XI
Leo

Leo tuvo la ligera impresión de que Hazel gritaba:

—¡Marchaos! ¡Yo cuidaré de Nico!

Como si Leo fuera a volverse atrás. Sí, esperaba que Di Angelo estuviera bien, pero él tenía sus propios quebraderos de cabeza.

Leo subió los escalones deprisa, dando saltos, seguido de Jason y de Frank.

La situación en la cubierta era peor de lo que temía.

El entrenador Hedge y Piper estaban forcejeando para soltarse de las ataduras de cinta adhesiva mientras uno de los enanos diabólicos bailaba por la cubierta, recogiendo las cosas que no estaban atadas y metiéndolas en su saco. Medía aproximadamente un metro veinte de estatura, todavía menos que el entrenador Hedge, y tenía unas patas arqueadas, unos pies simiescos y una ropa tan chillona que a Leo le provocó vértigo. Sus pantalones a cuadros verdes estaban prendidos con alfileres en las vueltas, y los llevaba sujetos con unos tirantes de vivo color rojo por encima de una blusa de mujer rosa y negra a rayas. Llevaba media docena de relojes de oro en cada brazo y un sombrero de vaquero con estampado de cebra de cuya ala colgaba la etiqueta del precio. Su piel estaba cubierta de manchas de desaliñado pelo rojo, aunque el noventa por ciento de su vello corporal parecía concentrado en sus espléndidas cejas.

Leo estaba pensando dónde se encontraba el otro enano cuando oyó un chasquido detrás de él y se dio cuenta de que había metido a sus amigos en una trampa.

—¡Agachaos!

Cayó al suelo en el momento en el que la explosión le reventaba los tímpanos.

«Nota para el menda —pensó Leo aturdido—. No dejes cajas de granadas mágicas donde los enanos puedan alcanzarlas».

Por lo menos estaba vivo. Leo había estado experimentando con toda clase de armas basadas en la esfera de Arquímedes que había rescatado en Roma. Había fabricado granadas que podían expulsar ácido, fuego, metralla o palomitas de maíz recién untadas de mantequilla. (Eh, nunca se sabía cuándo te iba a entrar hambre en la batalla). A juzgar por el zumbido de sus oídos, el enano había hecho explotar una granada de detonación que Leo había llenado con un extraño frasco de música de Apolo, extracto líquido puro. No mataba, pero a Leo le dio la sensación de haberse dado un panzazo en la parte honda de una piscina.

Trató de levantarse. Las extremidades no le respondían. Alguien estaba tirándole de la cintura: ¿tal vez un amigo que intentaba ayudarlo a levantarse? No. Sus amigos no olían a jaula de mono embadurnada de perfume.

Leo consiguió darse la vuelta. Tenía la vista desenfocada y teñida de rosa, como si el mundo se hubiera sumergido en gelatina de fresa. Una grotesca cara sonriente apareció encima de él. El enano con pelo marrón iba vestido todavía peor que su amigo: llevaba un bombín verde como el de un duende, anillos de diamantes que le colgaban de los dedos y una camiseta de árbitro blanca y negra. Enseñó el premio que acababa de robar —el cinturón portaherramientas de Leo— y acto seguido se marchó bailando.

Leo trató de agarrarlo, pero se le habían dormido los dedos. El enano se acercó brincando a la ballesta más cercana, que su amigo de pelo rojo estaba preparando para disparar.

El enano de pelo marrón saltó sobre el proyectil como si fuera un monopatín, y su amigo lo disparó al cielo.

Pelo Rojo se acercó al entrenador Hedge dando saltos. Dio un bofetón al sátiro y se dirigió brincando a la borda. Dedicó una reverencia a Leo quitándose el sombrero con estampado de cebra y dio una voltereta hacia atrás por encima de la borda.

Leo consiguió levantarse. Jason ya estaba en pie, tropezando y chocándose contra objetos. Frank se había transformado en un gorila adulto (Leo no estaba seguro del motivo: ¿tal vez para comunicarse con los enanos simios?), pero la granada le había dado de lleno. Estaba tumbado en la cubierta con la lengua fuera y los ojos de gorila en blanco.

—¡Piper!

Jason se dirigió al timón tambaleándose y le quitó con cuidado la mordaza de la boca.

—¡No malgastes el tiempo conmigo! —dijo—. ¡Ve a por ellos!

—¡Mmmmmm! —farfulló el entrenador Hedge en el mástil.

