XXVI
Hazel
Ella y Frank se desplomaron uno encima del otro. Hazel se practicó a sí misma sin querer la llave de Heimlich con el puño de su espada y se hizo un ovillo en la cubierta, gimiendo y escupiendo el sabor a veneno de catoblepas.
En medio del dolor, oyó que el mascarón de proa del barco, el dragón de bronce Festo, chirriaba en señal de alarma y escupía fuego.
Hazel se preguntó vagamente si habían chocado contra un iceberg… pero ¿en el Adriático, en pleno verano?
El barco se balanceó hacia babor con un enorme alboroto, como si unos postes de teléfono se estuvieran partiendo por la mitad.
—¡Ahhh! —gritó Leo en algún lugar detrás de ella—. ¡Se está comiendo los remos!
«¿De qué habla?», se preguntó Hazel. Trató de levantarse, pero algo grande y pesado le inmovilizaba las piernas. Se dio cuenta de que era Frank, quien mascullaba al tiempo que trataba de salir de debajo de un montón de cuerda suelta.
El resto de tripulantes se movía atropelladamente. Jason saltó por encima de ellos con la espada desenvainada y corrió hacia la popa. Piper estaba en el alcázar, disparando comida con su cornucopia y gritando:
—¡Eh! ¡EH! ¡Cómete esto, estúpida tortuga!
«¿Tortuga?»
Frank ayudó a Hazel a levantarse.
—¿Estás bien?
—Sí —mintió Hazel, llevándose la mano al estómago—. ¡Vete!
Frank subió la escalera corriendo y se descolgó la mochila, que inmediatamente se convirtió en un arco y un carcaj. Cuando llegó al timón ya había disparado una flecha y estaba preparando la segunda.
Leo manejaba frenéticamente los mandos del barco.
—Los remos no se repliegan. ¡Sacadla! ¡Sacadla!
En las jarcias, Nico tenía el rostro demudado de la impresión.
—¡Por la laguna Estigia…! ¡Es enorme! —gritó, desesperado—. ¡Babor! ¡A babor!
El entrenador Hedge fue el último en llegar a cubierta. Compensó su tardanza con entusiasmo. Subió la escalera dando brincos y blandiendo su bate de béisbol y, sin vacilar, galopó como una cabra hasta la popa y saltó encima del pasamanos gritando alegremente:
—¡Ja, JA!
Hazel se dirigió al alcázar tambaleándose para unirse a sus amigos. El barco dio una sacudida. Se partieron más remos, y Leo gritó:
—¡No, no, no! ¡Maldito sea tu caparazón, hija de tu madre!
Hazel llegó a la popa y no dio crédito a lo que veían sus ojos.
Al oír la palabra «tortuga» había pensado en una adorable criatura del tamaño de un joyero posada en una roca en medio de un estanque. Al oír las palabras «tortuga enorme», su mente había tratado de hacer ajustes: vale, tal vez fuera como la tortuga de las Galápagos que había visto una vez en el zoo, con un caparazón lo bastante grande para montarse encima de ella.
No se había imaginado una criatura del tamaño de una isla. Cuando vio la inmensa bóveda con escarpados cuadrados negros y marrones, la palabra «tortuga» simplemente se quedó corta. Su caparazón se parecía más a una masa continental: colinas de hueso, relucientes valles nacarados, bosques de quelpos y musgo, ríos de agua marina cayendo por los surcos de su caparazón.
En el lado de estribor del barco, otra parte del monstruo se elevó del agua como un submarino.
¡Lares de Roma, ¿era su cabeza?!
Sus ojos dorados eran del tamaño de piscinas para niños, con unas hendiduras oblicuas a modo de pupilas. Su piel relucía como el camuflaje militar mojado: marrón con motas verdes y amarillas. Su boca roja sin dientes podría haberse tragado la Atenea Partenos de un bocado.
Hazel observó como partía media docena de remos.
—¡Basta ya! —dijo Leo gimoteando.
El entrenador Hedge trepaba por el caparazón de la tortuga, golpeándola en vano con su bate de béisbol y chillando:
—¡Toma esto! ¡Y esto!
