XXX
Percy

—¡Izquierda!

Percy arrastró a Annabeth abriéndose camino entre las arai a espadazos. Probablemente hizo recaer una docena de maldiciones sobre su persona, pero no notó nada, así que siguió corriendo.

El pecho le ardía a cada paso. Zigzagueó entre los árboles, haciendo correr a toda velocidad a Annabeth a pesar de su ceguera.

Percy se dio cuenta de lo mucho que ella confiaba en él para salir de esa situación. Él no podía decepcionarla, pero ¿cómo podía salvarla? Y si se había quedado ciega para siempre… No. Reprimió una oleada de pánico. Ya averiguaría cómo curarla más tarde. Primero tenían que escapar.

Unas alas curtidas azotaron el aire por encima de ellos. Los siseos airados y el correteo de pies con garras le indicaron que las diablas estaban detrás de ellos.

Al pasar corriendo por delante de un árbol negro, cortó el tronco con su espada. Oyó que se desplomaba, seguido del grato crujido de varias docenas de arai al ser aplastadas.

«Si un árbol cae en el bosque y aplasta a una diabla, ¿cae una maldición sobre el árbol?»

Percy cortó otro tronco y luego otro. Gracias a eso, ganaron unos segundos, pero no los suficientes.

De repente la oscuridad que se extendía delante de ellos se hizo más densa. Percy comprendió lo que significaba en el momento preciso. Agarró a Annabeth justo antes de que los dos se despeñaran por un lado del acantilado.

—¿Qué? —gritó ella—. ¿Qué pasa?

—Acantilado —contestó él con voz entrecortada—. Acantilado grande.

—¿Por dónde, entonces?

Percy no podía ver la altura del acantilado. Podía ser de tres metros o de trescientos. No había forma de saber a qué profundidad estaba el fondo. Podían saltar y esperar lo mejor, pero dudaba que «lo mejor» tuviera cabida en el Tártaro.

De modo que solo tenían dos opciones: derecha o izquierda, siguiendo el borde.

Estaba a punto de elegir al azar cuando una diabla alada descendió delante de él. Se quedó flotando sobre el vacío con sus alas de murciélago, fuera del alcance de su espada.

¿Te ha gustado el paseo?, preguntó la voz colectiva, resonando por todas partes.

Percy se volvió. Las arai salieron del bosque en tropel, formando una medialuna alrededor de ellos. Una agarró a Annabeth por el brazo. Annabeth soltó un aullido de ira, derribó al monstruo haciendo una llave de judo y cayó sobre su cuello, apoyando todo su peso sobre el codo en un golpe que habría enorgullecido a cualquier luchador profesional.

El monstruo se disolvió, pero cuando Annabeth se levantó, estaba tan desconcertada y asustada como ciega.

—¿Percy? —gritó, con un deje de pánico en la voz.

—Estoy aquí mismo.

Él trató de ponerle la mano en el hombro, pero ella no estaba donde él creía. Lo intentó de nuevo, pero descubrió que Annabeth se encontraba más lejos. Era como intentar coger algo en un depósito de agua, donde la luz alejaba su imagen.

—¡Percy! —la voz de Annabeth se quebró—. ¿Por qué me has abandonado?

—¡No te he abandonado! —él se volvió contra una arai, las manos temblando de la ira—. ¿Qué le habéis hecho?

No hemos hecho nada, dijeron las diablas. Tu amada ha desencadenado una maldición especial: el rencor de alguien a quien abandonaste. Castigaste a un alma inocente dejándola sola. Ahora su deseo más vengativo se ha hecho realidad: Annabeth siente su desesperanza. Ella también perecerá sola y abandonada.

—¿Percy?

Annabeth extendió los brazos tratando de encontrarlo. Las arai retrocedieron, dejando que diera traspiés a ciegas entre sus filas.

—¿A quién abandoné? —preguntó Percy—. Yo nunca…

De repente notó una sensación de vértigo en el estómago, como si se hubiera caído por el acantilado.

Las palabras resonaron en su cabeza: «Un alma inocente», «Sola y abandonada». Recordó una isla, una cueva iluminada por tenues cristales brillantes, una mesa de comedor en la playa servida por invisibles espíritus del viento.

—Ella no lo haría —masculló—. Ella nunca me maldeciría.

Los ojos de las diablas se fundieron como sus voces. Percy notaba punzadas en los costados. El dolor de su pecho se había agravado, como si alguien estuviera retorciendo poco a poco una daga.

Annabeth deambulaba entre las diablas llamándolo desesperadamente. Percy deseaba correr hacia ella, pero sabía que las arai no lo permitirían. El único motivo por el que todavía no la habían matado era que estaban disfrutando de su sufrimiento.

Percy apretó la mandíbula. Le traían sin cuidado las maldiciones que cayeran sobre él. Tenía que mantener a esas viejas brujas centradas en él y proteger a Annabeth mientras pudiera.

Gritó enfurecido y las atacó a todas.

La Casa de Hades
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