LXV
Frank

Frank esperaba que hubiera fuegos artificiales.

O como mínimo un gran cartel que rezara: ¡BIENVENIDO A CASA!

Hacía más de tres mil años, su antepasado griego —el bueno de Periclímeno el transformista— había viajado al este con los argonautas. Siglos más tarde, los descendientes de Periclímeno habían servido en las legiones romanas del este. Luego, por medio de una serie de contratiempos, la familia había acabado en China y por último había emigrado a Canadá en el siglo XX. Ahora Frank estaba de vuelta en Grecia, lo que significaba que la familia Zhang había dado la vuelta entera al mundo.

A él le parecía motivo de celebración, pero el único comité de bienvenida que lo esperaba era una bandada de arpías salvajes y hambrientas que atacaron el barco. A Frank le sabía un poco mal abatirlas con su arco. No paraba de pensar en Ella, la inteligentísima arpía de la que se habían hecho amigos en Portland. Pero esas arpías no eran Ella. Ellas le habrían arrancado gustosamente la cara a mordiscos. De modo que las convirtió en nubes de polvo y plumas.

El paisaje griego era igual de inhóspito. Las colinas estaban cubiertas de guijarros y cedros enanos, resplandecientes en medio del aire brumoso. El sol caía a plomo como si quisiera forjar la campiña a martillazos y convertirla en un escudo de bronce celestial. Incluso desde unos treinta metros de altura, Frank podía oír el zumbido de las cigarras que cantaban en los árboles: un apacible sonido de otro mundo que hacía que le pesaran los párpados. Hasta las voces enfrentadas del dios de la guerra que sonaban dentro de su cabeza parecían haberse dormido. Apenas habían molestado a Frank desde que la tripulación había entrado en Grecia.

El sudor le caía a gotas por el cuello. Después de haber sido congelado bajo la cubierta por la desquiciada diosa de la nieve, Frank había creído que no volvería a pasar calor, pero en ese momento tenía la parte de atrás de la camiseta empapada.

—¡Calor y humedad! —Leo sonreía tras el timón—. ¡Echo de menos Houston! ¿Tú qué opinas, Hazel? ¡Ahora solo necesitamos unos mosquitos gigantes y será como estar en la costa del golfo de México!

—Muchas gracias, Leo —murmuró Hazel—. Ahora seguro que nos atacan unos mosquitos monstruosos de la antigua Grecia.

Frank los observó a los dos y se asombró de que la tensión entre ellos hubiera desaparecido. No sabía lo que le había pasado a Leo durante sus cinco días de exilio, pero había cambiado. Todavía gastaba bromas, pero Frank percibía algo distinto en él, como un barco con una nueva quilla. Puede que no vieras la quilla, pero sabías que estaba allí por la forma en que el barco surcaba las olas.

Leo no parecía tan empeñado en burlarse de Frank. Charlaba más relajadamente con Hazel, sin lanzarle esas miradas tristes y soñadoras que siempre habían incomodado a Frank.

Hazel había diagnosticado el problema en privado a Frank:

—Ha conocido a alguien.

Frank no lo creía.

—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cómo puedes saberlo?

Hazel sonrió.

—Lo sé.

Como si ella fuera hija de Venus y no de Plutón. Frank no lo entendía.

Desde luego se alegraba de que Leo no le tirara los tejos a su chica, pero también le preocupaba Leo. Cierto, habían tenido sus diferencias, pero, después de todo lo que habían pasado juntos, Frank no quería ver que a Leo se le partía el corazón.

—¡Allí! —la voz de Nico arrancó a Frank de sus meditaciones. Como siempre, Di Angelo estaba encaramado en lo alto del trinquete. Señalaba un resplandeciente río verde que serpenteaba entre unas colinas a un kilómetro de distancia—. Gira en esa dirección. Estamos cerca del templo. Muy cerca.

Como para demostrar que estaba en lo cierto, un rayo negro cruzó el cielo, y a Frank se le nubló la vista y se le erizó el vello de los brazos.

Jason se abrochó el cinturón de su espada.

—Que todo el mundo se arme. Leo, acércate, pero no aterrices: evitemos el contacto con la tierra mientras no sea estrictamente necesario. Piper, Hazel, id a por las amarras.