Leo supuso que significaba «¡Mátalos!» Una traducción fácil de adivinar, considerando que la mayoría de las frases del entrenador contenían la palabra «matar».

Leo echó un vistazo al tablero de mando. La esfera de Arquímedes había desaparecido. Se llevó la mano a la cintura, donde debería haber estado su cinturón. Se le empezó a despejar la cabeza, y su indignación llegó al límite. Esos enanos habían atacado su barco y le habían robado sus más preciadas posesiones.

Debajo de él se extendía la ciudad de Bolonia: un rompecabezas de edificios de tejas rojas rodeados de colinas verdes. Si Leo no encontraba a los enanos en ese laberinto de calles… No. El fracaso no era una opción. Ni iba a esperar a que sus amigos se recuperaran.

Se volvió hacia Jason.

—¿Te encuentras lo bastante bien para controlar los vientos? Necesito que me lleves.

Jason frunció el entrecejo.

—Claro, pero…

—Bien —dijo Leo—. Tenemos que atrapar a unos monos.

Jason y Leo aterrizaron en una gran piazza bordeada de edificios gubernamentales de mármol blanco y terrazas de cafés. Las calles circundantes estaban atestadas de bicis y motos Vespa, pero en la plaza propiamente dicha no había más que palomas y unos cuantos ancianos bebiendo espresso.

Ninguno de los lugareños pareció reparar en el enorme buque de guerra griego que se cernía sobre la piazza, ni en el hecho de que Jason y Leo acabaran de aterrizar: Jason empuñando una espada de oro y Leo… bueno, Leo con las manos vacías.

—¿Adónde vamos? —preguntó Jason.

Leo se lo quedó mirando.

—Pues no lo sé. Déjame que saque mi GPS localizador de enanos del cinturón… ¡Un momento! No tengo GPS localizador de enanos… ¡ni cinturón!

—Vale —gruñó Jason. Echó un vistazo al barco como si quisiera orientarse y a continuación señaló al otro lado de la plaza—. Creo que la ballesta disparó al primer enano en esa dirección. Venga, vamos.

Vadearon un lago con palomas y se metieron en una calle lateral con tiendas de ropa y heladerías. Las aceras estaban bordeadas de columnas blancas cubiertas de grafitis. Unos cuantos mendigos pedían limosna (Leo no sabía italiano, pero captó perfectamente el mensaje).

Siguió tocándose la cintura con la esperanza de que su cinturón volviera a aparecer por arte de magia, pero no fue así. Trató de no ponerse nervioso, pero había llegado a depender de ese cinturón prácticamente para todo. Se sentía como si le hubieran robado una mano.

—Lo encontraremos —prometió Jason.

Normalmente, Leo se habría sentido reconfortado. Jason tenía un don para mantener la sensatez en momentos de crisis, y había sacado a Leo de muchos apuros. Sin embargo, en ese momento, Leo solo podía pensar en la estúpida galleta de la fortuna que había abierto en Roma. La diosa Némesis le había prometido ayuda y se la había prestado: el código para activar la esfera de Arquímedes. En su momento, a Leo no le había quedado más remedio que emplearlo para salvar a sus amigos, pero Némesis también le había advertido que su ayuda tenía un precio.

Leo se preguntaba si se cobraría ese precio algún día. Percy y Annabeth ya no estaban allí. El barco se había desviado cientos de kilómetros de su rumbo y se dirigía a un desafío imposible. Los amigos de Leo contaban con él para vencer a un aterrador gigante. Y ya ni siquiera tenía el cinturón portaherramientas ni la esfera de Arquímedes.

Estaba tan ensimismado compadeciéndose de sí mismo que ni siquiera se dio cuenta de dónde estaban hasta que Jason le agarró el brazo.

—Mira.

Leo alzó la vista. Habían llegado a una piazza más pequeña. Sobre ellos se cernía una enorme estatua de Neptuno en cueros.

—Caray.

Leo apartó la vista. No necesitaba ver una entrepierna divina tan temprano.

El dios del mar se alzaba sobre una gran columna de mármol en medio de una fuente que no funcionaba (lo que resultaba un poco irónico). A cada lado de Neptuno había sentados unos pequeños cupidos alados, como si estuvieran relajándose. Neptuno (entrepierna aparte) ladeaba la cadera como si estuviera haciendo un movimiento a lo Elvis Presley. Tenía el tridente cogido holgadamente con la mano derecha y extendía la mano izquierda como si estuviera bendiciendo a Leo, o tal vez intentando hacerle levitar.

