos y abades pertenecían a la nobleza, cuyo estilo de vida relajado compartían, influyendo además sobre el comportamiento de los rangos religiosos más bajos. Hacía mucho tiempo que en la diócesis de Estrasburgo (Peter De Roo, op. cit, tomo III, p, 87) no se veían mitras, que el pueblo tampoco reclamaba. A principios de la Reforma, al menos dieciocho diócesis y archidiócesis estaban en manos de príncipes seculares, cuyo deseo era afirmar, mediante la independencia de Roma, su papel político hegemónico.
En 1497, Alejandro VI instituyó una comisión de seis cardenales, a la que luego se sumaron otros purpurados y prelados, además de él mismo. El grupo empezó reuniéndose cada mañana: los informes de esta labor preparatoria están recogidos en dos códices de la Biblioteca Vaticana (Peter De Roo, op. cit., tomo III, p. 172 y ss.). La severa fama de los seis cardenales quitó pronto el sueño a los renuentes príncipes alemanes. Aquellos no tardaron en ser llamados «los seis reformadores» («sex reformadores»), en referencia a la comisión que desempeñaban: algunos príncipes, en el afán de defender sus prerrogativas, les rogaron consideración.
De las actas de la comisión se desprende que Alejandro VI contaba con la posibilidad de promulgar una o más bulas de reforma, que tendrían que haber surtido sus primeros efectos rotundos. Pero como aumentaban, según avanzaban las sesiones, los abusos que se cometían en cada uno de los países cristianizados, se llegó a la conclusión de que no era suficiente el instrumento de la bula. ¿Realmente podía una bula papal mejorar los hábitos de los ricos y poderosos príncipes alemanes y de sus parientes obispos, acostumbrados a dictar ellos mismos leyes en su territorio (incluso falsificando las bulas papales…), y hacer que viviesen sin resabios de la alta aristocracia? Se vio entonces la necesidad de un concilio general, en el que los delegados de cada país pudieran discutir con conocimiento de causa los problemas específicos de su territorio y luego negociar inter pares las medidas a adoptar.
Pero el concilio, que es mencionado en las actas de la comisión de Alejandro VI como algo inminente, lamentablemente nunca se celebró. Como si no fuese por azar, Alejandro VI se encontró ante un cúmulo de emergencias sumamente graves: piénsese sólo en la invasión de Italia de los franceses Carlos VIII y Luis XII, en las guerras entre el Estado de la Iglesia y los pequeños principados italianos, o en la constante amenaza turca. El siguiente concilio (llamado «quinto concilio lateranense») lo celebró Julio II ya en 1511, a los ocho años de la muerte de Alejandro VI. Aunque detestaba a su antecesor, Julio II tuvo que reconocer que el tan anhelado concilio se había «aplazado durante tanto tiempo debido a las públicas desventuras que empezaron a atormentar Italia en los tiempos del Papa Alejandro, y que la siguen turbando». Demasiado tarde: sólo seis meses después de la clausura del concilio, Lutero promulgó sus noventa y cinco tesis.
Así pues, la reforma que había comenzado el Papa Borgia no se aplicó hasta 1563, como consecuencia del concilio de Trento (1545-1563): hacía casi medio siglo que la otra reforma, la protestante, había entrado en liza.
La Germania de Tácito
El descubrimiento del texto fundador de la historia alemana no es menos oscuro que increíble. En este sentido, todas las circunstancias que refiere Salaì son ciertas: nadie sabe bien (y con casi absoluta certeza nunca se sabrá) quién descubrió y entregó para la posteridad el manuscrito de la Germania de Tácito, quién lo llevó a Italia, en qué momento y en qué lugar fue depositado. La versión más acreditada es la que da por descubridor a Enoch d’Ascoli, versión que, sin embargo, rebaten varios estudiosos (entre ellos, fundamentalmente R. P. Robinson, The Germany of Tacitus, Middletown, 1935, que defiende la tesis de que su descubridor fue Poggio Bracciolini).