—¡A la orden! —dijo Piper.

Hazel dio un beso a Frank en la mejilla y corrió a ayudarla.

—Frank —gritó Jason—, baja a por el entrenador Hedge.

—¡Sí!

Frank bajó y se dirigió al camarote de Hedge. A medida que se acercaba a la puerta, redujo el paso. No quería sorprender al sátiro haciendo ruido. El entrenador Hedge tenía la costumbre de saltar a la pasarela con su bate de béisbol si creía que había agresores a bordo. A Frank casi le había arrancado la cabeza un par de veces al ir al servicio.

Levantó la mano para llamar. Entonces se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Oyó al entrenador Hedge hablando.

—¡Vamos, nena! —dijo el sátiro—. ¡Sabes que no es eso!

Frank se quedó paralizado. No quería oír a escondidas, pero no sabía qué hacer. Hazel había dicho que le preocupaba el entrenador. Había insistido en que algo inquietaba al sátiro, pero Frank no había pensado mucho en ello hasta ese momento.

Nunca había oído hablar al entrenador tan suavemente. Normalmente los únicos sonidos procedentes del camarote del entrenador que Frank oía eran de retransmisiones deportivas por televisión o al entrenador gritando «¡Sí! ¡A por ellos!» mientras veía sus películas de artes marciales favoritas. Frank estaba convencido de que el entrenador no llamaría a Chuck Norris «nena».

Sonó otra voz: femenina, pero apenas audible, como si viniera de muy lejos.

—Lo haré —prometió el entrenador Hedge—. Pero vamos a entrar en combate —se aclaró la garganta—, y puede que las cosas se pongan feas. Cuídate. Volveré. De verdad.

Frank no pudo soportar más. Llamó fuerte a la puerta.

—¿Entrenador?

La conversación se interrumpió.

Frank contó hasta seis. La puerta se abrió de golpe.

El entrenador Hedge apareció con expresión ceñuda y los ojos inyectados en sangre, como si hubiera estado viendo demasiada televisión. Llevaba su gorra de béisbol y sus pantalones cortos de deporte habituales, además de una coraza de cuero sobre la camiseta y un silbato colgado del cuello, tal vez por si quería pitar una falta contra los ejércitos de monstruos.

—Zhang. ¿Qué quieres?

—Ejem, estamos listos para el combate. Le necesitamos en la cubierta.

La barba de chivo del entrenador se agitó.

—Sí. Claro que me necesitáis.

Parecía extrañamente apático ante la perspectiva de una pelea.

—No era mi intención… Le he oído hablar —dijo Frank tartamudeando—. ¿Estaba enviando un mensaje Iris?

Parecía que Hedge fuera a darle una bofetada o, como mínimo, a tocar muy fuerte el silbato. Entonces dejó caer los hombros. Lanzó un suspiro y se volvió hacia el interior, dejando a Frank incómodo en la puerta.

El entrenador se dejó caer en su litera. Se tocó el mentón con la mano y echó un vistazo con tristeza a su camarote. El lugar parecía la habitación de una residencia universitaria después de un huracán: el suelo lleno de ropa (tal vez para ponérsela, tal vez para picar; era difícil saberlo tratándose de un sátiro), DVD y platos sucios esparcidos alrededor de la mesa sobre la cómoda. Cada vez que el barco se inclinaba, un caótico montón de material deportivo rodaba por el suelo: balones de fútbol americano y de baloncesto y, por algún motivo, una bola de billar. Mechones de pelo de cabra flotaban en el aire y se acumulaban bajo los muebles. ¿Pelusa de cabra?

En la mesita del entrenador había un cuenco con agua, un montón de dracmas dorados, una linterna y un prisma de cristal para hacer arcoíris. Era evidente que el entrenador había ido preparado para enviar muchos mensajes de Iris.

Frank se acordó de lo que Piper le había dicho sobre la ninfa de las nubes que trabajaba para el padre de Piper. ¿Cómo se llamaba la novia del entrenador…? ¿Melinda? ¿Millicent? No, Mellie.

—¿Se encuentra bien su novia Mellie? —se aventuró a preguntar Frank.

—¡No es asunto tuyo! —le espetó el entrenador.

