LIV
Annabeth

Nix hizo restallar su látigo otra vez. La oscuridad se cuajó a su alrededor. A cada lado apareció un ejército de sombras: más arai con alas oscuras, cuya visión no despertó mucho entusiasmo a Annabeth; un anciano ajado que debía de ser Geras, el dios de la vejez; y una mujer más joven vestida con una toga negra que tenía unos ojos brillantes y una sonrisa de asesina en serie: Eris, sin duda, la diosa de la discordia. Y siguieron apareciendo más: docenas de demonios y dioses menores, todos hijos de la Noche.

Annabeth quería huir. Se enfrentaba a una prole de horrores capaces de hacer perder el juicio a cualquiera. Pero si huía, moriría.

A su lado, Percy empezó a respirar con dificultad. A pesar de su neblinoso disfraz de demonio, Annabeth sabía que estaba al borde del pánico. Ella tenía que mantenerse firme por los dos.

«Soy hija de Atenea —pensó—. Yo controlo mi mente».

Se imaginó un marco mental alrededor de lo que estaba viendo. Se dijo que no era más que una película: una película de miedo, cierto, pero que no podía hacerle daño. Ella controlaba la situación.

—Sí, no está mal —reconoció—. Supongo que podríamos hacer una foto para el álbum, pero no las tengo todas conmigo. Son ustedes tan… oscuros. Aunque usara el flash, no estoy segura de que saliera.

—Sí —logró decir Percy—. No son fotogénicos.

—¡Turistas… desgraciados! —susurró Nix—. ¿Cómo osáis no temblar ante mí? ¿Cómo osáis no llorar ni suplicarme que os dé un autógrafo y una foto para vuestro álbum? ¿Queréis algo que sea noticia? ¡Mi hijo Hipnos durmió a Zeus una vez! Cuando Zeus lo persiguió por la Tierra, empeñado en vengarse, Hipnos se escondió en mi palacio buscando protección, y Zeus no le siguió. ¡Hasta el rey del Olimpo me teme!

—Ah —Annabeth se volvió hacia Percy—. Bueno, se está haciendo tarde. Deberíamos comer en uno de los restaurantes que nos ha recomendado el guía turístico. Luego buscaremos las Puertas de la Muerte.

—¡Ajá! —gritó Nix triunfalmente.

Su prole de sombras se agitó y repitió:

—¡Ajá! ¡Ajá!

—¿Queréis ver las Puertas de la Muerte? —preguntó Nix—. Se encuentran en el centro mismo del Tártaro. Los mortales como vosotros nunca llegan a ellas, salvo por los pasillos de mi palacio: ¡la Mansión de la Noche!

Señaló detrás de ella. Flotando en el abismo casi cien metros más abajo había una puerta de mármol negro que daba a una especie de habitación grande.

A Annabeth le latía tan fuerte el corazón que lo notaba en los dedos de los pies. Era el camino que debían seguir, pero estaba tan lejos que la caída era casi imposible. Si se pasaban de largo, caerían al Caos y se dispersarían en la nada: una muerte sin posibilidad de repetición. Y aunque lograran saltar, la diosa de la Noche y sus temibles hijos se interponían en su camino.

Annabeth comprendió sobresaltada lo que tenía que pasar. Como todo lo que ella había hecho en su vida, era muy arriesgado. En cierto modo, eso la tranquilizó. ¿Una idea disparatada ante la muerte?

«De acuerdo —pareció decir su cuerpo, relajándose—. Conozco el terreno».

Dejó escapar un suspiro de aburrimiento.

—Supongo que podríamos hacer una foto, pero una de grupo no saldrá bien. Nix, ¿qué tal si le hacemos una con su hijo favorito? ¿Quién es?

La prole susurró. Docenas de horribles ojos brillantes se volvieron hacia Nix.

La diosa se movió incómoda, como si el carro se estuviera calentando bajo sus pies. Sus sombríos caballos jadearon y piafaron en el vacío.

—¿Mi hijo favorito? —preguntó ella—. ¡Todos mis hijos son aterradores!

Percy resopló.

—¿De verdad? He conocido a las Moiras. He conocido a Tánatos. No daban tanto miedo. Tiene que haber alguien en este grupo que sea peor.

—El más oscuro —dijo Annabeth—. El que más se parezca a usted.

—Yo soy la más oscura —dijo Eris—. ¡Guerras y conflictos! ¡He provocado toda clase de muertes!

—¡Yo soy todavía más oscuro! —gruñó Geras—. Yo debilito la vista y emboto el cerebro. ¡Todos los mortales temen la vejez!

—Sí, sí —dijo Annabeth, tratando de hacer caso omiso del castañeteo de sus dientes—. No veo nada lo bastante oscuro. ¡Sois los hijos de la Noche! ¡Enseñadme algo oscuro!

La horda de arai empezó a gemir, batiendo sus correosas alas y agitando nubarrones. Geras extendió sus manos secas y oscureció todo el abismo. Eris escupió una sombría lluvia de perdigones a través del vacío.

—¡Yo soy el más oscuro! —susurró un demonio.

—¡No, yo!

—¡No! ¡Contemplad mi oscuridad!

Si mil pulpos gigantes hubieran expulsado tinta al mismo tiempo en el fondo de la fosa oceánica más profunda y desprovista de luz, no habría habido una negrura más intensa. Annabeth podría haber estado ciega perfectamente. Agarró la mano de Percy y se armó de valor.

—¡Esperad! —gritó Nix, súbitamente presa del pánico—. No veo nada.

—¡Sí! —gritó orgullosamente uno de sus hijos—. ¡He sido yo!

—¡No, he sido yo!

—¡He sido yo, idiota!

Docenas de voces empezaron a discutir en la oscuridad.

Los caballos relincharon alarmados.

—¡Basta ya! —chilló Nix—. ¿De quién es este pie?

—¡Eris me está pegando! —gritó alguien—. ¡Madre, dile que deje de pegarme!

—¡Yo no he sido! —chilló Eris—. ¡Ay!

Los sonidos de refriega aumentaron de volumen. La oscuridad se hizo más intensa si cabía. Los ojos de Annabeth se dilataron tanto que parecía que se los estuvieran arrancando de las cuencas.

Apretó la mano de Percy.

—¿Listo?

—¿Para qué? —tras una pausa, él gruñó con tristeza—. Por los calzoncillos de Poseidón, ¿no lo dirás en serio?

—¡Que alguien me dé luz! —gritó Nix—. ¡Grrr! ¡No puedo creer que haya dicho eso!

—¡Es una trampa! —chilló Eris—. ¡Los semidioses están escapando!

—Ya los tengo —gritó una arai.

—¡No, es mi cuello! —dijo Geras con voz ahogada.

—¡Salta! —le dijo Annabeth a Percy.

Se tiraron a la oscuridad intentando alcanzar la puerta situada más abajo.

La Casa de Hades
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