LXIII
Percy
Hasta el momento, su plan de camuflaje con la Niebla de la Muerte parecía estar dando resultado. De modo que, como era natural, Percy esperaba que fracasara estrepitosamente en el último momento.
A quince metros de las Puertas de la Muerte, él y Annabeth se quedaron paralizados.
—Oh, dioses —murmuró Annabeth—. Son iguales.
Percy sabía a lo que se refería. Enmarcado en hierro estigio, el portal mágico estaba compuesto de una serie de puertas de ascensor: dos paneles de color negro y plateado con grabados art déco. Exceptuando el detalle de que los colores estaban invertidos, eran idénticos a los ascensores del Empire State, la entrada del Olimpo.
Al ver las puertas, Percy sintió tanta nostalgia que se quedó sin aliento. No solo echaba de menos el monte Olimpo. Echaba de menos todo lo que había dejado atrás: Nueva York, el Campamento Mestizo, su madre y su padrastro. Los ojos le escocían. No se atrevía a hablar.
Las Puertas de la Muerte parecían una ofensa personal, concebidas para recordarle todo lo que él no podía recordar.
Cuando se recuperó de la sorpresa inicial, se fijó en otros detalles: la escarcha que se extendía desde la base de las puertas, el fulgor morado que brillaba en el aire alrededor de ellas y las cadenas que las sujetaban con firmeza.
Cadenas de hierro negro bajaban por cada lado del marco, como los cables de sujeción de un puente colgante. Estaban sujetas a unos ganchos clavados en el terreno carnoso. Los dos titanes, Crío e Hiperión, montaban guardia ante los puntos de anclaje.
Mientras Percy observaba, todo el marco vibró. Un relámpago negro brilló en el cielo. Las cadenas se sacudieron, y los titanes plantaron los pies en los ganchos para afianzarlos. Las puertas se abrieron deslizándose y dejaron a la vista el interior dorado de un ascensor.
Percy se puso tenso, listo para avanzar a toda velocidad, pero Bob le posó la mano en el hombro.
—Espera —advirtió.
Hiperión gritó a la multitud que lo rodeaba:
—¡Grupo A-22! ¡Deprisa, haraganes!
Una docena de cíclopes avanzaron corriendo, agitando unos pequeños billetes rojos y gritando entusiasmados. No deberían haber podido entrar en unas puertas de tamaño humano, pero a medida que los cíclopes se acercaban, sus cuerpos se deformaban y se encogían, y las Puertas de la Muerte los absorbieron.
El titán Crío pulsó el botón de subida situado en el lado derecho del ascensor. Las puertas se cerraron.
El marco vibró otra vez. Los relámpagos oscuros se desvanecieron.
—Debes entender cómo funciona —murmuró Bob. Se dirigió al gatito posado en la palma de su mano, tal vez para que los otros monstruos no se preguntaran con quién estaba hablando—. Cada vez que las puertas se abren, intentan teletransportarse a un nuevo lugar. Tánatos las hizo así para que solo él pudiera encontrarlas. Pero ahora están encadenadas. Las puertas no pueden cambiar de sitio.
—Entonces cortemos las cadenas —susurró Annabeth.
Percy miró la silueta brillante de Hiperión. La última vez que había luchado contra el titán, había agotado todas sus fuerzas. Percy había estado a punto de morir. Y allí había dos titanes, con varios miles de monstruos de refuerzo.
—¿Nuestro camuflaje desaparecerá si hacemos algo agresivo como cortar las cadenas? —preguntó.
—No lo sé —le dijo Bob a su gato.
—Miau —dijo Bob el Pequeño.
—Tendrás que distraerlos, Bob —dijo Annabeth—. Percy y yo rodearemos a los dos titanes sin que nos vean y cortaremos las cadenas desde atrás.
—Sí, bien —dijo Bob—. Solo hay un problema: cuando estéis dentro de las puertas, alguien deberá quedarse fuera para pulsar el botón y defenderlo.
Percy intentó tragar saliva.
—Eh… ¿defender el botón?
Bob asintió con la cabeza, rascando al gato debajo de la barbilla.
—Alguien deberá mantener apretado el botón de subir durante doce minutos o el trayecto no se completará.
Percy echó un vistazo a las puertas. Efectivamente, Crío todavía apretaba el botón con el pulgar. Doce minutos… Tendrían que apartar a los titanes de las puertas de alguna forma. Luego Bob, Percy o Annabeth tendrían que mantener el botón apretado diez largos minutos, en medio de un ejército de monstruos en el corazón de Tártaro, mientras los otros dos se trasladaban al mundo de los mortales. Era imposible.
—¿Por qué doce minutos? —preguntó Percy.
—No lo sé —respondió Bob—. ¿Por qué doce dioses del Olimpo o doce titanes?
—Vale —dijo Percy, pero le quedó un sabor amargo en la boca.
—¿A qué te refieres con lo de que el trayecto no se completará? —preguntó Annabeth—. ¿Qué les pasaría a los pasajeros?
Bob no contestó. A juzgar por su expresión de dolor, Percy decidió que no quería estar dentro del ascensor si se paraba entre el Tártaro y el mundo de los mortales.
—Si pulsamos el botón durante doce minutos —dijo Percy— y las cadenas se cortan…
—Las puertas deberían reajustarse —dijo Bob—. Se supone que es lo que hacen. Desaparecerán del Tártaro y aparecerán en otra parte, donde Gaia no pueda utilizarlas.
—Tánatos podrá reclamarlas —dijo Annabeth—. La muerte volverá a su estado normal, y los monstruos perderán el atajo al mundo de los mortales.
Percy espiró.
—Tirado. Menos… bueno, menos todo.
Bob el Pequeño ronroneó.
—Yo apretaré el botón —se ofreció Bob.
Una mezcla de emociones se agitaron dentro de Percy: pena, tristeza, gratitud y culpabilidad, concentrándose en un cemento emocional.
—No podemos pedirte eso, Bob. Tú también quieres cruzar las puertas. Quieres volver a ver el cielo y las estrellas y…
—Me gustaría —convino Bob—. Pero alguien tiene que apretar el botón. Y cuando las cadenas estén cortadas… mis hermanos lucharán para impedir que paséis. No querrán que las puertas desaparezcan.
Percy contempló la interminable horda de monstruos. Aunque dejara que Bob se sacrificase, ¿cómo podría defenderse un titán contra tantos durante doce minutos mientras mantenía un dedo en un botón?
El cemento se asentó en el estómago de Percy. Siempre había sospechado cómo acabaría todo. Él tendría que quedarse. Mientras Bob repelía al ejército, Percy mantendría apretado el botón del ascensor y se aseguraría de que Annabeth llegara sana y salva.
De algún modo, tenía que convencerla de que se fuera sin él. Mientras ella estuviera a salvo y las puertas desaparecieran, moriría sabiendo que había hecho algo bien.
—¿Percy…?
Annabeth lo miraba fijamente, con un dejo de suspicacia en la voz.
Era demasiado lista. Si Percy la miraba a los ojos, sabría exactamente lo que estaba pensando.
—Lo primero es lo primero —dijo—. Vamos a cortar las cadenas.