Apéndice

De: Johannis Burckardi capelle pontificie magistri ceremoniarum liber notarum ad an MCCCCLXXXIII usque ad annum MDVI (edit. L. Thuasne, París, 1885, tomo I, p. 108).

En una charla con uno de los penitenciarios de la Basílica [de San Pedro], le manifesté mi deseo de conocer alguno de los casos que le habían confesado a él y a sus colegas. Me dijo que había oído los más variados y singulares, pero que no los recordaba. Me narró los pocos que guardaba en su memoria.

[…] Pietro y Giovanni, dos mercaderes nativos de Provenza, tenía cada uno de ellos una mujer muy bella. Por consejo de una criada, Pietro le dijo a su mujer que un día de esos tenía que ir a Brujas, pues sabía que ella entonces llamaría a Giovanni. Mas al llegar ese día, Pietro sólo fingió que se había marchado a Brujas. Lo cierto es que se había ido a la casa de un amigo suyo, como había acordado con la criada de su mujer, que lo ayudó en todo. Al regresar a su casa, Pietro llamó con fuerza a la puerta. La mujer, aterrada, escondió a Giovanni, desnudo, en un arcón que había en su cuarto. Una vez dentro, Pietro se acercó al punto a su mujer, luego hizo llamar a la mujer de Giovanni, que acudió. Le preguntó dónde estaba su marido. La mujer de Giovanni le respondió que no lo sabía, porque su marido se marchaba muchas veces por la mañana y no regresaba hasta la noche, e incluso en ocasiones estaba ausente dos días. Pietro replicó: «Tu marido está aquí, metido en el arcón: ha conocido a menudo carnalmente a mi mujer, pese a que tú eres mucho más hermosa que ella. Tú decides: o me permites que me una carnalmente a ti sobre este arcón, o presenciarás la cruel muerte de tu marido».

La mujer le preguntó a su marido, metido en el arcón, qué debía hacer. El marido le respondió que más valía sufrir la vergüenza que la muerte. Así, Pietro conoció carnalmente a la mujer de Giovanni sobre el arcón dentro del que éste estaba; después lo dejó salir. Los dos se hicieron amigos: y el suceso, como muchas veces pasa, durante muchos años permaneció en secreto.

De: Giovanni Boccaccio, Decamerón, (octava jornada, cuento octavo).

Dos están siempre juntos; el uno yace con la mujer del otro, el otro, al darse cuenta, se pone de acuerdo con su mujer para que el uno quede encerrado en un arcón, sobre el cual, estando ese uno metido, el otro yace con la mujer del uno.

[…] En Siena, según me han contado, hubo dos jóvenes muy pudientes y de buena familia del pueblo, uno de los cuales se llamó Spinelloccio Tavena y el otro Zeppa de Mino, y los dos eran vecinos de Camollia. Los dos jóvenes siempre estaban juntos, y daban muestras de quererse incluso más que hermanos, y cada uno de ellos tenía por esposa una mujer muy bella. Pero ocurrió que Spinelloccio, que iba mucho a la casa de Zeppa, y así cuando éste se encontraba como cuando estaba ausente, intimó tanto con la esposa de su amigo, que empezó a yacer con ella; y lo siguieron haciendo bastante tiempo sin que nadie se percatara. Hasta que un buen día Zeppa se quedó en casa sin que lo supiera su esposa y Spinelloccio pasó a buscarlo. La mujer dijo que no estaba, y entonces Spinelloccio subió al punto a la sala y, viendo que no había nadie más que ella, la abrazó y comenzó a besarla, y ella a él. Zeppa, que lo vio todo, no dijo ni palabra, y se escondió para ver en qué acababa el juego; y pronto vio a su mujer y a Spinelloccio irse abrazados al cuarto y encerrarse, lo que lo afligió sobremanera. Pero como sabía que si hacía ruido u otro cosa su afrenta no habría sido menor, sino que aumentaría la vergüenza, empezó a pensar en la venganza que debía tomarse, de suerte que, sin que se divulgase nada, su alma quedara satisfecha. Así, tras darle muchas vueltas, por fin juzgó que había encontrado la manera, pero ya había estado tanto rato escondido como Spinelloccio con su esposa.

Y no bien aquél se hubo marchado, Zeppa entró en el cuarto, donde halló a su mujer aún colocándose el tocado, que Spinelloccio, en broma, le había quitado. Zeppa entonces dijo:

—Mujer, ¿qué haces?

A lo que la mujer repuso:

—¿Es que no lo ves?

Dijo Zeppa:

—Sí, muy bien, y también he visto algo que no habría querido ver.

Y discutió con ella de lo ocurrido; y la mujer, muy asustada, tras dar muchos pretextos y que él le dijera que si tenía sólo un poco de pudor no podía negar su intimidad con Spinelloccio, llorando empezó a pedir perdón. Entonces Zeppa dijo:

—Verás, mujer, has obrado mal. Así que si quieres que te perdone, más vale que hagas exactamente lo que te voy a mandar, que es lo siguiente: quiero que le digas a Spinelloccio que mañana hacia las nueve encuentre alguna excusa para dejarme y venir aquí contigo; y cuando él esté aquí, yo volveré, y cuando tú me oigas, harás que entre en este arcón y lo encerrarás dentro; cuando hayas hecho esto, te diré lo demás que debes hacer; y no has de tener ningún temor de hacer esto, pues te prometo que no le haré ningún daño.