Pero lo que está más en entredicho es la autenticidad del texto de Tácito. Son muchos los autores que han afirmado en distintas ocasiones que las obras atribuidas a Tácito no son auténticas. Ya en el siglo XIX, el inglés John Wilson Ross (Tacitus and Bracciolini: the Annales forged in the XVth century, Londres, 1878), atribuyó a Bracciolini las falsificaciones de los Anales, una de las dos obras mayores del historiador latino. En ese mismo siglo, el francés Polydore Hochart (De l’Authenticité des Annales et des Histoires de Tacite, París, 1890), puso también en tela de juicio la autenticidad del otro opus magnum tacitiano, las Historiae. Los análisis de Hochart, como le ocurriera a Peter De Roo, nunca han sido discutidos seriamente por ningún historiador. En el siglo XX volvió a abordar el tema el estudioso estadounidense Leo Wiener («Tacitus’ Germania and other forgeries», en Toward a History of Arabico-Gothic Culure, vol. II, Filadelfia, 1920), quien, partiendo de un análisis filológico y textual, afirma la absoluta falsedad de Germania. Sin embargo, la filología oficial moderna no sólo se ha negado a debatir la posibilidad de que la Germania de Tácito sea una falsificación: deliberadamente la ha ocultado. Se constata que los círculos académicos oficiales rechazan aceptar a Hochart y Wiener, o quizá sólo les asusten sus tesis (Wiener fue un estudioso de gran renombre, además de padre del famoso premio Nobel Norbert Wiener, fundador de la cibernética), en la auténtica censura que han sufrido sus obras. El ejemplo más evidente es la edición crítica más completa de Germania, la prestigiosa Teubneriana (Germania. Interpretiert, herausgegeben, übertragen, kommentiert und mit einer Bibliographie versehen von Allan A. Lund, Heildelberg, 1988). El respetado filólogo Lund, en la enorme bibliografía final, ofrece la lista de la práctica totalidad de las obras científicas que tratan del tema: varios cientos de libros, artículos y tesis para universitarios, y también para estudiantes de bachillerato, publicados en varios idiomas. Los únicos títulos que no figuran en la lista de Lund son —porque no gustan, obviamente— los de Ross, Hochart y Wiener: un genuino acto de prepotencia intelectual. Lo curioso es que el estudioso alemán no desconoce la prepotencia, pues es autor de una obra que trata de la recepción que tuvo la Germania de Tácito en el régimen hitleriano (Germanenideologie im Nationalsozialismus: Zur Rezeption der Germania des Tacitus im Dritten Reich, Heidelberg, 1995).
El problema de la autenticidad de la obra tacitiana es todo un tabú que a lo mejor podría atribuirse a una visión militante de la filología o a cualquier otra superestructura ideológica.
La propia datación del códice Hersfeldense (siglo IX), que constituye, según una tesis afianzada, el manuscrito troncal de Germania, no resuelve el problema. Se ha afirmado que una de las pruebas de la «antigüedad» de Germania es la mención que de ella hace (la única en época antigua) Rodolfo de Fulda en sus Anales, que se remontan al siglo IX. Para rebatir esta certeza, no hace falta siquiera adherirse a tesis tan radicales como las del estudioso alemán Heribert Illig (Das erfundene Mittelalter, Dusseldorf, 1996; y Wer hat an der Uhr gedreht?, Munich, 2000, además de numerosas publicaciones en revistas especializadas), quien, sobre la base de un minucioso análisis interdisciplinario, estima totalmente inventados los siglos VII, VIII y IX, y propone eliminarlos de la cronología oficial. En efecto, basta apuntar (lo raro, sin embargo, es que nadie lo haya hecho nunca) que alguien pudo añadir el pasaje de Germania contenido en Rodolfo de Fulda partiendo de sus Anales, y no al revés. En cualquier caso, el testimonio de Rodolfo no resuelva nada, habida cuenta de que al monje de Fulda se le han atribuido muchas y muy graves falsificaciones, al igual que a su maestro Rabano Mauro. A este respecto, véase la gran obra en seis volúmenes que reúne las actas del primer (y último) congreso importante dedicado a las falsificaciones en la Edad Media, que tuvo lugar en Munich en 1986: Fälschungen im Mittelalter. Internationaler Kongreß der Monumenta Germaniae Historica, München 16-19. September, 1986, Hannover, 1990, tomo III, pp. 100, 104, 337 y ss.
Los tudescos
Sobre Diebold Lauber, las actividades de su taller y la bibliografía correspondiente (así como para ver el Moisés cornudo que Salaì encuentra entre los papeles de Burcardo), puede consultarse el excelente sitio que se hizo con motivo de la exposición sobre Lauber y los scriptoria de la zona alemana, cuya organización corrió a cargo de la Ruprecht-Karls-Universität de Heidelberg (http://www.ub.uni-heidelberg.de/helios/fachinto/www/kunst/ digi/lauber/)
Todas las noticias sobre los banqueros alemanes Pugger en la ciudad papal durante los años del Pontificado de Alejandro VI son verídicas, como puede comprobarse en A. Schulte, Die Fugger in Rom 1495-1523, Leipzig, 1904. Como demuestra Schulte (op. cit., p. 21), ocurrió algo inusual en las relaciones financieras entre la familia alemana y el Vaticano. En efecto, en aquellos años se estaba contratando el gran préstamo a Alejandro VI para la lucha contra los turcos; al mismo tiempo, desaparecían los albaranes de las operaciones financieras con la Santa Sede; los documentos correspondientes a esos años no están en los archivos vaticanos, los posteriores tienen lagunas. Asimismo, es cierto todo lo que cuenta Copérnico acerca del formidable ascenso de los Fugger en Roma y acerca de los modos tan extraños en que lo consiguieron: por ejemplo, las estafas cometidas valiéndose de la compra de beneficios eclesiásticos (A. Schulte, op. cit., pp. 28-29), y la curiosa circunstancia de que los encargados de trasladar el dinero de los Papas sufrían constantes asaltos, que cesaron de manera sorprendente desde el momento en que los Fugger pasaron a desempeñar ese cometido (Ibidem, pp. 6-7).
