VIII
Annabeth

Solo habían recorrido varios cientos de metros cuando Annabeth oyó voces.

Anduvo con paso lento, medio atontada, tratando de idear un plan. Como era hija de Atenea, se suponía que los planes eran su especialidad, pero resultaba difícil planificar estrategias cuando te rugían las tripas y tenías la garganta seca. Puede que el agua llameante del Flegetonte la hubiera curado y le hubiera dado fuerzas, pero no había aliviado en lo más mínimo su hambre ni su sed. La finalidad del río no era hacerte sentir bien, dedujo Annabeth. Simplemente te permitía continuar para que pudieras seguir experimentando un dolor atroz.

Se le empezaba a caer la cabeza del agotamiento cuando las oyó —unas voces de mujer enzarzadas en una discusión— y se puso alerta en el acto.

—¡Agáchate, Percy! —susurró.

Tiró de él y lo ocultó detrás del canto rodado más cercano, y se pegó tanto a la orilla del río que sus zapatos casi tocaron el fuego. Al otro lado, en el estrecho sendero entre el río y los acantilados, las voces gruñían y aumentaban de volumen conforme se aproximaban desde más arriba.

Annabeth trató de controlar su respiración. Las voces sonaban vagamente humanas, pero eso no quería decir nada. Daba por sentado que en el Tártaro cualquier cosa era su enemigo. Ignoraba cómo era posible que los monstruos no los hubieran visto. Además, los monstruos podían oler a los semidioses, sobre todo a los que eran poderosos como Percy, hijo de Poseidón. Annabeth dudaba que esconderse detrás de una roca sirviera de algo cuando los monstruos detectaran su olor.

Aun así, los monstruos se acercaron sin que sus voces cambiaran de tono. Sus pasos irregulares —«ras, cloc, ras, cloc»— no se aceleraron.

—¿Cuánto falta? —preguntó uno de ellos con voz áspera, como si hubiera estado haciendo gárgaras en el Flegetonte.

—¡Oh, dioses! —dijo otra voz.

Esa voz sonaba mucho más joven y más humana, como la de una adolescente mortal que se exaspera con sus amigas en el centro comercial. Por algún motivo, a Annabeth le resultaba familiar.

—¡Sois unas pesadas! Os lo he dicho, está a tres días desde aquí.

Percy agarró la muñeca de Annabeth. La miró alarmado, como si él también hubiera reconocido la voz de la chica del centro comercial.

Hubo un coro de gruñidos y murmullos. Las criaturas —una media docena, calculó Annabeth— se habían detenido justo al otro lado de la roca, pero seguían sin dar muestras de haber detectado el olor de los semidioses. Annabeth se preguntó si los semidioses no olían igual en el Tártaro o si el resto de olores del lugar eran tan fuertes que enmascaraban el aura de un semidiós.

—Me pregunto si de verdad conoces el camino, jovencita —dijo una tercera voz, áspera y vieja como la primera.

—Cierra el pico, Serephone —dijo la chica del centro comercial—. ¿Cuándo fue la última vez que escapaste al mundo de los mortales? Yo estuve hace un par de años. ¡Conozco el camino! Además, yo sé lo que nos espera allí arriba. ¡Tú no tienes ni idea!

—¡La Madre Tierra no te ha nombrado la jefa! —gritó una cuarta voz.

Más susurros, sonidos de riña y gemidos salvajes, como si unos gigantescos gatos salvajes se estuvieran peleando. Al final, la que se llamaba Serephone gritó:

—¡Basta!

La riña se apaciguó.

—Te seguiremos de momento —dijo Serephone—. Pero si no nos guías bien, si descubrimos que nos has mentido sobre la llamada de Gaia…

—¡Yo no miento! —le espetó la chica del centro comercial—. Creedme, tengo motivos para participar en esta batalla. Tengo enemigos que devorar, y vosotras os daréis un banquete con la sangre de los héroes. Solo os pido que me dejéis uno en concreto: el que se llama Percy Jackson.

Annabeth contuvo un gruñido. Se olvidó del miedo. Le entraron ganas de saltar por encima de la roca y hacer picadillo a los monstruos con su daga… pero ya no la tenía.

—Creedme —dijo la chica del centro comercial—. Gaia nos ha llamado, y nos lo vamos a pasar en grande. Antes de que termine la guerra, mortales y semidioses temblarán al oír mi nombre: ¡Kelli!

Annabeth estuvo a punto de gritar en voz alta. Miró a Percy. Incluso a la luz roja del Flegetonte, su cara parecía de cera.

«Empousai —dijo, esbozando la palabra con los labios—. Vampiras».

Percy asintió con la cabeza seriamente.

Se acordaba de Kelli. Hacía dos años, durante el período de orientación de nuevos alumnos, Percy y su amiga Rachel Dare habían sido atacados por unas empousai disfrazadas de animadoras. Una de ellas había sido Kelli. Más tarde, la misma empousa los había atacado en el taller de Dédalo. Annabeth la había apuñalado por la espalda y la había enviado… allí. Al Tártaro.

Las criaturas se marcharon arrastrando los pies y sus voces se volvieron más débiles. Annabeth se acercó sigilosamente al borde de la roca y se aventuró a echar un vistazo. Efectivamente, cinco mujeres avanzaban tambaleándose con unas piernas desiguales: la izquierda, de bronce y mecánica, y la derecha, peluda y con la pezuña hendida. Su cabello estaba hecho de fuego y su piel era blanca como un hueso. La mayoría de ellas llevaban vestidos andrajosos de la antigua Grecia, menos la que iba delante, Kelli, que llevaba una blusa quemada y raída y una minifalda plisada… su conjunto de animadora.

Annabeth apretó los dientes. A lo largo de los años se había enfrentado a muchos monstruos malos, pero odiaba a las empousai más que a la mayoría de ellos.

Además de sus terribles garras y colmillos, tenían la poderosa facultad de manipular la Niebla. Podían cambiar de forma y usar su capacidad de persuasión para engañar a los mortales y conseguir que bajaran la guardia. Los hombres eran especialmente susceptibles. La táctica favorita de las empousai consistía en enamorar a un hombre y luego beberse su sangre y devorar su carne. No era lo que se dice una primera cita encantadora.

Kelli había estado a punto de matar a Percy. Había manipulado al amigo más antiguo de Annabeth, Luke, y lo había instado a cometer actos cada vez más siniestros en nombre de Cronos.

Annabeth deseó con toda su alma tener su daga.

Percy se levantó.

—Se dirigen a las Puertas de la Muerte —murmuró—. ¿Sabes lo que eso significa?

Annabeth no quería pensar en ello, pero lamentablemente aquella terrorífica brigada de devoradoras de carne era lo más parecido a la buena suerte que iban a encontrar en el Tártaro.

—Sí —dijo—. Tenemos que seguirlas.

La Casa de Hades
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