VI
Annabeth

El impacto no la mató, pero el frío sí estuvo a punto de acabar con su vida.

El agua helada la dejó sin aire en los pulmones. Sus extremidades se quedaron rígidas, y Percy se le escapó. Empezó a hundirse. Extraños gemidos resonaban en sus oídos: millones de voces desconsoladas, como si el río estuviera hecho de tristeza destilada. Las voces eran peores que el frío. La arrastraban hacia abajo y le adormecían.

¿De qué sirve luchar?, le decían. De todas formas, ya estás muerta. Nunca saldrás de este sitio.

Podía hundirse hasta el fondo y ahogarse, dejar que el río se llevara su cuerpo. Eso sería más fácil. Podría cerrar los ojos…

Percy le agarró la mano y la devolvió a la realidad. No podía verlo en el agua turbia, pero de repente ya no quería morir. Bucearon juntos hacia arriba y salieron a la superficie.

Annabeth boqueó, agradeciendo el aire que respiraba, por sulfuroso que fuera. El agua se arremolinó a su alrededor, y se dio cuenta de que Percy estaba formando un torbellino para mantenerlos a flote.

No podía distinguir su entorno, pero sabía que estaban en un río. Los ríos tenían orillas.

—Tierra —dijo con voz ronca—, ve hacia un lado.

Percy parecía casi muerto de agotamiento. Normalmente el agua le vigorizaba, pero no era el caso de la que les rodeaba. Controlarla debía de haber consumido todas sus fuerzas. El remolino empezó a disiparse. Annabeth le agarró la cintura con un brazo y luchó a través de la corriente. El río se movía contra ella: miles de voces quejumbrosas susurrándole al oído, metiéndose en su cerebro.

La vida es desolación, decían. Todo es inútil, y luego te mueres.

—Inútil —murmuró Percy.

Le castañeteaban los dientes debido al frío. Dejó de nadar y empezó a hundirse.

—¡Percy! —gritó ella—. El río te está confundiendo la mente. Es el Cocito: el río de las lamentaciones. ¡Está hecho de tristeza pura!

—Tristeza —convino él.

—¡Lucha contra ella!

Annabeth agitó los pies y se esforzó por mantenerlos a los dos a flote. Otra broma cósmica para disfrute de Gaia: «Annabeth muere tratando de impedir que su novio, hijo de Poseidón, se ahogue».

«No vas a tener esa suerte, bruja», pensó Annabeth.

Abrazó más fuerte a Percy y le besó.

—Háblame de la Nueva Roma —le pidió—. ¿Qué planes tenías para nosotros?

—La Nueva Roma… Para nosotros…

—Sí, Sesos de Alga. ¡Dijiste que allí podríamos tener un futuro juntos! ¡Cuéntamelo!

Annabeth nunca había querido abandonar el Campamento Mestizo. Era el único hogar real que había conocido. Pero hacía días, en el Argo II, Percy le había confesado que había imaginado un futuro para los dos entre los semidioses romanos. En la ciudad de la Nueva Roma, los veteranos de la legión podían establecerse, ir a la universidad, casarse e incluso tener hijos.

—Arquitectura —murmuró Percy. La niebla empezó a despejarse de sus ojos—. Pensé que te gustarían las casas y los parques. Hay una calle con unas fuentes muy chulas.

Annabeth empezó a avanzar contra la corriente. Notaba las extremidades como sacos de arena mojada, pero Percy ya la estaba ayudando. Podía ver la línea oscura de la orilla a un tiro de piedra.

—La universidad —dijo ella con voz entrecortada—. ¿Podríamos ir juntos?

S-sí —asintió él, con un poco más de confianza.

—¿Qué estudiarías tú, Percy?

—No lo sé —reconoció él.

—Ciencias del mar —propuso ella—. ¿Oceanografía?

—¿Surf? —preguntó él.

Ella se rió, y el sonido lanzó una onda de choque a través del agua. Los gemidos se desvanecieron hasta convertirse en ruido de fondo. Annabeth se preguntó si alguien se habría reído en el Tártaro antes; una risa de alegría pura y simple. Lo dudaba.

Empleó sus últimas fuerzas para llegar a la orilla del río. Sus pies se hundieron en el fondo arenoso. Ella y Percy subieron a tierra, temblando y jadeando, y se desplomaron en la arena oscura.

Annabeth tenía ganas de acurrucarse al lado de Percy y dormirse. Tenía ganas de cerrar los ojos, confiar en que todo fuera una pesadilla y, al despertar, encontrarse otra vez a bordo del Argo II, a salvo con sus amigos (bueno, todo lo a salvo que un semidiós podía estar).

Pero no era ninguna pesadilla. En realidad estaban en el Tártaro. A sus pies, el río Cocito pasaba con estruendo, un torrente de desdicha líquida. El aire sulfuroso le escocía en los pulmones y le picaba en la piel. Cuando se miró los brazos, vio que los tenía cubiertos de sarpullido. Trató de incorporarse y jadeó de dolor.

La playa no era de arena. Estaban sentados en un campo de esquirlas irregulares de cristal negro, algunas de las cuales se le habían clavado en las palmas de las manos.

De modo que el aire era ácido. El agua era tristeza. El suelo eran cristales rotos. Allí todo estaba concebido para hacer daño y para matar. Annabeth respiró sonoramente y se preguntó si las voces del Cocito estaban en lo cierto. Tal vez luchar para sobrevivir era inútil. Al cabo de una hora estarían muertos.