Las noticias sobre los ritos diabólicos de los que se acusaba a los valdeses y sobre otras sectas herejes activas en Bohemia, Franzia e Italia entre finales del siglo XV y principios del XVI proceden de Peter De Roo, op, cit., tomo III, p. 30 y ss.
A Michael Sander, el secretario de Burckard, lo conocen también desde hace mucho los historiadores, al igual que a Paride Grassi, quien sucedió a Burcardo a la muerte de éste y fue su implacable acusador (cfr. Bautz Bio-biliographisches Kirchennlexikon, Nordhausen, 2001, vol. XIX, col. 599-605). Los severos comentarios que Grassi le dedica a Burcardo surten un gran efecto en Salaì, pues entre los estrasburgueses aparece una vez más, extrañamente, el diablo. En efecto, según Grassi los manuscritos pertenecientes a Burcardo eran tan confusos y su escritura tan enmarañada, que parecía que se los había inspirado el diablo, cuya ayuda era imprescindible para poder comprenderlos (L. Oliger, op. cit., p. 224).
La inscripción «Argentina» en letras doradas figuraba realmente en el palacio de Burcardo, pero ya a las pocas décadas de su muerte se había borrado el recuerdo de que el poderoso maestro de ceremonias de Alejandro VI había construido el palacio. Todavía hoy los romanos creen que la contigua piazza Argentina, punto neurálgico del centro histórico de la capital, debe su nombre al país sudamericano, cuando no es más que el rótulo que cinco siglos atrás grabó el lobby estrasburgués en el corazón de Roma. Hubo que esperar hasta 1908 para que el historiador del arte Domenico Gnoli, extrañado por la singularidad de aquella residencia del gótico tardío en el tejido de Roma, descubriera que el palacio al que pertenecía la torre (posteriormente derribada y englobada en el cuerpo del edificio) había sido construido y habitado por Burcardo. Hoy, el hermoso palacete, varias veces restaurado en el siglo XX, pueden visitarlo, por el módico precio de dos euros, todas las personas que deseen conocer el lugar donde vivieron —y urdieron sus calumnias— Juan Burcardo y Miguel Sander. Naturalmente, la descripción del palacete y de su interior no es fruto de la fantasía, como puede comprobarse en W. AA., La casa del Burcardo: il palazzetto e la raccolta teatrale della SIAE, Roma, 1967.
Las palabras de los alemanes que salen con Salaì al callejón que está enfrente de la posada de la Campana no son consecuencia del desvarío de tres borrachos. Son testimonios verídicos del pensamiento humanista alsaciano, como se puede leer en el excelente y hoy olvidado ensayo de J. Knepper, National Gedanke und Kaiseridee bei den deutschen Humanisten. Ein Beitrag zur Geschíchte des Deutschtums und der politischen Ideen im Reichslande, Friburgo de Brisgovia, 1898. No es casual que las figuras de los precursores del protestantismo, como Wimpfeling, estudiado y ensalzado por los historiadores hasta principios del siglo XX, hayan pasado al olvido y sólo sean objeto de debate entre los especialistas. Los amenazadores llamamientos de Wimpfeling, el rimbombante fervor nacionalista y xenófobo en el que nació el humanismo alemán, presagio de la Reforma protestante, ya no convienen a los que quieren explicar los orígenes del cisma luterano como un avance necesario y glorioso de la historia de la humanidad, olvidando el pan que fue su sustento: la afirmación de la pureza racial alemana por medio de la Germania de Tácito, el recelo y el desprecio de las otras culturas (en Wimpfeling, fundamentalmente de la italiana y de la francesa), la glorificación del pasado germánico y de las virtudes guerreras del pueblo alemán, la inquebrantable búsqueda de legitimación y el enaltecimiento de los historiadores «bien orientados». A principios del siglo XX, Georg von Schönerer, el historiador tan apreciado por Hitler, con su movimiento «¡Fuera de Roma!» recuperó al pie de la letra las contraseñas de los humanistas alsacianos. En aras de la identidad germánica y por afrentar a la Iglesia de Roma, tras proponer que se contaran los años a partir del año 113 a. C., fecha en que los cimbros y los teutones derrotaron en una batalla a los romanos, y que se cambiaran los nombres de los meses, de origen romano, por otros de origen germánico, von Schönerer, con el apoyo de la Iglesia evangélica alemana, convenció a más de quince mil católicos alemanes y austriacos para que se pasaran en masa a la religión reformada.