—¿Es una pista? —preguntó Leo.

Jason arrugó la frente.

—Puede que sí, puede que no. Hay estatuas de los dioses por toda Italia. Me sentiría mejor si nos encontráramos con Júpiter. O con Minerva. Cualquiera menos Neptuno, la verdad.

Leo se metió en la fuente seca. Posó la mano sobre el pedestal de la estatua y una oleada de impresiones le recorrieron las puntas de los dedos. Percibió engranajes de bronce celestial, palancas, muelles y pistones mágicos.

—Es mecánica —dijo—. ¿Una puerta de la guarida secreta de los enanos?

—¡Uuuh! —gritó una voz cercana—. ¿Una guarida secreta?

—¡Yo quiero una guarida secreta! —gritó otra voz desde arriba.

Jason retrocedió con la espada en ristre. Leo casi se lesionó las cervicales intentando mirar a dos sitios al mismo tiempo. El enano de pelo rojo con el sombrero de vaquero estaba sentado a unos diez metros de distancia en la mesa de café más cercana, bebiendo a sorbos un espresso con sus pies simiescos. El enano de pelo marrón con el bombín verde estaba encaramado en el pedestal de mármol a los pies de Neptuno, justo por encima de la cabeza de Leo.

—Si tuviéramos una guarida secreta —dijo Pelo Rojo—, me gustaría tener una barra de bomberos.

—¡Y un tobogán acuático! —dijo Pelo Marrón, que estaba sacando al azar herramientas del cinturón de Leo y lanzando llaves inglesas, martillos y grapadoras.

—¡Para!

Leo trató de agarrar los pies del enano, pero no llegaba a la parte superior del pedestal.

—¿Eres demasiado bajo? —dijo Pelo Marrón con tono compasivo.

—¿Me estás llamando bajo? —Leo buscó a su alrededor algo que lanzar, pero solo había palomas, y dudaba que pudiera atrapar una—. Dame mi cinturón, estúpido…

—¡Vale ya! —dijo Pelo Marrón—. Ni siquiera nos hemos presentado. Yo soy Acmón. Y mi hermano…

—¡… es el guapo! —el enano de pelo rojo levantó su espresso. A juzgar por sus pupilas dilatadas y su sonrisa de loco, no necesitaba más cafeína en el cuerpo—. ¡Soy Pásalo! ¡Cantante! ¡Aficionado al café! ¡Ladrón de objetos brillantes!

—¡Venga ya! —gritó su hermano Acmón—. Yo robo mucho mejor que tú.

Pásalo resopló.

—¡Sueñecitos, tal vez!

Sacó un cuchillo —la daga de Piper— y se puso a hurgarse los dientes con él.

—¡Eh! —gritó Jason—. ¡Esa es la daga de mi novia!

Se abalanzó sobre Pásalo, pero el enano de pelo rojo era muy rápido. Saltó de su silla, rebotó en la cabeza de Jason, dio una voltereta y cayó al lado de Leo abrazando la cintura del chico con sus brazos peludos.

—Sálvame —suplicó el enano.

—¡Suelta!

Leo trató de apartarlo de un empujón, pero Pásalo dio una voltereta hacia atrás en el aire y cayó fuera de su alcance. Inmediatamente, a Leo se le cayeron los pantalones hasta las rodillas.

Se quedó mirando a Pásalo, que sonreía sujetando una pequeña tira de metal zigzagueante. De algún modo, el enano le había robado la cremallera de los pantalones.

—¡Dame… la cremallera…, estúpido! —dijo Leo tartamudeando, tratando de agitar el puño y subirse los pantalones al mismo tiempo.

—Bah, no brilla lo suficiente.

Pásalo tiró la cremallera.

Jason arremetió con su espada. Pásalo saltó hacia arriba y, de repente, estaba sentado en el pedestal de la estatua al lado de su hermano.

—Dime que no sé moverme —alardeó Pásalo.

—Vale —dijo Acmón—. No sabes moverte.

—¡Bah! —dijo Pásalo—. Dame el cinturón. Quiero verlo.

—¡No! —Acmón lo apartó de un codazo—. Tú tienes el cuchillo y la bola brillante.

—Sí, la bola brillante es bonita.

Pásalo se quitó el sombrero de vaquero. Como un mago sacando un conejo, extrajo la esfera de Arquímedes y empezó a jugar con sus antiguos diales de bronce.

—¡Para! —gritó Leo—. Es una máquina delicada.