La mujer, para complacerlo, dijo que lo haría, y cumplió. Al día siguiente, hallándose Zeppa y Spinelloccio juntos, a eso de las nueve, Spinelloccio, que le había prometido a la mujer ir a verla a esa hora, le dijo a Zeppa:

—Esta mañana he quedado a almorzar con un amigo, al que no quiero hacer esperar, así que quédate con Dios.

Dijo Zeppa:

—Pues aún no es hora de almorzar.

Spinelloccio respondió:

—Eso no importa, también tengo que hablar con él de unos asuntos, así que más vale que sea puntual.

Spinelloccio partió, pues, hacia la casa de Zeppa, y, tras dar un buen rodeo, llegó al lado de la mujer. Ambos entraron en el cuarto y poco después Zeppa llegó a la casa. Su mujer lo oyó y, muy asustada, metió al otro en el arcón como le había dicho su marido, lo encerró dentro y salió del cuarto. Zeppa, una vez arriba, preguntó:

—¿Mujer, es hora de almorzar?

La mujer respondió:

—Sí, es hora.

Entonces dijo Zeppa:

—Esta mañana Spinelloccio se ha ido a almorzar con un amigo suyo y ha dejado sola a su mujer; asómate a la ventana y llámala, y dile que venga a almorzar con nosotros.

La mujer, que como temía por ella se había vuelto muy obediente, hizo lo que le había mandado su marido. La esposa de Spinelloccio, a la que la mujer de Zeppa le rogó mucho, acudió, después de saber que su marido no iba a almorzar con ella; y cuando llegó, Zeppa, mostrándose muy amable con ella y agarrándola cariñosamente de la mano, mandó en voz baja a su mujer que se fuese a la cocina, y a la otra se la llevó en seguida al cuarto. Y allí, no bien entraron, Zeppa se volvió y cerró con llave por dentro. Cuando la mujer vio que había cerrado por dentro, dijo:

—¡Ay de mí, Zeppa! ¿Qué es esto? ¿Es que me has hecho venir para esto? ¿Así es el afecto que sientes por Spinelloccio y la lealtad que le profesas?

Entonces Zeppa se acercó al arcón en el que estaba encerrado el marido de ella y, sujetándolo bien, dijo:

—Mujer, antes de quejarte, escucha lo que tengo que contarte. Yo he querido y quiero a Spinelloccio como a un hermano; y ayer, aunque él no lo sepa, descubrí que la confianza que le tengo ha acabado en esto, pues con mi mujer yace como contigo. Ahora bien, porque lo quiero, no pretendo vengarme de él sino en el mismo grado en que he sido ofendido: él ha poseído a mi mujer, yo quiero poseerte a ti. Si tú te niegas, con seguridad he de sorprenderlo otra vez haciendo lo mismo, y, como me niego a dejar esta afrenta impune, le haré tales trastadas que ni tú ni él podréis ser felices nunca más.

La mujer, tras oír esto y una vez que dio crédito a todo lo que le contó Zeppa, dijo:

—Zeppa mío, ya que sobre mí ha de recaer esta venganza, sabe que estoy conforme, siempre que, después de esto que debemos hacer, me consientas quedar en paz con tu mujer, a pesar de lo que me ha hecho, como yo pretendo quedar con ella.

A lo que Zeppa respondió:

—Por supuesto que eso haré, y además he de regalarte una joya más valiosa y bonita que todas las que tengas.

Dicho esto, la abrazó y empezó a besarla, la tendió sobre el arcón en el que estaba encerrado el marido de ella, y ahí se solazó con ella cuanto quiso, y ella con él. Spinelloccio, que estaba dentro del arcón y había oído todas las palabras que había dicho Zeppa y la respuesta de su mujer, y luego la danza trevisana [En el original, danza trivigiana, expresión de sentido equivoco (n. del tr.)] que habían hecho sobre su cabeza, durante largo rato sintió tal dolor, que creyó morir; y, encerrado como estaba y de no ser porque Zeppa le daba mucho miedo, a su mujer la habría lanzado una injuria muy fuerte. Pero luego, pensando que la injuria la había empezado él y que Zeppa tenía razón al hacer lo que hacía, y que se había portado humanamente con él y como compañero, ahí donde estaba tumbado se dijo que quería ser más amigo que nunca de Zeppa, cuando él quisiera. Zeppa, que ya había yacido con la mujer cuanto había querido, bajó del arcón, y, como la mujer le preguntó por la joya que le había prometido, abrió la puerta del cuarto y llamó a su esposa, que sólo dijo:

—Virgen santa, me habéis pagado con la misma moneda.

Esto lo dijo riendo, y Zeppa contestó:

—Abre el arcón —y ella obedeció.

Zeppa le mostró a la mujer a su Spinelloccio metido en el arcón.

Y sería largo de contar cuál de los dos se avergonzó más, si Spinelloccio al ver a Zeppa y sabiendo que él sabía lo que había hecho, o la mujer al ver a su marido y sabiendo que había oído y notado lo que había pasado encima de su cabeza. Tras lo cual Zeppa dijo:

—Ésta es la joya que te regalo.

Spinelloccio, una vez que salió del arcón, sin dar muchas explicaciones, dijo:

—Zeppa, ya estamos en paz, así que más vale, como le decias antes a mi esposa, que volvamos a ser amigos como siempre; pero como lo único que nos separa son nuestras esposas, lo mejor será que las sigamos compartiendo.

Zeppa se mostró conforme, y en la mayor armonía del mundo los cuatro almorzaron juntos; y a partir de ese día cada una de las mujeres tuvo dos maridos y cada uno de ellos dos mujeres, sin que jamás hubiera ninguna disputa o riña por esa forma de compartir.