Sin embargo, la larga ola de la intolerancia sobrepasa con mucho la línea divisoria de Nuremberg y de Yalta. Todavía en 1962, en la introducción que Adolf Schmidt hace a dos escritos sobre la Germania de Enea Silvio Piccolomini y de Wimpfeling (Aeneas Silvius, Germania, und Jakob Wimpfeling, «Responsa et replica ad Eneam Silvium», Colonia/Graz, 1962, p. 8), Wimpfeling es definido como «un ardiente patriota, que ha demostrado que Alsacia es tierra alemana», en contraposición a Enea Silvio Piccolomini, que, por haber salido de las filas de los humanistas italianos, bien puede ser tenido por un renegado.
Cuarenta y seis capítulos que han hecho la historia
La obra tacitiana no constituye tan sólo la partida de nacimiento de la historiografía sobre Alemania, también es el punto de partida de todos los conceptos ideológicos en los que los alemanes son el punto central. Como explica el historiador y filólogo del mundo clásico Luciano Canfora (La Germania di Tacíto da Engels al nazismo, Nápoles, 1979), a lo largo de los siglos, cada soplo de pangermanismo, cada intento de convertir la tierra alemana en el centro de Europa (o incluso del mundo), se inspira en Germania. La morbosa perspectiva ideológica que le sirvió de ganzúa a Hitler para desencadenar la guerra y cuanto ésta acarreó no fue fruto de un estallido repentino de locura homicida colectiva, ni de la profunda frustración alemana después del tratado de Versalles, sino de una propaganda de varios siglos durante los cuales el veneno del desprecio y el recelo hacia todo lo que no era alemán fue inoculado, con lentitud y en silencio, en las venas de un pueblo entero. Era necesario crear la convicción de que las raíces de Alemania se hundían en el pasado remoto y nebuloso de la antigüedad romana. Era indispensable construir la historia, piedra a piedra, desde Tácito, pasando por Wimpfeling y el idealismo del siglo XIX, hasta acabar en las extremas consecuencias del régimen hitleriano. El poderoso mensaje político de Germania reclamaba a los alemanes el redescubrimiento de la perdida identidad nacional y el desquite, al tiempo que les pedía que recuperaran su papel de devotos, audaces y toscos, pero valientes guerreros. Como ha demostrado claramente, además de Canfora, D. Mertens («Die Instrumentalisierung der ‘Germania’ des Tacitus durch die deutschen Humanisten», en H. Beck [ed.], Zur Geschichte der Gleichung germanisch/deutsch: Sprache und Namen, Geschichte und Institutionen, Berlín, 2004, pp. 37-101), el mito de la superioridad racial y de la cultura alemana nacional-popular hunde sus orígenes en la Germania tacitiana y en su famoso segundo párrafo, que Salaì lee con desconfianza, donde a los antiguos germanos se les atribuyen sangre pura y antigua y un dominio ininterrumpido sobre su tierra. Adviértase que todo ello se ha sustentado siempre en falsificaciones: como el fraude que cometió Annio da Viterbo en su Historia antiqua (1498), obra en la cual, como le cuenta a Salaì el curita alsaciano, el humanista italiano publica un fragmento del erudito babilonio Beroso (en realidad, totalmente inventado), del que se infiere que el dios Tuiscon, que en la obra de Tácito figura en la cúspide del panteón germánico, descendía de Noé. Así, Annio puede enlazar los orígenes de los germanos con la historia bíblica más remota, y luego reconstruir en cadena toda una genealogía germánica ficticia. Un golpe magistral: durante décadas, los humanistas creyeron (o simularon creer) que los germanos tenían derecho a reclamar orígenes muy antiguos, mejor dicho, los más antiguos de toda Europa. Cuando por fin se descubrió el engaño (1530), hacía tiempo que Lutero había fijado sus famosas tesis (a este respecto, cfr. El completo estudio de P. Hutter, Germanische Stammvãter und römisch-deutsches Kaisertum, Hildesheim, 2000).
