XLIX
Leo

Leo consideraba que pasaba más tiempo durmiendo que volando.

Si se premiase a los dormilones con una tarjeta, él tendría la de doble platino.

Recobró la conciencia cuando estaba cayendo en picado a través de las nubes. Recordaba vagamente que Quíone lo había provocado justo antes de salir disparado por los aires. En realidad no la había visto, pero nunca olvidaría la voz de la bruja de la nieve. No tenía ni idea de cómo había ganado altitud, pero en algún momento debía de haberse desmayado a causa del frío y de la falta de oxígeno. En ese momento estaba cayendo e iba a sufrir el peor accidente de su vida.

Las nubes se apartaban a su alrededor. Veía el mar reluciente muy por debajo. Ni rastro del Argo II. Ni rastro de ninguna costa, conocida o no, salvo una isla diminuta en el horizonte.

Leo no podía volar. Disponía de un par de minutos como mucho antes de caer al agua y hacer «chof».

Decidió que no le gustaba ese final para la balada épica de Leo.

Todavía sostenía la esfera de Arquímedes, cosa que no le sorprendía. Inconsciente o no, jamás soltaría su posesión más valiosa. Maniobrando un poco, consiguió sacar cinta adhesiva del cinturón y sujetarse la esfera al pecho. Parecía un Iron Man de tres al cuarto, pero por lo menos tenía las manos libres. Empezó a trabajar toqueteando frenéticamente la esfera y sacando los objetos que consideraba útiles de su cinturón mágico: tela protectora, tensores metálicos, cuerda y arandelas.

Trabajar al mismo tiempo que caía era casi imposible. El viento le rugía en los oídos. No paraba de arrebatarle herramientas, tornillos y telas de las manos, pero finalmente construyó un armazón improvisado. Abrió un compartimento de la esfera, desenredó dos cables y los conectó a su barra transversal.

¿Cuánto faltaría para que cayera al agua? ¿Un minuto, quizá?

Giró el disco de control de la esfera, y se activó zumbando. Más cables de bronce salieron disparados de la bola, percibiendo intuitivamente lo que Leo necesitaba. Unos cordones ataron la lona protectora. El armazón empezó a extenderse solo. Leo sacó una lata de queroseno y un tubo de goma y los ató al sediento nuevo motor que la esfera le estaba ayudando a montar.

Finalmente se hizo un lazo con cuerda y se movió de forma que el armazón con forma de X le quedara sujeto a la espalda. El mar se acercaba más y más: una reluciente extensión de muerte por bofetón.

Lanzó un gritó desafiante y pulsó el interruptor limitador de la esfera.

El motor arrancó tosiendo. El rotor improvisado empezó a girar. Las hélices de lona daban vueltas, pero demasiado despacio. La cabeza de Leo apuntaba directa al mar; faltaban unos treinta segundos para el impacto.

«Por lo menos no hay nadie delante —pensó con amargura—, o me convertiría en materia de chiste para siempre entre los semidioses». ¿Qué fue lo último que le pasó a Leo por la cabeza? El Mediterráneo.

De repente, la esfera se calentó contra su pecho. Las aspas empezaron a girar más deprisa. El motor tosía, y Leo se ladeó, hendiendo el aire.

—¡SÍ! —gritó.

Había creado el helicóptero personal más peligroso del mundo.

Salió disparado hacia la isla situada a lo lejos, pero seguía cayendo demasiado rápido. Las aspas vibraban. La lona hacía un ruido estruendoso.

La playa estaba a solo unos cientos de metros de distancia cuando la esfera se puso al rojo vivo y el helicóptero explotó lanzando llamas por todas partes. De no haber sido inmune al fuego, Leo se habría chamuscado. Así las cosas, la explosión en el aire probablemente le salvó la vida. El estallido lanzó a Leo de lado mientras la mole de su artefacto en llamas se estrellaba contra la costa a toda velocidad y emitía un enorme ¡BUM!

Leo abrió los ojos, sorprendido de estar vivo. Estaba sentado en un cráter en la arena del tamaño de una bañera. A escasos metros de distancia, una columna de denso humo negro ascendía hacia el cielo desde un cráter mucho más grande. La playa circundante estaba salpicada de restos más pequeños en llamas.

—Mi esfera.

Leo se tocó el pecho. La esfera no estaba allí. La cinta adhesiva y el lazo se habían desintegrado.

Se levantó con dificultad. No parecía que se hubiera roto ningún hueso, lo cual era bueno, pero lo que más le preocupaba era la esfera de Arquímedes. Si había destruido ese inestimable artefacto para construir un helicóptero que solo había durado treinta segundos, iba a localizar a la tonta de la diosa Quíone y a pegarle con una llave inglesa.