A su lado, Percy tosió.

—Este sitio huele como mi ex padrastro.

Annabeth esbozó una débil sonrisa. No había conocido a Gabe el Apestoso, pero había oído bastantes historias sobre él. Sintió una oleada de amor hacia Percy por intentar levantarle el ánimo.

Si hubiera caído en el Tártaro sola, pensó Annabeth, habría estado perdida. Después de todo lo que había pasado debajo de Roma buscando la Atenea Partenos, habría sido demasiado para ella. Se habría acurrucado y habría llorado hasta convertirse en un fantasma más y disolverse en el Cocito.

Pero no estaba sola. Tenía a Percy. Y eso significaba que no podía rendirse.

Se obligó a evaluar la situación. Su pie seguía vendado con la envoltura improvisada de papel de burbuja y enredado con telarañas. Pero cuando lo movió, no le dolía. La ambrosía que había comido en los túneles subterráneos de Roma debía de haber reparado por fin sus huesos.

Su mochila no estaba; debía de haberla perdido durante la caída, o tal vez se la había llevado el río. No soportaba la idea de perder el portátil de Dédalo, con todos sus fantásticos programas y datos, pero tenía problemas más graves. Su daga de bronce celestial, el arma que había llevado desde que tenía siete años, había desaparecido también.

Cuando se dio cuenta estuvo a punto de venirse abajo, pero no podía recrearse en ello. Ya tendría tiempo para lamentarse más tarde. ¿Qué más tenían?

Ni comida ni agua; básicamente, cero provisiones.

Sí. Un comienzo prometedor.

Annabeth miró a Percy. Tenía muy mal aspecto. El cabello moreno se le pegaba a la frente y su camiseta de manga corta estaba hecha jirones. Los dedos se le habían quedado en carne viva al agarrarse al saliente de la sima antes de la caída. Pero lo más preocupante de todo era que estaba temblando y tenía los labios morados.

—Deberíamos mantenernos en movimiento o sufriremos hipotermia —dijo Annabeth—. ¿Puedes levantarte?

Él asintió.

Los dos se levantaron con dificultad.

Annabeth le rodeó la cintura con el brazo, aunque no estaba segura de quién estaba sosteniendo a quién. Escudriñó el entorno. Arriba no había rastro del túnel por el que habían caído. Ni siquiera podía ver el techo de la cueva; solo unas nubes color sangre flotando en el brumoso aire gris. Era como mirar a través de una mezcla diluida de sopa de tomate y cemento.

La playa de cristales negros se extendía hacia el interior a lo largo de unos cincuenta metros y luego descendía con forma de acantilado. Desde donde se encontraban, Annabeth no podía ver lo que había abajo, pero una luz roja parpadeaba en el borde como si el fondo estuviera iluminado por grandes hogueras.

Un recuerdo lejano acudió a su mente: algo relacionado con el Tártaro y con el fuego. Antes de que pudiera detenerse en ello, Percy inspiró bruscamente.

—Mira.

Señaló río abajo.

A treinta metros de distancia, un coche italiano azul celeste de aspecto familiar cayó de morro contra la arena. Parecía el Fiat que había chocado contra Aracne y la había lanzado en picado por el foso.

Annabeth esperaba equivocarse, pero ¿cuántos coches deportivos italianos podía haber en el Tártaro? Una parte de ella no quería acercarse, pero tenía que averiguarlo. Agarró la mano de Percy y se dirigieron a los restos del vehículo dando traspiés. Uno de los neumáticos del coche se había desprendido y estaba flotando en un remolino estancado en el Cocito. Las ventanillas del Fiat se habían hecho añicos y habían sembrado la playa oscura de cristales más brillantes, como si fueran escarcha. Bajo el capó aplastado se encontraban los restos maltrechos y relucientes de un gigantesco capullo de seda: la trampa que Annabeth había convencido a Aracne para que tejiera. Sin duda estaba vacío. Unas marcas en la arena formaban un rastro río abajo… como si algo pesado y con múltiples patas se hubiera internado a toda prisa en la oscuridad.

—Está viva.

Annabeth estaba tan horrorizada, tan indignada por lo injusto de la situación, que tuvo que contener las ganas de vomitar.

—Es el Tártaro —dijo Percy—. El hogar de los monstruos. Aquí abajo tal vez no se les pueda matar.

Lanzó a Annabeth una mirada avergonzada, como si fuera consciente de que no estaba contribuyendo a levantar la moral del equipo.

—O puede que esté herida de gravedad y se haya retirado a morirse.

—Pensemos eso —convino Annabeth.

Percy todavía temblaba. Annabeth no había entrado en calor en lo más mínimo, a pesar del aire caliente y pegajoso del lugar. Los cortes que se había hecho en las manos con los cristales seguían sangrando, cosa extraña en ella. Normalmente se curaba rápido. Cada vez le costaba más respirar.

—Este sitio nos está matando —dijo—. Nos va a matar en sentido literal a menos que…

«El Tártaro». «Fuego». El lejano recuerdo se aclaró. Miró tierra adentro, hacia el acantilado, iluminado por las llamas desde abajo.

Era una idea totalmente disparatada, pero podía ser su única posibilidad de sobrevivir.

—¿A menos que…? —la apremió Percy—. Tienes un plan brillante, ¿verdad?

—Es un plan —murmuró Annabeth—. No sé si brillante. Tenemos que encontrar el río de Fuego.

La Casa de Hades
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