En el Tercer Reich, la importancia de Germania como fundamento para el mito de los alemanes de antiguo origen, de raza pura, belicosos y de costumbres incorruptas, alcanza límites absurdos. Simon Schama narra el episodio culminante (Landscape and Memory, Londres, 1996, luego reproducido en Alemania por Die Gazette, n.° 6, septiembre 1998). Mussolini y Hitler, en el encuentro que celebraron en Alemania en noviembre de 1936, tras entablar rápidamente el acuerdo que recibiría el nombre de «Eje Roma-Berlín», abordaron un asunto muy diferente. Hitler le pidió al dictador italiano un regalo: el Codex aesinas, del siglo XV, conservado en Italia. El aesinas contenía algunas páginas del Codex hersfeldensis, del siglo IX, el manuscrito más antiguo de la Germania de Tácito.
Mussolini aceptó de buen grado, sobre todo porque el códice estaba en manos de un conocido antifascista, el conde Balleani di Jesi. En efecto, el códice Esinate, o códice de Jesi, había sido descubierto por azar en 1906 en Jesi, provincia de Ancona, en la biblioteca de los condes Balleani. Por supuesto, el Duce tenía la intención de confiscar el códice y enviárselo al Führer. Pero Hitler no era el que más deseaba tener el manuscrito, pues, como dijo él mismo: «El nacionalsocialismo es, en su organización, un movimiento popular, pero no de culto». En realidad, quienes ansiaban poseer el Codex aesinas eran Alfred Rosenberg, el ideólogo del partido, y aún más Heinrich Himmler, que había convertido las SS en una especie de «orden germánico», y, para nutrirlo ideológicamente, en 1935 había fundado el instituto de estudios Ahnenerbe («Herencia de los antepasados»). Hitler llegó a burlarse de su Reichsführer, pues «excava en todas las aldeas de casas de barro y se desmaya cada vez que encuentra un trocito de arcilla o un hacha». De esta manera, afirmaba Hitler, sólo se demuestra que mientras nosotros nos reuníamos alrededor de las hogueras, Roma ya había alcanzado el grado más alto de cultura. ¡Lo que deben reírse los romanos de hoy por estos descubrimientos!
Pese a ello, Hitler estimó conveniente, quizá por la insistencia de Himmler, intervenir ante Mussolini para conseguir el Codex aesinas. Ahora bien, la respuesta positiva del Duce se convirtió en rechazo al elevarse un coro de protestas por la anunciada salida de las fronteras nacionales de una pieza tan importante de la herencia romana, aunque estuviera destinada al poderoso aliado alemán. Además, hacía tiempo que Mussolini defendía la necesidad de valorar el patrimonio cultural del país; y cuando decidió quebrantar la promesa que le había hecho a Hitler, éste no tuvo ninguna reacción.
En cambio, Himmler no renunció a sus objetivos. Lo había impresionado, de Germania, el célebre y discutido pasaje del cuarto capítulo, en el que Tácito se adhiere a la opinión «de que los pueblos de Germania, al no estar degenerados por matrimonios con ninguna de las otras naciones, han logrado mantener una raza peculiar, pura y semejante sólo a sí misma» (propriam et sincemm et tantum sui similem gentem). Asimismo, lo que Tácito dice a continuación con ánimo crítico («cuerpos grandes y capaces sólo para el esfuerzo momentáneo») y otros pasajes que describen un pueblo primitivo, para Himmler eran una imagen positiva. Gracias a los buenos oficios del embajador alemán en Roma, Hans Georg von Mackensen, uno de los latinistas de la Ahnenerbe, Rudolph Till, pudo consultar el Codex aesinas y fotografiarlo para hacer una edición facsímil. Tras lo cual el valioso códice fue devuelto al conde Balleani. Till publicó su edición crítica de la Germania tacitiana (Handschriftliche Untersuchungen zu Tacitus’Agricola und Germania, Berlín-Dahlem, 1943), con un prólogo de Himmler.
Con todo, el Reichsführer SS no le había perdonado a Mussolini que no hubiera mantenido su promesa. A principios del verano de 1944, en cuanto la Sexta flota estadounidense empezó a avanzar hacia el norte de Italia por la costa adriática y los alemanes se retiraron a los Apeninos, a la llamada línea gótica, Himmler tuvo una oportunidad de tomarse la revancha. En julio de 1944, un comando especial de las SS se dirigió al palacio del conde Balleani, en la localidad de Fontedamo, a dos kilómetros al oeste de Ancona. Llaman, nadie abre. Derriban la puerta, registran la casa de arriba abajo, pero no encuentran el Codex aesinas. Furiosos, los SS destrozan muebles, desgarran cojines y cuadros, arañan frescos, arrancan los mosaicos del suelo. Sin embargo, todo es inútil, no hay rastros de Germania.