Atravesó la playa tambaleándose, preguntándose por qué no había turistas ni hoteles ni barcos a la vista. La isla parecía perfecta para un complejo turístico, con agua azul y suave arena blanca. Tal vez no había sido explorada. ¿Todavía quedaban islas sin explorar en el mundo? Tal vez Quíone lo había expulsado del Mediterráneo. Quizá estuviera en Bora Bora.

El cráter mayor tenía unos dos metros y medio de profundidad. En el fondo, las aspas del helicóptero seguían intentando girar. El motor expulsaba humo. El rotor croaba como una rana a la que hubieran pisado, pero, caray, resultaba impresionante para ser un trabajo hecho deprisa y corriendo.

Al parecer el helicóptero había chocado contra algo. El cráter estaba sembrado de muebles de madera rotos, platos de porcelana hechos añicos, copas de peltre medio fundidas y servilletas de lino quemadas. Leo no sabía qué hacían todos esos lujosos accesorios en la playa, pero al menos significaba que el lugar estaba habitado.

Por fin vio la esfera de Arquímedes: echaba humo y estaba carbonizada, pero seguía intacta, emitiendo desagradables chasquidos en medio de los restos.

—¡Esfera! —gritó—. ¡Ven con papá!

Se deslizó hasta el fondo del cráter y recogió la esfera. Se sentó con las piernas cruzadas y meció el artilugio entre sus manos. La superficie de bronce estaba abrasando, pero a Leo no le importaba. Seguía entera, y eso quería decir que todavía podía usarla.

Si pudiera averiguar dónde estaba exactamente y cómo volver con sus amigos…

Estaba haciendo una lista mental de las herramientas que podía necesitar cuando una voz de chica le interrumpió:

—¿Qué haces? ¡Te has cargado mi mesa!

Enseguida Leo pensó: «Oh, no».

Había conocido a muchas diosas, pero la chica que lo miraba enfurecida desde el borde del cráter parecía realmente una diosa.

Llevaba un vestido blanco de estilo griego sin mangas con un cinturón trenzado de oro. Tenía el pelo largo y liso de un tono castaño dorado: casi el mismo color canela tostado que el que tenía Hazel, pero el parecido con Hazel acababa ahí. La cara de la chica era de un pálido tono lechoso, con oscuros ojos rasgados y labios carnosos. Aparentaba unos quince años, más o menos la edad de Leo, y, sí, era guapa; pero, con la expresión de enfado que lucía en la cara, a Leo le recordó a las chicas populares de las escuelas a las que había asistido: las que se burlaban de él, cotilleaban a todas horas, se creían superiores y, básicamente, hacían todo lo que podían por amargarle la vida.

Leo le cogió antipatía en el acto.

—¡Oh, lo siento! —dijo—. He caído del cielo. Me fabriqué un helicóptero en el aire, pero se incendió en plena caída. He aterrizado forzosamente y he sobrevivido por los pelos. Pero, faltaría más, ¡hablemos de tu mesa! —recogió una copa medio fundida—. ¿Quién pone una mesa en la playa donde pueden estrellarse semidioses inocentes? Dime, ¿quién?

La chica cerró los puños. Leo estaba convencido de que iba a bajar por el cráter y a darle un puñetazo en la cara. En cambio, alzó la vista al cielo.

—¿EN SERIO? —gritó ella al vacío azul—. ¿Queréis empeorar mi maldición? ¡Zeus! ¡Hefesto! ¡Hermes! ¿Es que no tenéis vergüenza?

—Oh… —Leo reparó en que solo había escogido a tres dioses a los que echar la culpa, y uno de ellos era su padre. No creía que fuera buena señal—. Dudo que estén escuchando. Ya sabes, con lo de las personalidades desdobladas…

—¡Dad la cara! —gritó la chica al cielo, sin hacer el más mínimo caso a Leo—. ¿No os basta con que esté exiliada? ¿No os basta con llevaros a los pocos héroes buenos que se me permite conocer? ¿Os parece gracioso mandarme a este… este enano chamuscado para que perturbe mi tranquilidad? ¡Pues NO TIENE GRACIA! ¡Lleváoslo!

—Oye, nena —dijo Leo—. Estoy aquí, ¿sabes?

Ella gruñó como un animal acorralado.

—¡No me llames «nena»! ¡Sal de ese agujero y ven conmigo para que pueda echarte de mi isla!