—De acuerdo.

Hedge puso los ojos en blanco.

—¡Está bien! Si tanto te interesa, sí, estaba hablando con Mellie. Pero ya no es mi novia.

—Oh… —a Frank se le cayó el alma a los pies—. ¿Han roto?

—¡No, idiota! ¡Nos hemos casado! ¡Es mi esposa!

Frank no se habría quedado tan aturdido si el entrenador le hubiera dado una bofetada.

—Entrenador, eso es… ¡es estupendo! ¿Cuándo… cómo…?

—¡No es asunto tuyo! —gritó otra vez.

—Esto… vale.

—A finales de mayo —contestando el entrenador—. Justo antes de que el Argo II zarpara. No queríamos que se armara mucho revuelo.

Frank se sintió como si el barco estuviera inclinándose de nuevo, pero debían de ser imaginaciones suyas. El montón de material deportivo no se movió de la pared del fondo.

¿Durante todo ese tiempo el entrenador había estado casado? A pesar de estar recién casado, había aceptado participar en la misión. No le extrañaba que Hedge llamara tanto a casa. No le extrañaba que estuviera tan malhumorado y beligerante.

Aun así… Frank intuía que había algo más. El tono que el entrenador había empleado durante el mensaje Iris hacía pensar que estaban hablando de un problema.

—Yo no pretendía escuchar a escondidas —dijo Frank—. Pero… ¿se encuentra bien?

—¡Era una conversación privada!

—Sí. Tiene razón.

—¡Está bien! Te lo contaré —el entrenador se arrancó unos pelos del muslo y los dejó flotando en el aire—. Mellie se tomó unas vacaciones de su trabajo en Los Ángeles y fue a pasar el verano al Campamento Mestizo porque creímos… —se le quebró la voz—. Creímos que allí habría menos peligro. Ahora está allí atrapada, con los romanos a punto de atacar. Está… está muy asustada.

Frank cobró plena conciencia de la insignia de centurión que tenía en la camiseta y el tatuaje SPQR que llevaba en el antebrazo.

—Lo siento —murmuró—. Pero si es un espíritu de las nubes, ¿no podría… ya sabe, irse flotando?

El entrenador rodeó la empuñadura de su bate de béisbol con los dedos.

—Normalmente, sí. Pero… se encuentra en un estado delicado. Sería peligroso.

—Delicado… —Frank abrió mucho los ojos—. ¿Va a tener un bebé? ¿Va a ser padre?

—Grita un poco más —masculló Hedge—. Creo que no te han oído en Croacia.

Frank no pudo evitar sonreír.

—¡Pero eso es genial, entrenador! ¿Un bebé sátiro? ¿O puede que una ninfa? Será un padre fantástico.

Frank no estaba seguro de por qué pensaba eso, considerando la afición del entrenador a los bates de béisbol y las patadas giratorias, pero lo tenía claro.

El entrenador Hedge frunció todavía más el entrecejo.

—Se avecina la guerra, Zhang. No hay ningún lugar seguro. Yo debería estar allí con Mellie. Si tengo que morir en alguna parte…

—Eh, nadie va a morir —repuso Frank.

Hedge lo miró a los ojos. Frank sabía que el entrenador no le creía.

—Siempre he tenido debilidad por los hijos de Ares —murmuró Hedge—. O Marte… como se llame. Tal vez por eso no te haya pulverizado por hacerme tantas preguntas.

—Pero yo no…

—¡Está bien, te lo contaré! —Hedge volvió a suspirar—. Cuando me encargaron mi primera misión de buscador, estaba en Arizona. Recluté a una chica llamada Clarisse.

—¿Clarisse?

—Una hermana tuya —dijo Hedge—. Hija de Ares. Violenta. Maleducada. Un enorme potencial. El caso es que cuando estaba en la misión tuve un sueño sobre mi madre. Ella… ella era una ninfa de las nubes como Mellie. Soñé que tenía problemas y necesitaba mi ayuda inmediatamente. Pero me dije: «No, es solo un sueño. ¿Quién haría daño a una dulce ninfa de las nubes entrada en años? Además, tengo que poner a esta mestiza a salvo». Así que terminé mi misión y llevé a Clarisse al Campamento Mestizo. Después, fui a buscar a mi madre, pero ya era demasiado tarde.