El comando buscó en otras dos viviendas de los Balleani, aunque sin incurrir en tanta barbarie: en la casa de Osimo (en la que los Balleani estaban tan bien escondidos que pasaron inadvertidos durante el registro) y, por último, en el palacio solariego, situado en la plaza mayor de Jesi. Los militares del Reich, exhaustos de la inútil búsqueda, hacen rugir sus motores y abandonan por fin la plaza de la pequeña ciudad marquesana. Jamás lo habrían creído, pero habían estado a un paso de lograr su meta: porque en un minúsculo sótano del palacio solariego de los Balleani estaba oculto, en un arcón de madera reforzado con cinc, el tan ansiado manuscrito.
Si Himmler hubiese sabido cuántas dudas se albergan sobre la autenticidad de la Germania de Tácito, quizá no se habría expuesto, y con él a sus hombres, al ridículo de Jesi.
Hoy el Codex aesinas, tras una serie de peripecias no siempre claras (su desaparición y reaparición en distintos lugares, los graves daños sufridos por el códice en la inundación de Florencia de 1966, así como el intento de los dueños de venderlo ilegalmente en el extranjero), está en posesión del Estado italiano y puede ser consultado en la Biblioteca Nacional de Roma, donde está registrado como códice Vittorio Emanuele 1631.
El pasado que no pasa
Si Tácito no escribió realmente Germania y se trata de una falsificación o de una hábil manifestación con fines políticos-religiosos-ideológicos, corresponde al estudioso de literatura y al historiador descubrir el fraude. Ahora bien, si por el contrario esos eruditos evitan enfrentarse al problema o incluso hacen todo lo que está en su mano para que no se sepa nada ni se debata, el lector atento tendrá que pensar en una investigación de otro tipo.
A mediados de los años sesenta, Herbert Jankuhn, un arqueólogo de renombre, se preguntó si los hallazgos arqueológicos de época romana en territorio alemán podían confirmar el contenido de Germania, hallazgos que vendrían a ofrecer una prueba nueva de la credibilidad de la obra. Por muy hábilmente que Poggio Bracciolini u otro falsario hubieran podido fraguar el libro tacitiano, en ningún caso podrían haber conocido los restos romanos que hay en el subsuelo alemán y, por consiguiente, contemplarlos en su falsificación. En la frase final de su trabajo («Archeologische Bemerkungen zur Glaubwürdigkeit des Tacitus in der Germania», en Nachrichten der Akademie der Wissenschaften in Göttingen, 10 [1966]), Jankuhn concluye que, en efecto, todo lo que escribe Tácito no se confirma de forma plena y automática en los hallazgos arqueológicos. No obstante, la rotunda conclusión de Jankuhn (op. cit., p. 426) es que dichas discrepancias, aunque «no han de negarse», en cualquier caso «no pueden poner en tela de juicio la sensación de que Tácito estaba bien informado». Ante estas palabras, nadie se ha atrevido a poner en entredicho la credibilidad de Tácito partiendo de los hallazgos arqueológicos.
Jankuhn (1905-1990) es uno de los nombres más relevantes de la arqueología prehistórica y medieval desde los años treinta. Su nombre está unido fundamentalmente al célebre yacimiento arqueológico de Haithabu, donde se considera que surgió, desde el siglo VIII, un importante asentamiento Vikingo.
Sin embargo, Jankuhn debía su libertad de acción y de enseñanza al régimen nazi, del que fue valioso colaborador y convencido defensor. En 1933 miembro de las SA, al año siguiente del NSDAP y luego de la misma Ahnenerbe a las que también pertenecía Rudolf Till y de las SS de Himmler, desde 1941 dirigió un cuerpo que llevaba su nombre, el comando especial Jankuhn. Su misión: el saqueo de objetos de interés arqueológico en zona de guerra.
Entre 1942 y 1945 encontró además tiempo para enseñar en la Universidad de Rostock, en la que le concedieron una cátedra extraordinaria de prehistoria y protohistoria. Desde 1944 fue Obersturmbannführer de las SS y estuvo a las órdenes personales de Himmler. Gracias al prestigio internacional del que ya gozaba desde antes de la guerra por las excavaciones de Haithabu, Jankuhn dio entonces un gran impulso a la Ahnenerbe. La creación de un pasado mítico y glorioso para las poblaciones germánicas era una de las constantes preocupaciones de Himmler. Jankuhn era uno de los que podía satisfacer esa exigencia: merced a su cuádruple función de investigador, docente, intelectual y proveedor militarizado de restos arqueológicos, «la prehistoria, con su interpretación pro germánica de hallazgos arqueológicos, respondió al deseo de legitimación política del nacionalsocialismo, y el nacionalsocialismo posibilitó la estable inserción de la prehistoria y la protohistoria en el paisaje de la investigación alemana» (cfr. Katharina Krall, Ein Vergleich der Schriften von Herbert Jankuhn und Hans Reinerth zwischen 1933 und 1939, tesis de licenciatura en Historia en la Universidad de Constanza, 2005).