—Bueno, ya que me lo pides tan educadamente…

Leo no sabía por qué aquella chica pirada estaba tan exaltada, y lo cierto era que tampoco le importaba. Si podía ayudarle a salir de la isla, le parecía perfecto. Agarró su esfera carbonizada y salió del cráter trepando. Cuando llegó a lo alto, la chica ya había echado a andar con paso resuelto por la línea de la costa. Leo trotó para alcanzarla.

Ella señaló indignada los restos en llamas.

—¡Esto era una playa virgen! Y mírala ahora.

—Sí, culpa mía —murmuró Leo—. Debería haberme estrellado en otra isla. Un momento… ¡no hay más islas!

Ella gruñó y siguió andando siguiendo la orilla del agua. Leo percibió un olorcito a canela: ¿tal vez el perfume de ella? Le daba igual. El cabello de la chica se balanceaba por su espalda de forma hipnótica, claro que a él también le daba igual.

Escudriñó el mar. Como había apreciado durante la caída, no había masas continentales ni barcos, solo el horizonte. Al mirar hacia el interior aparecieron unas colinas herbosas sembradas de árboles. Un sendero serpenteaba entre un bosquecillo de cedros. Leo se preguntó adónde llevaba: probablemente a la guarida secreta de la chica, donde asaba a sus enemigos para comérselos en su mesa de la playa.

Estaba tan atareado pensando en ello que no se fijó cuando la chica se detuvo y se chocó contra ella.

—¡Ah!

Ella se volvió y le agarró los brazos para evitar caerse al agua. Tenía las manos fuertes, como si se ganara la vida trabajando con ellas. En el campamento, las chicas de la cabaña de Hefesto tenían manos fuertes como las suyas, pero ella no parecía una hija de Hefesto.

Le lanzó una mirada de furia, con sus oscuros ojos rasgados a escasos centímetros de los de él. Su olor a canela le recordó la casa de su abuela. Jo, hacía años que no pensaba en ese sitio.

La chica lo apartó de un empujón.

—De acuerdo. Este sitio está bien. Dime lo que quieres para marcharte.

—¿Qué?

Leo todavía tenía el cerebro un tanto embotado debido al aterrizaje forzoso. No estaba seguro de haberla oído bien.

—¿Quieres marcharte? —preguntó—. Supongo que tendrás algún sitio adonde ir, ¿no?

—Eh… sí. Mis amigos están en apuros. Tengo que volver a mi barco y…

—Bien —le espetó ella—. Di: «Quiero irme de Ogigia».

—Vale —Leo no sabía por qué, pero el tono de la chica le ofendía un poco, lo que era absurdo, ya que le daba igual lo que ella pensara—. Quiero irme de… como se llame.

—O-gi-gia —la chica lo pronunció despacio, como si Leo tuviera cinco años.

—Quiero irme de O-gi-gia —dijo él.

Ella espiró, visiblemente aliviada.

—Bien. Enseguida aparecerá una balsa mágica. Te llevará adonde quieras ir.

—¿Quién eres?

Parecía que ella estuviera a punto de contestar, pero se detuvo.

—No importa. Dentro de poco te irás. Es evidente que eres un error.

«Qué borde», pensó Leo.

Él ya había pasado suficiente tiempo pensando que era un error: como semidiós, en la misión, en la vida en general. No necesitaba que una diosa chiflada reforzara su opinión.

Se acordó de una leyenda griega acerca de una chica en una isla… ¿La había mencionado uno de sus amigos? No importaba. Mientras le dejara marcharse…

—Aparecerá en cualquier momento… —la chica contemplaba el mar.

No apareció ninguna balsa mágica.

—A lo mejor ha pillado un atasco —dijo Leo.

—Esto no está bien —ella lanzó una mirada de furia al cielo—. ¡Esto no está nada bien!

—¿Algún plan B? —preguntó Leo—. ¿Tienes un teléfono o…?

—¡Arggg!

La chica se volvió y se dirigió al interior como un huracán. Cuando llegó al sendero, se metió corriendo en el bosquecillo y desapareció.

—Vale —dijo Leo—. O puedes huir sin más.

Sacó cuerda y un mosquetón de los bolsillos de su cinturón portaherramientas y acto seguido sujetó la esfera de Arquímedes al cinturón.

Miró al mar. Seguía sin aparecer ninguna balsa mágica.

Podía quedarse allí a esperar, pero tenía hambre y sed y estaba cansado. La caída lo había dejado hecho polvo.

No quería seguir a aquella chica pirada, por muy bien que oliera.

Por otra parte, no tenía otro sitio adonde ir. La chica tenía una mesa, así que probablemente tuviera comida. Y parecía que la presencia de Leo la molestara.

—Molestarla es un punto a favor —decidió.

La siguió hasta las colinas.

La Casa de Hades
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