Jason acudió a su lado y miró con furia a los enanos.

—¿Quiénes sois, a todo esto?

—¡Los Cercopes! —Acmón miró a Jason entornando los ojos—. Apuesto a que tú eres hijo de Júpiter. Siempre lo noto.

—Como Trasero Negro —convino Pásalo.

—¿Trasero Negro?

Leo resistió el deseo de volver a abalanzarse sobre los pies de los enanos. Estaba seguro de que Pásalo iba a estropear la esfera de Arquímedes en cualquier momento.

—Sí, ya sabes —Acmón sonrió—. Hércules. Lo llamamos Trasero Negro porque solía pasearse sin ropa. Se puso tan moreno que sus posaderas, en fin…

—¡Por lo menos tiene sentido del humor! —dijo Pásalo—. Iba a matarnos cuando le robamos, pero nos soltó porque le gustaron nuestras bromas. No como vosotros dos. ¡Gruñones!

—Eh, yo tengo sentido del humor —gruñó Leo—. Devolvedme mis cosas y os contaré un chiste con el que os troncharéis de risa.

—¡Buen intento! —Acmón sacó una llave de trinquete del cinturón y le dio vueltas como si fuera una carraca—. ¡Oh, me gusta! ¡Me la quedo! ¡Gracias, Trasero Azul!

«¿Trasero Azul?»

Leo miró abajo. Se le habían vuelto a bajar los pantalones, y sus calzoncillos azules habían quedado a la vista

—¡Se acabó! —gritó—. Mis cosas. Ahora mismo. O veréis lo gracioso que es un enano en llamas.

Sus manos se encendieron.

—Así se habla —Jason levantó su espada al cielo. Sobre la piazza empezaron a acumularse nubarrones. Un trueno retumbó.

—¡Qué miedo! —gritó Acmón.

—Sí —convino Pásalos—. Si tuviéramos una guarida secreta para escondernos…

—Siento decirlo, pero esta estatua no es la puerta de ninguna guarida secreta —dijo Acmón—. Tiene otro uso.

A Leo se le revolvió el estómago. El fuego de sus manos se apagó y se dio cuenta de que algo no iba nada bien.

—¡Trampa! —gritó, y se lanzó fuera de la fuente. Lamentablemente, Jason estaba demasiado ocupado invocando la tormenta.

Leo rodó sobre su espalda en el momento en el que cinco cuerdas doradas salieron disparadas de los dedos de la estatua de Neptuno. Una pasó rozando los pies de Leo. Las demás se dirigieron a Jason, lo rodearon como a un becerro en un rodeo y tiraron de él hasta ponerlo boca abajo.

Un rayo alcanzó las puntas del tridente de Neptuno y lanzó unos arcos de electricidad que recorrieron la estatua, pero los Cercopes ya habían desaparecido.

—¡Bravo! —Acmón aplaudía desde la mesa cercana de un café—. ¡Eres una piñata estupenda, hijo de Júpiter!

—¡Sí! —convino Pásalo—. Hércules también nos colgó boca abajo una vez. ¡Qué dulce es la venganza!

Leo invocó una bola de fuego. Se la lanzó a Pásalo, que trataba de sujetar al mismo tiempo a dos palomas y la esfera de Arquímedes.

—¡Uy!

El enano escapó de la explosión de un salto, soltó la esfera y dejó en libertad a las palomas.

—¡Hora de marcharse! —concluyó Acmón.

Ladeó su bombín y se marchó dando brincos de mesa en mesa. Pásalo miró la esfera de Arquímedes, que había ido rodando hasta acabar entre los pies de Leo.

Leo invocó otra bola de fuego.

—Ponme a prueba —gruñó.

—¡Adiós!

Pásalo dio una voltereta hacia atrás y corrió detrás de su hermano.

Leo recogió la esfera de Arquímedes y se acercó a toda prisa a Jason, que seguía colgado boca abajo, atado de cuerpo entero menos el brazo de la espada. Estaba intentando cortar las cuerdas con la hoja de oro sin suerte.

—Espera —dijo Leo—. A ver si encuentro el interruptor para soltarte…

—¡Vete! —gruñó Jason—. Te seguiré cuando salga de aquí.

—Pero…

—¡No los pierdas!

Lo último que Leo quería era pasar tiempo a solas con los enanos simiescos, pero los Cercopes iban a desaparecer por la esquina opuesta de la piazza. Leo dejó a Jason colgado y corrió tras ellos.

La Casa de Hades
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