Jason salió volando de la popa y aterrizó en la cabeza de la criatura. Intentó clavar su espada dorada justo entre los ojos de la tortuga, pero la hoja resbaló de lado, como si la piel fuera de acero engrasado. Frank disparó flechas a los ojos del monstruo sin éxito. Los transparentes párpados interiores de la tortuga se abrían y se cerraban con extraordinaria precisión y desviaban cada disparo. Piper lanzó melones al agua gritando:
—¡Ve a buscarlos, estúpida tortuga!
Pero la tortuga parecía empeñada en comerse el Argo II.
—¿Cómo se ha acercado tanto? —preguntó Hazel.
Leo levantó las manos, exasperado.
—Debe de ser el caparazón, supongo. Es invisible al sónar. ¡Es una puñetera tortuga indetectable!
—¿El barco puede volar? —preguntó Piper.
—¿Con la mitad de los remos rotos? —Leo pulsó unos botones y giró la esfera de Arquímedes—. Tendré que probar con otra cosa.
—¡Allí! —gritó Nico desde arriba—. ¿Puedes llevarnos a ese estrecho?
Hazel miró adonde estaba señalando. A unos ochocientos metros hacia el este, una larga franja de tierra avanzaba paralela a los acantilados de la costa. Resultaba difícil saberlo con seguridad desde lejos, pero la extensión de agua que se interponía entre ellos parecía solo de veinte o veinticinco metros de ancho: posiblemente lo bastante ancha para que el Argo II pasara, pero sin duda no lo bastante para la concha de la gigantesca tortuga.
—Sí. Sí —al parecer Leo lo entendió. Se volvió hacia la esfera de Arquímedes—. ¡Jason, apártate de la cabeza de esa cosa! ¡Tengo una idea!
Jason todavía estaba dando tajos en la cara de la tortuga, pero cuando oyó a Leo decir «Tengo una idea», tomó la única decisión inteligente. Huyó lo más rápido posible.
—¡Vamos, entrenador! —gritó Jason.
—¡No, yo me ocupo de esta! —dijo Hedge, pero Jason lo agarró por la cintura y se lo llevó.
Lamentablemente, el entrenador se resistió tanto que a Jason se le escapó la espada de la mano y se cayó al mar.
—¡Entrenador! —se quejó Jason.
—¿Qué? —dijo Hedge—. ¡Estaba ablandándola un poco!
La tortuga dio un cabezazo contra el casco y por poco tiró a toda la tripulación por el costado de babor. Hazel oyó un crujido, como si la quilla se hubiera hecho astillas.
—Un minuto más —dijo Leo, moviendo las manos a toda velocidad sobre el tablero.
—¡Puede que no sigamos aquí dentro de otro minuto! —Frank disparó su última flecha.
—¡Lárgate! —gritó Piper a la tortuga.
Por un instante, dio resultado. La tortuga se apartó del barco y hundió la cabeza bajo el agua. Pero luego volvió a salir y embistió todavía más fuerte.
Jason y el entrenador Hedge se cayeron sobre la cubierta.
—¿Estás bien? —preguntó Piper.
—Sí —murmuró Jason—. Sin arma, pero bien.
—¡Fuego en el casco! —gritó Leo, girando su mando de Wii.
Hazel pensó que la popa había explotado. Detrás de ellos brotaron unos chorros de fuego que alzanzaron la cabeza de la tortuga. El barco salió disparado hacia delante y arrojó otra vez a Hazel al suelo.
Se levantó y vio que el barco daba saltos sobre las olas a una velocidad increíble, seguido de una estela de fuego como un cohete. La tortuga ya estaba a cientos de metros detrás de ellos, con la cabeza chamuscada y humeante.
El monstruo rugió de impotencia y partió detrás de ellos; sus aletas surcaban el agua con tal fuerza que empezó a alcanzarlos. La entrada del estrecho se encontraba todavía cuatrocientos metros por delante.
—Una distracción —murmuró Leo—. No lo conseguiremos a menos que usemos una distracción.