En su monografía Haithabu, ein Handelsplatz der Wikingerzeit (publicada primero, en 1937, en su versión completa, luego, en 1980, en una versión «purgada»), Jankuhn expone el viejo tema de la superioridad de los germanos sobre los otros pueblos. Subraya su papel especial, dado que «su árbol genealógico lo pueden retrotraer mucho más en el tiempo» que los romanos, los celtas y los eslavos. Además, en los germanos «no sobrevive nada foráneo ni se da una inversión del desarrollo», lo cual «se debe a la fuerza interior de su carácter nacional». Hasta en las decoraciones de las cerámicas halladas en los yacimientos arqueológicos, Jankuhn percibe las «fuerzas superiores espirituales» de sus antepasados. En opinión de los estudiosos, lo que en realidad pretende es interpretar las fuentes históricas con el fin de otorgar a los germanos mayor valía que a los demás, dando la impresión de que procede con un método científico objetivo, cuando en realidad se vale de cada uno de los espacios libres que le dejan sus hallazgos y sus fuentes, para respaldar una interpretación nacionalista o nacionalsocialista (Katharina Krall, op. cit., pp. 76-77). Pocos años más tarde, Rudolf Till, su colega de la Ahnenerbe, tañirá las mismas campanas con su edición de la Germania de Tácito.
La actividad de Jankuhn en el frente con su comando especial fue tan intensa que los estudiosos sospechan (Katharina Krall, op. cit., p. 68) que no fue Himmler sino el propio estudioso quien, para sus investigaciones acerca de la indoeuropeización (que los alemanes llaman «indogermanización»), planeó y llevó a cabo la requisa de megalitos en Bretaña y de objetos prehistóricos en los museos de Rusia. Tras estar tres años prisionero de los estadounidenses, su profundo y activo lazo con las más altas jerarquías del régimen hitleriano no le impidió recuperar su trabajo gracias al gobierno de la región de Schlewing-Holstein. En los años siguientes, desempeñó diversos cargos en las Universidades de Hamburgo, de Kiel y, sobre todo, en la de Gotinga, donde, entre 1959 y 1973, fue profesor emérito de prehistoria y protohistoria, años en los que se publicó su ensayo sobre Tácito, así como otras obras que fueron determinantes en la investigación científica posterior, como la Enciclopedia de las antigüedades germánicas (Gotinga, 1968). Por último, entre 1971 y 1986 Jankuhn presidió la Comisión de antigüedades para Europa central y del norte de la prestigiosa Academia de Ciencias de Gotinga, para la cual siguió trabajando hasta su muerte, acaecida en 1990.
¿Cómo se explica que el principal colaborador de Himmler en la creación de un sustrato arqueológico para la ideología del Tercer Reich haya permanecido sin problemas en su sitial hasta nuestros días?
Para algunos (Katharina Krall, op. cit., pp. 93-94), en los estudios de la antigüedad, aún mucho después de 1945 pervive una «red», formada principalmente por ex miembros de la antigua Ahnenerbe, que puede, gracias a apoyos y sobre todo a los testimonios que ofrecen los integrantes de dicha red para protegerse entre sí, «minimizar» el papel que tuvo Jankuhn en la corte de Himmler, hasta el punto de que hoy puede afirmarse que «por este motivo, la desnazificación, en el caso de la prehistoria y la protohistoria, ha de considerarse fracasada».
Desde hace mucho tiempo se conocen los nombres de los ex camaradas de Jankuhn: una larga lista de historiadores y juristas que jugaron un papel prominente durante el nazismo y que, entre otras cosas, consiguieron que Jankuhn ingresara en Gotinga y que fuera elegido miembro de la Academia de Ciencias (cfr. además, U. Halle, Die Extemsteine sind bis auf weiteres germanisch! Prähistorische Archäologie im Dritten Reich, Bielefeld, 2002).
En última instancia, uno de los capítulos decisivos de la controversia sobre la Germania tacitiana fue dictado por un convencido nacista y colaborador de Himmler, protegido por sus ex cómplices, cuyo proyecto original no era otro que el de legitimar a los germanos como pueblo superior, por medio de la mitificación de su fabuloso pasado gracias al libro de Tácito. Las venenosas falsificaciones ideológicas de los humanistas alsacianos, que adoptó el régimen hitleriano, se han perpetuado sin problemas hasta nuestros días, al igual que los encargados de divulgarlas.
¿La Historia ha sido escrita (generación tras generación) por falsarios?