Frank observó como el mechón de pelo de cabra se posaba encima de un balón de baloncesto.

—¿Qué le pasó?

Hedge se encogió de hombros.

—Ni idea. No volví a verla. A lo mejor si hubiera estado allí cuando me necesitaba, si hubiera vuelto antes…

Frank quería pronunciar unas palabras de consuelo, pero no sabía qué decir. Él había perdido a su madre en la guerra de Afganistán y sabía lo vacías que podían resultar las palabras «Lo siento».

—Estaba haciendo su trabajo —dijo Frank—. Salvó la vida de una semidiosa.

Hedge gruñó.

—Ahora mi esposa y mi futuro hijo están en peligro en la otra punta del mundo, y yo no puedo hacer nada para ayudarlos.

—Está haciendo algo —dijo Frank—. Hemos venido a impedir que los gigantes despierten a Gaia. Es la mejor forma en que podemos mantener a nuestros amigos a salvo.

—Sí, supongo.

Frank deseó poder hacer algo más para animar a Hedge, pero la conversación le estaba haciendo temer por todas las personas a las que él había dejado. Se preguntaba quién estaría defendiendo el Campamento Júpiter si la legión había marchado hacia el este, sobre todo con los monstruos que salían de las Puertas de la Muerte. Le preocupaban sus amigos de la Quinta Cohorte; cómo debieron de sentirse al recibir órdenes de Octavio de marchar sobre el Campamento Mestizo. Frank quería regresar, aunque solo fuera para meterle un osito de peluche por la garganta al repelente augur.

El barco se escoró a babor. La pila de material deportivo rodó bajo la litera del entrenador.

—Estamos descendiendo —dijo Hedge—. Será mejor que subamos.

—Sí —dijo Frank con voz ronca.

—Eres un romano entrometido, Zhang.

—Pero…

—Vamos —dijo Hedge—. Y ni una palabra de esto a los demás, cotilla.

Mientras los demás ataban las amarras aéreas, Leo agarró a Frank y a Hazel por los brazos. Los llevó a rastras a la ballesta de popa.

—Bueno, el plan es el siguiente.

Hazel entornó los ojos.

—Odio tus planes.

—Necesito el trozo de leña mágica —dijo Leo—. ¡Deprisa!

Frank estuvo a punto de atragantarse con su propia lengua. Hazel retrocedió, tapando instintivamente el bolsillo de su chaqueta.

—Leo, no puedes…

—He encontrado una solución —Leo se volvió hacia Frank—. Tú decides, grandullón, pero puedo protegerte.

Frank pensó en todas las veces que había visto los dedos de Leo estallar en llamas. Un movimiento en falso, y Leo podía quemar el trozo de madera del que dependía la vida de Frank.

Pero por algún motivo, Frank no tenía miedo. Desde que se había enfrentado a los monstruos vacunos en Venecia, apenas había pensado en su frágil salvavidas. Sí, la más mínima chispa podía matarlo. Pero también había sobrevivido a situaciones imposibles y había hecho sentirse orgulloso a su padre. Frank había decidido que fuera cual fuese su destino, no se preocuparía por él. Simplemente haría todo lo posible por ayudar a sus amigos.

Además, parecía que Leo hablaba en serio. Sus ojos todavía estaban llenos de aquella extraña melancolía, como si estuviera en dos sitios al mismo tiempo, pero no había nada en su expresión que hiciera pensar en una broma.

—Adelante, Hazel —dijo Frank.

—Pero… —Hazel respiró hondo—. De acuerdo —sacó el trozo de leña y se lo dio a Leo.

En las manos de Leo, no era mucho más grande que un destornillador. El palo todavía estaba chamuscado en el lado que Frank había usado para quemar las cadenas heladas que retenían al dios Tánatos en Alaska.

Leo sacó un trozo de tela blanca de un bolsillo de su cinturón.

—¡Mirad!

Frank frunció el ceño.

—¿Un pañuelo?

—¿Una bandera blanca? —aventuró Hazel.

—¡No, incrédulos! —dijo Leo—. Es un saquito tejido con una tela alucinante: un regalo de una amiga.

