XIII
Percy

Percy había llevado alguna vez a su novia a dar un paseo romántico, pero esa no era una de esas ocasiones.

Siguieron el río Flegetonte, tropezando en el terreno negro y vítreo, saltando grietas y escondiéndose detrás de las rocas cada vez que las chicas vampiro reducían la marcha delante de ellos.

En aquel oscuro aire brumoso, resultaba difícil mantenerse lo bastante atrás para evitar que los vieran pero lo bastante cerca para no perder de vista a Kelli y sus amigas. Percy tenía la piel abrasada debido al calor del río. Respirar era como inhalar fibra de vidrio con olor a azufre. Cuando necesitaban beber, lo único que podían hacer era sorber un poco de refrescante fuego líquido.

Sí. Sin duda Percy sabía cómo hacer pasar un buen rato a una chica.

Por lo menos el tobillo de Annabeth parecía haberse curado. Apenas cojeaba ya. Sus cortes y arañazos habían desaparecido. Se había recogido su cabello rubio con una tira de tela arrancada de la pernera de sus vaqueros, y sus ojos grises centelleaban en la llameante luz del río. A pesar de estar hecha polvo, manchada de hollín y vestida como una sintecho, Percy la encontraba guapísima.

¿Qué más daba que estuvieran en el Tártaro? ¿Qué más daba que tuvieran escasas posibilidades de sobrevivir? Se alegraba tanto de que estuvieran juntos que sentía el ridículo deseo de sonreír.

Percy también se encontraba mejor físicamente, aunque por su ropa parecía que hubiera atravesado un huracán de cristales rotos. Tenía sed, hambre y estaba muerto de miedo (aunque no pensaba confesárselo a Annabeth), pero se había quitado de encima el frío inclemente del río Cocito. Y a pesar de lo mal que sabía el agua de fuego, parecía estar dándole fuerzas para seguir.

Era imposible calcular el tiempo. Avanzaban penosamente siguiendo el río mientras se abría camino a través del inhóspito paisaje. Por fortuna, las empousai no se caracterizaban precisamente por caminar rápido. Andaban arrastrando sus desiguales piernas de bronce y de burro, susurrando y peleándose entre ellas, aparentemente sin prisa por llegar a las Puertas de la Muerte.

En una ocasión, las diablas apretaron el paso alborozadas y se apiñaron alrededor de algo que parecía un cuerpo varado en la orilla del río. Percy no sabía qué era: ¿un monstruo abatido? ¿Algún tipo de animal? Las empousai lo atacaron con satisfacción.

Cuando las vampiras reanudaron la marcha y Percy y Annabeth llegaron al lugar, no quedaba nada más que unos cuantos huesos hechos esquirlas y unas manchas relucientes secándose al calor del río. A Percy no le cabía duda de que las empousai devorarían a unos semidioses con el mismo entusiasmo.

—Vamos —apartó con delicadeza a Annabeth del lugar—. No nos conviene perderlas.

Mientras caminaban, Percy recordó la primera vez que había luchado contra la empousa Kelli durante el período de orientación de nuevos alumnos en el Instituto Goode, cuando él y Rachel Elizabeth Dare habían quedado atrapados en la sala de música. Entonces le había parecido una situación desesperada. En cambio, en ese momento habría dado cualquier cosa por tener un problema tan sencillo. Por lo menos entonces estaba en el mundo de los mortales, mientras que en el Tártaro no había adónde huir.

Empezaba a recordar la guerra contra Cronos como los buenos tiempos, y eso era triste. Continuamente esperaba que su situación y la de Annabeth mejorara, pero sus vidas se volvían más y más peligrosas, como si las tres Moiras estuvieran allí arriba hilando su futuro con alambre de espino en lugar de hilo para ver cuánto podían aguantar dos semidioses.

Después de varios kilómetros más, las empousai desaparecieron por encima de una cumbre. Cuando Percy y Annabeth las alcanzaron, se encontraron en el borde de otro enorme acantilado. El río Flegetonte caía por un lado en unas gradas irregulares de cataratas de fuego. Las diablas descendían con cuidado por el acantilado, saltando de saliente en saliente como cabras montesas.

A Percy se le subió el corazón a la garganta. Aunque él y Annabeth llegaran al fondo del acantilado con vida, el panorama no era muy halagüeño. El paisaje de allí abajo era una desolada llanura cenicienta llena de árboles negros, como pelo de insecto. El terreno estaba cubierto de ampollas. De vez en cuando, una burbuja se hinchaba y explotaba, y arrojaba un monstruo, como una larva saliendo de un huevo.

A Percy se le quitó el hambre de repente.

Todos los monstruos recién formados se arrastraban y renqueaban en la misma dirección: hacia un banco de niebla negra que engullía el horizonte como un frente de tormenta. El Flegetonte corría en la misma dirección, hasta aproximadamente la mitad de la llanura, donde se juntaba con otro río de agua negra. ¿El Cocito, tal vez? Los dos torrentes se unían y formaban una catarata humeante e hirviente, y seguían corriendo como uno solo hacia la niebla negra.

Cuanto más miraba Percy la tormenta oscura, menos quería ir allí. Podía ocultar algo: un mar, un foso sin fondo, un ejército de monstruos. Pero si las Puertas de la Muerte estaban en esa dirección, era su única posibilidad de volver a casa.

Miró desde lo alto del acantilado.

—Ojalá pudiéramos volar —murmuró.

Annabeth se frotó los brazos.

—¿Te acuerdas de las zapatillas con alas de Luke? Me pregunto si seguirán aquí abajo, en alguna parte.

Percy se acordaba de ellas. Sobre esas zapatillas pesaba la maldición de arrastrar al Tártaro a quien las llevara. Habían estado a punto de llevarse a su mejor amigo, Grover.

—Me conformaría con un ala delta.

—Puede que no sea buena idea.

Annabeth señaló con el dedo. Debajo de ellos, unas oscuras figuras aladas entraban y salían de las nubes de color rojo sangre describiendo espirales.

—¿Furias? —preguntó Percy.

—O demonios de otra clase —dijo Annabeth—. En el Tártaro hay miles.

—Incluidos los que comen alas delta —aventuró Percy—. Vale, bajaremos a pie.

Ya no veía a las empousai debajo. Habían desaparecido detrás de una de las cumbres, pero no importaba. Era evidente adónde tenían que ir él y Annabeth. Como todos los monstruos gusano que se arrastraban por las llanuras del Tártaro, debían dirigirse al tenebroso horizonte. Percy se moría de ganas.

La Casa de Hades
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