Los primeros que nos quedamos atónitos fuimos nosotros. Tardamos un tiempo en poder creernos la asombrosa verdad. Durante unos días, deambulamos como mareados por las bibliotecas que acababan de ser teatro de nuestro descubrimiento, con la esperanza de habernos equivocado. ¡Qué ingenuos! Tras años de estudio de las fuentes de otros siglos, sobre todo del XVII y XVIII, cuando abordamos los siglos XV y XVI ya estábamos acostumbrados a topar con la parcialidad de los historiadores, pero francamente no nos imaginábamos que pudiera llegarse a tal grado de desfachatez en la falsificación de la verdad histórica, ni que los auténticos e incluso los únicos protagonistas de la Historia fueran ellos, los Grandes Falsarios. Nuestra idea inicial no era otra que la de divertirnos un poco con Salaì, aunque con la pretensión provocadora que declaramos al principio de estas notas; pero a la vista está que nos dimos de bruces con la realidad.
Nuestra primera reacción fue la de cerrar enseguida la tapa de la caja de Pandora, dejarlo todo y retirarnos al campo; la segunda, menos radical, la de volver al estudio de nuestro querido Barroco, siglo y medio después de Burcardo. En ese momento nos acordamos de un episodio lejano y desagradable. Cuando Italia decidió cerrar la puerta a nuestros libros, sostuvimos una interesante conversación telefónica con un periodista del conocido semanario L’Espresso, con el que habíamos contactado para proponerle que escribiera una reseña de nuestra primera novela histórica, Imprimatur. El periodista (una firma importante de la revista romana) manifestó de entrada gran interés e incluso nos habló de la posibilidad de publicar en la versión online del semanario algunos de los documentos históricos que habíamos descubierto. Pero después, cuando leyó la novela, todo cambió. «¡Vuestro libro es muy peligroso!», gritó varias veces al teléfono con tono histérico, mientras nosotros, sorprendidos, guardábamos silencio. «Sugiere que la historia es una completa falsificación, que los libros de los historiadores cuentan embustes. ¿Sabéis qué os digo? ¡Ojalá que vuestro libro pase inadvertido y que ningún periódico lo comente!». Esperaba una reacción nuestra. Le dimos las gracias por su interesante opinión y nos despedimos de él educadamente (tras colgar el teléfono, tuvimos que sentarnos para recuperarnos de nuestra estupefacción).
El deseo del periodista de L’Espresso se ha cumplido en Italia. En el resto del mundo, donde Imprimatur y nuestras siguientes obras han sido traducidas a veintiuna lenguas, todo ha sido muy distinto. Desde la época del Papa Borgia, el miedo a las ideas que ponen en entredicho el status quo, y los métodos para ahogarlas, se han mantenido intactos.
Una vez cerrado el paréntesis del recuerdo, comprendimos que no teníamos que decidir si seguir o no por este arduo camino: ya lo habíamos decidido hace años, con Imprimatur; ese periodista proclive a la represión lo había comprendido antes que nosotros. Por eso estamos aquí, enfrentados con Salaì. Pronto regresaremos al Barroco, con ojos nuevos tras esta experiencia.
Por lo demás, ahora mismo no podemos, ni debemos ni queremos dar ninguna respuesta a la pregunta de este capítulo final; nos limitaremos, pues, a remitir a la ya citada obra en seis tomos (y cerca de 4000 páginas) sobre las falsificaciones medievales, Fälschungen im Mittelalter-Internationaler Kongreß der Monumento Germaniae Historica, München 16-19. September 1986, Hannover, 1990, de la que se han tomado las falsificaciones en la zona alemana que menciona el vejete al que consultan Leonardo y Salaì, incluidas las noticias relativas a Tritemio, al que cierta historiografía sigue tratando de rescatar, con la atenuante de los supuestos «fines nobles» (dar un gran pasado a Alemania) que aquél utilizó para inventar de la nada los orígenes del pueblo alemán. El contenido de los seis volúmenes de Falsificaciones en la Edad Media, despeja más dudas que cualquier explicación. Como se lee en el prólogo al primer volumen, la amplitud del tema sobrepasó ampliamente las intenciones iniciales de los organizadores del congreso, y la riqueza del material presentado en el curso de los trabajos (1028 casos de falsificaciones) dejó a todos boquiabiertos. Habría mucho más que añadir, también sobre los siglos anteriores y posteriores, pero —quizá no casualmente— ese congreso de hace veinte años no se ha repetido nunca. ¿Era demasiado explosiva la materia tratada?
«Omai lettor per te ti ciba», mejor aliméntate, lector, por tu cuenta, poetizaba Dante en el canto X del Paraíso: puede que los lectores voluntariosos y avisados que nos han seguido hasta aquí, a lo mejor desde los tiempos desde Imprimatur, hayan aprendido a atisbar entre los bastidores de esa leyenda —como le gustaba decir a Napoleón Bonaparte— que es fruto de un acuerdo y que se llama Historia.