Leo introdujo el palo en el saquito y lo cerró con un lazo de hilo de bronce.

—El cordón fue idea mía —dijo Leo orgulloso—. Colocárselo a la tela requirió trabajo, pero así el saquito no se abrirá a menos que lo quieras. La tela respira como un trapo normal, así que el palo está igual de protegido que en el bolsillo de la chaqueta de Hazel.

—Ah… —dijo Hazel—. Entonces, ¿qué mejora es esa?

—Sujétalo para que no te dé un infarto —Leo lanzó el saquito a Frank, quien por poco lo dejó caer.

Leo invocó una bola de fuego candente con la mano derecha. Colocó el antebrazo izquierdo encima de las llamas, sonriendo mientras lamían la manga de su chaqueta.

—¿Lo veis? —dijo—. ¡No se quema!

A Frank no le gustaba discutir con un chico que tenía una bola de fuego en la mano, pero dijo:

—Esto… tú eres inmune a las llamas.

Leo puso los ojos en blanco.

—Sí, pero tengo que concentrarme si no quiero que mi ropa se queme. Y no me estoy concentrando. ¿Lo ves? Es una tela totalmente ignífuga. Eso significa que tu palo no se quemará en el saquito.

Hazel no parecía convencida.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Caray, qué público más duro de roer —Leo apagó el fuego—. Supongo que solo hay una forma de convencerte.

Alargó su mano hacia Frank.

—Oh, no, no —Frank retrocedió. De repente, todas sus valientes ideas sobre la aceptación de su destino parecían quedar muy lejos—. Tranquilo, Leo. Gracias, pero no… no puedo…

—Tienes que confiar en mí, tío.

A Frank se le aceleró el corazón. ¿Confiaba en Leo? Pues claro… con un motor. Con un chiste. Pero ¿con su vida?

Se acordó del día que se habían quedado atrapados en el taller subterráneo de Roma. Gaia había asegurado que morirían allí. Leo había asegurado que los sacaría de la trampa. Y había cumplido su palabra.

Entonces Leo habló con la misma seguridad.

—Está bien —Frank entregó a Leo el saquito—. Procura no matarme.

La mano de Leo se encendió. El saquito no se ennegreció ni se quemó.

Frank esperó a que algo saliera terriblemente mal. Contó hasta veinte, pero seguía vivo. Se sentía como si un bloque de hielo se estuviera derritiendo justo detrás de su esternón: un pedazo helado de miedo al que se había acostumbrado tanto que no pensó en él hasta que desapareció.

Leo apagó el fuego. Miró a Frank arqueando las cejas.

—¿Quién es tu mejor amigo?

—No contestes a eso —dijo Hazel—. Pero ha sido increíble, Leo.

—¿Verdad que sí? —convino Leo—. Bueno, ¿quién quiere quedarse este trozo de madera superseguro?

—Yo lo guardaré —dijo Frank.

Hazel frunció los labios. Bajó la vista, tal vez para que Frank no viera el dolor reflejado en sus ojos. Había protegido ese palo a lo largo de muchas batallas encarnizadas. Era una muestra de confianza entre ellos, un símbolo de su relación.

—No tiene nada que ver contigo, Hazel —dijo Frank, con la mayor delicadeza posible—. No puedo explicarlo, pero… me da la impresión de que voy a tener que tomar la iniciativa cuando estemos en la Casa de Hades. Tengo que llevar mi propia carga.

Los ojos dorados de Hazel estaban llenos de preocupación.

—Lo entiendo. Simplemente… me preocupo.

Leo lanzó el saquito a Frank, y él lo ató alrededor de su cinturón. Se sentía raro cargando con su debilidad mortal de forma tan visible, después de mantenerlo escondido durante meses.

—Gracias, Leo —dijo.

Le parecía insuficiente para el regalo que Leo le había hecho, pero este sonrió.

—¿Para qué están los amigos geniales?

—¡Chicos! —gritó Piper desde la proa—. Será mejor que vengáis. Tenéis que ver esto.

Habían encontrado el origen de los relámpagos oscuros.