—Una distracción —repitió Hazel.
Se concentró y pensó: «¡Arión!».
No tenía ni idea de si daría resultado, pero enseguida vio algo en el horizonte: un destello de luz y vapor. El resplandor atravesó la superficie del Adriático como un rayo. En un abrir y cerrar de ojos, Arión estaba en el alcázar.
«Dioses del Olimpo —pensó Hazel—. Adoro este caballo».
Arión resopló como diciendo: «Pues claro. No eres tonta».
Hazel se montó en su lomo.
—Piper, no me vendría mal un poco de tu capacidad de persuasión.
—Hubo una época en que me gustaban las tortugas —murmuró Piper, aceptando la mano que la chica le ofrecía para subir—. ¡Pero ya no!
Hazel espoleó a Arión. El caballo saltó por encima del costado del barco y cayó al agua a todo galope.
La tortuga nadaba rápido, pero no podía alcanzar la velocidad de Arión. Hazel y Piper pasaron silbando alrededor de la cabeza del monstruo, mientras Hazel lanzaba estocadas con su espada y Piper gritaba órdenes al azar como «¡Sumérgete!», «¡Gira a la izquierda!», «¡Mira detrás de ti!».
La espada no causaba ningún daño. Cada orden solo surtía efecto un instante, pero la tortuga se estaba irritando mucho. Arión relinchó despectivamente cuando la tortuga intentó morderle, y le llenó la boca de vapor de caballo.
Pronto el monstruo se había olvidado por completo del Argo II. Hazel seguía lanzándole estocadas a la cabeza. Piper seguía gritando órdenes y usando la cornucopia para disparar cocos y pollos asados que rebotaban en los globos oculares de la tortuga.
En cuanto el Argo II hubo entrado en el estrecho, Arión puso fin a su hostigamiento. Siguieron al barco a toda velocidad, y un momento más tarde estaban otra vez en la cubierta.
El fuego de los cohetes se había apagado, aunque las humeantes rejillas de ventilación de bronce todavía destacaban en la popa. El Argo II avanzaba con dificultad impulsado por la vela, pero su plan había funcionado. Estaban fuera de peligro en aguas poco profundas, con una isla larga y rocosa a estribor y los escarpados acantilados blancos del continente a babor. La tortuga se detuvo en la entrada del estrecho y les lanzó una mirada torva, pero no hizo ningún intento por seguirlos. Saltaba a la vista que su caparazón era demasiado ancho.
Hazel desmontó, y Frank le dio un fuerte abrazo.
—¡Buen trabajo! —dijo.
Ella se ruborizó.
—Gracias.
Piper se deslizó del caballo a su lado.
—Leo, ¿desde cuándo tenemos propulsión por reacción?
—Oh, ya sabes… —Leo trató de hacerse el modesto, pero no lo consiguió—. Es una tontería sin importancia que he preparado en mi tiempo libre. Ojalá pudiera daros más de unos segundos de fuego, pero por lo menos nos ha servido para escapar.
—Y para achicharrar la cabeza de la tortuga —dijo Jason agradecido—. Y ahora, ¿qué?
—¡Matémosla! —dijo el entrenador Hedge—. ¿Hace falta preguntarlo? Estamos lo bastante lejos. Tenemos ballestas. ¡Preparaos, semidioses!
Jason frunció el entrecejo.
—En primer lugar, entrenador, me ha hecho perder mi espada.
—¡Oye! ¡Yo no te he pedido que me evacuaras!
—En segundo, no creo que las ballestas sirvan. Ese caparazón es como la piel del león de Nemea. Y la cabeza es igual de dura.
—Entonces le tiramos un proyectil por la garganta —propuso el entrenador—, como hicisteis con el monstruo gamba en el Atlántico. Lo iluminaremos desde dentro.
Frank se rascó la cabeza.
—Podría funcionar. Pero luego tendríamos un cadáver de tortuga de cinco millones de kilos bloqueando la entrada del estrecho. Y si no podemos volar con los remos rotos, ¿cómo sacamos el barco?