El Argo II flotaba justo encima del río. A varios cientos de metros de distancia, en la cima de la colina más cercana, vieron un grupo de ruinas. No parecían gran cosa —solo unos muros que se estaban desmoronando alrededor de los armazones de piedra caliza de unos cuantos edificios—, pero en algún lugar dentro de las ruinas, volutas de éter negro subían al cielo como un calamar de humo asomándose a su cueva. Mientras Frank miraba, un rayo de energía negra hendió el aire, sacudió el barco y lanzó una fría onda expansiva a través del paisaje.

—El Necromanteion —dijo Nico—. La Casa de Hades.

Frank recobró el equilibrio apoyándose en el pasamanos. Supuso que era demasiado tarde para proponer que dieran la vuelta. Estaba empezando a sentir nostalgia por los monstruos contra los que había luchado en Roma. Perseguir vacas venenosas por Venecia había sido más interesante que ese sitio.

Piper se abrazó el cuerpo.

—Me siento vulnerable flotando aquí arriba. ¿No podríamos posarnos en el río?

—Yo no lo haría —dijo Hazel—. Es el río Aqueronte.

Jason entornó los ojos contra la luz del sol.

—Creía que el Aqueronte estaba en el inframundo.

—Y lo está —dijo Hazel—. Pero su cabecera está en el mundo de los mortales. ¿Veis el río que está debajo de nosotros? Al final corre bajo tierra, directo al reino de Plutón… digo, de Hades. Aterrizar un barco con semidioses en esas aguas…

—Sí, quedémonos aquí arriba —decidió Leo—. No quiero que mi casco toque agua de zombis.

A medio kilómetro río abajo, unas embarcaciones de pesca avanzaban pausadamente. Frank supuso que sus tripulantes no conocían la historia del río o les traía sin cuidado. Debía de ser agradable ser un mortal normal y corriente.

Al lado de Frank, Nico di Angelo levantó el cetro de Diocleciano. Su esfera emitió un brillo morado, como si se hubiera puesto a tono con la tormenta oscura. Tanto si era una reliquia romana como si no, a Frank le preocupaba el cetro. Si realmente tenía el poder de invocar una legión de muertos, Frank no estaba seguro de que fuera tan buena idea.

Jason le había dicho en una ocasión que los hijos de Marte tenían una aptitud parecida. Supuestamente, Frank podía llamar a soldados espectrales del bando perdedor de cualquier guerra para que le obedecieran. Nunca había tenido mucha suerte con ese poder, probablemente porque le daba demasiado miedo. Temía convertirse en uno de esos fantasmas si perdían la guerra: condenado eternamente a pagar por sus errores, suponiendo que hubiera alguien que lo invocara.

—Bueno, Nico… —Frank señaló el cetro—, ¿has aprendido a usar esa cosa?

—Ya lo averiguaremos —Nico miraba las volutas de oscuridad que se elevaban, ondulando, desde las ruinas—. No pienso intentarlo hasta que me vea obligado. Las Puertas de la Muerte funcionan a pleno rendimiento recibiendo a los monstruos de Gaia. Cualquier actividad adicional con el fin de despertar a los muertos podría hacer pedazos las puertas para siempre y dejar un agujero en el mundo de los mortales que no se podría cerrar.

El entrenador Hedge gruñó.

—Odio los agujeros en el mundo. Vamos a machacar cabezas de monstruo.

Frank miró atentamente la expresión seria del sátiro. De repente se le ocurrió una idea.

—Entrenador, debería quedarse a bordo y cubrirnos con las ballestas.

Hedge frunció el entrecejo.

—¿Quedarme? ¿Yo? ¡Si soy vuestro mejor soldado!

—Puede que necesitemos apoyo aéreo —dijo Frank—. Como en Roma. Usted salvó nuestros braccae.

Omitió decir: «Además, me gustaría que volviera vivo con su esposa y su bebé».

Al parecer, Hedge captó el mensaje. Su frente fruncida se relajó. Sus ojos reflejaron alivio.

—Bueno… —gruñó—, supongo que alguien tiene que salvar vuestros braccae.

Jason dio una palmada al entrenador en el hombro. A continuación, miró a Frank agradecido asintiendo con la cabeza.

—Entonces está decidido. Todos los demás, vamos a las ruinas. Es hora de colarnos en la fiesta de Gaia.

La Casa de Hades
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