—¡Esperamos y arreglamos los remos! —dijo el entrenador—. O navegamos en la otra dirección, pedazo de zopenco.
Frank se quedó confundido.
—¿Qué es un zopenco?
—¡Chicos! —gritó Nico desde lo alto del mástil—. Navegar en la otra dirección no creo que dé resultado.
Señaló más allá de la proa.
Unos cuatrocientos metros por delante de ellos, la franja de tierra larga y rocosa formaba una curva hacia dentro y se juntaba con los acantilados. El canal terminaba en una estrecha V.
—No estamos en un estrecho —dijo Jason—. Estamos en un callejón sin salida.
Hazel notó frío en los dedos de las manos y los pies. En el pasamanos de babor, Galantis, la comadreja, estaba acuclillada mirándola con expectación.
—Es una trampa —dijo Hazel.
Los demás la miraron.
—No, no hay peligro —dijo Leo—. Lo peor es que tenemos que hacer reparaciones. Podrían llevarme toda la noche, pero puedo hacer volar otra vez este barco.
La tortuga rugió en la boca de la ensenada. No parecía interesada en marcharse.
—Bueno… —Piper se encogió de hombros—, por lo menos la tortuga no puede alcanzarnos. Aquí estamos a salvo.
Era un comentario que ningún semidiós debía hacer. Las palabras apenas habían salido de su boca cuando una flecha se clavó en el palo mayor, a quince centímetros de su cara.
La tripulación se dispersó para ponerse a cubierto menos Piper, que se quedó paralizada, mirando boquiabierta la flecha que había estado a punto de atravesarle la nariz.
—¡Agáchate, Piper! —susurró Jason.
Pero no cayeron más proyectiles.
Frank estudió el ángulo de la flecha en el mástil y señaló con el dedo hacia lo alto de los acantilados.
—Allí arriba —dijo—. Un solo tirador. ¿Lo veis?
El sol le daba en los ojos, pero Hazel vio una diminuta figura en lo alto del saliente. Su armadura de bronce brillaba.
—¿Quién demonios es? —preguntó Leo—. ¿Por qué nos está disparando?
—¿Chicos? —la voz de Piper sonó aflautada—. Hay una nota.
Hazel no lo había visto antes, pero había un rollo de pergamino atado al astil de la flecha. No sabía por qué, pero eso la cabreó. Se acercó hecha una furia y lo desató.
—¿Hazel? —dijo Leo—. ¿Seguro que no hay peligro?
Ella leyó la nota en voz alta:
—Primera línea: «La bolsa o la vida».
—¿Qué significa eso? —se quejó el entrenador Hedge—. Yo no veo que tengamos ninguna bolsa. ¡Y si espera que entreguemos nuestras vidas, lo tiene claro!
—Hay más —dijo Hazel—. «Esto es un atraco. Enviad a dos de vuestro grupo a lo alto del acantilado con todos vuestros objetos de valor. No más de dos. Dejad el caballo mágico. Nada de volar. Nada de trucos. Subid a pie».
—¿Subir por dónde? —preguntó Piper.
Nico señaló con el dedo.
—Allí.
Una estrecha escalera labrada en el acantilado subía a la cima. La tortuga, el canal sin salida, el acantilado… Hazel tenía la sensación de que no era la primera vez que el autor de la carta cazaba por sorpresa un barco en ese lugar.
Se aclaró la garganta y siguió leyendo en voz alta:
—«Y me refiero a todos vuestros objetos de valor. De lo contrario, mi tortuga y yo acabaremos con vosotros. Tenéis cinco minutos».
—¡Usemos las catapultas! —gritó el entrenador.
—«P. D —leyó Hazel—: Ni se os ocurra usar las catapultas».
—¡Maldita sea! —exclamó el entrenador—. Ese tío es bueno.
—¿Está firmada la nota? —preguntó Nico.
Hazel negó con la cabeza. Había oído una historia en el Campamento Júpiter, algo acerca de un ladrón que trabajaba con una tortuga gigante, pero, como siempre le pasaba, cuando necesitaba información se quedaba en lo más recóndito de su mente, fuera de su alcance, y eso la sacaba de quicio.
La comadreja Galantis la observaba, esperando para ver lo que hacía.
La prueba todavía no ha llegado, pensó Hazel.
No había bastado con distraer a la tortuga. Hazel no había demostrado que podía controlar la Niebla…, principalmente porque no podía controlarla.
Leo examinó la cima del acantilado y murmuró entre dientes.
—La trayectoria no es buena. Aunque pudiera armar la catapulta antes de que ese tío nos acribillara a flechazos, no creo que pudiera acertar. Está muy lejos, y casi recto hacia arriba.
—Sí —masculló Frank—. Mi arco tampoco sirve. Tiene mucha ventaja, estando encima de nosotros. Yo no podría alcanzarlo.
—Y, ejem… —Piper se acercó a la flecha clavada en el mástil—. Me da la impresión de que es un buen tirador. No creo que quisiera acertarme. Pero si quisiera…
No hizo falta que terminara la frase. Quienquiera que fuese el ladrón, podía acertar a un objetivo a decenas de metros de distancia. Podía dispararles a todos antes de que reaccionasen.
—Iré yo —dijo Hazel.
No le gustaba ni un pelo la idea, pero estaba segura de que Hécate lo había tramado todo como un retorcido desafío. Esa era la prueba de Hazel: su ocasión para salvar el barco. Por si necesitaba alguna confirmación, Galantis correteó por el pasamanos y saltó sobre su hombro, lista para el viaje.
Los demás se la quedaron mirando.
Frank cogió su arco.
—Hazel…
—No, escuchad —dijo—, el ladrón quiere objetos de valor. Yo puedo ir allí arriba e invocar oro, joyas, lo que quiera.
Leo arqueó una ceja.
—Si le pagamos, ¿crees que nos dejará marchar de verdad?
—No tenemos muchas opciones —dijo Nico—. Entre ese tipo y la tortuga…
Jason levantó la mano. Los otros se quedaron callados.
—Yo también iré —dijo—. La carta dice que vayan dos personas. Llevaré a Hazel allí arriba y le cubriré la espalda. Además, no me gusta la pinta que tiene esa escalera. Si Hazel se cae… yo puedo usar los vientos para evitar que nos peguemos un buen trompazo.
Arión relinchó en señal de protesta, como diciendo: «¿Vas a ir sin mí? Estás de coña, ¿no?».
—No me queda más remedio, Arión —dijo Hazel—. Jason… creo que tienes razón. Es el mejor plan.
—Ojalá tuviera mi espada —Jason lanzó una mirada furibunda al entrenador—. Está en el fondo del mar, y no tenemos a Percy para que la saque.
El nombre de Percy los sobrevoló como una nube. El ambiente en la cubierta se volvió todavía más oscuro.
Hazel estiró el brazo. No se lo pensó. Simplemente se concentró en el agua e invocó oro imperial.
Una idea estúpida. La espada estaba demasiado lejos, probablemente a muchos metros bajo el agua. Pero notó un rápido tirón en los dedos, como si un pez hubiera picado en un sedal, y la espada de Jason salió volando del agua hasta su mano.
—Toma —dijo, entregándosela.
Jason se quedó con los ojos como platos.
—¿Cómo…? ¡Estaba a casi un kilómetro!
—He estado practicando —dijo ella, aunque no era verdad.
Esperaba no haber maldecido sin querer la espada de Jason al invocarla, como le ocurría con las joyas y los metales preciosos.
Sin embargo, pensó, las armas son distintas. Después de todo, había sacado un montón de pertrechos de oro imperial de la bahía del glaciar y los había distribuido entre la Quinta Cohorte. En esa ocasión había salido bien.
Decidió no preocuparse por ello. Estaba tan furiosa con Hécate y tan cansada de ser manipulada por los dioses que no pensaba permitir que ningún problema sin importancia se interpusiera en su camino.
—Bueno, si no hay más objeciones, tenemos que ir a ver a un ladrón.