XXIII
Annabeth

Annabeth tropezó literalmente con el segundo titán.

Después de penetrar en el frente tormentoso, anduvieron con paso lento durante lo que le parecieron horas. Contaban con la luz que desprendía la hoja de bronce celestial de Percy y con Bob, que brillaba débilmente en la oscuridad, como una especie de chiflado ángel conserje.

Annabeth solo podía ver aproximadamente un metro y medio por delante de ella. Las Tierras Oscuras le recordaban extrañamente a San Francisco, donde vivía su padre: aquellas tardes de verano cuando el banco de niebla se acercaba como relleno de embalaje frío y húmedo y engullía el barrio de Pacific Heights. La diferencia era que allí, en el Tártaro, la niebla era tan oscura que parecía hecha de tinta.

Salían rocas de la nada. Aparecían fosos a sus pies, y Annabeth no se cayó por los pelos. Unos rugidos monstruosos resonaban en la penumbra, pero Annabeth no sabía de dónde venían. Lo único de lo que estaba segura era de que el terreno seguía descendiendo.

La única dirección permitida en el Tártaro parecía ser hacia abajo. Cada vez que Annabeth desandaba un solo paso, sentía cansancio y pesadez, como si la gravedad aumentara para desanimarla. Suponiendo que todo el foso fuera el cuerpo de Tártaro, Annabeth tenía el mal presentimiento de que estaban bajando por su garganta.

Estaba tan obsesionada con la idea que no se fijó en el saliente hasta que fue demasiado tarde.

—¡Cuidado! —gritó Percy.

Intentó agarrarle el brazo, pero ella ya se había caído.

Afortunadamente, solo era una pequeña depresión. La mayor parte estaba ocupada por la ampolla de un monstruo. Cayó en blando sobre una superficie caliente y elástica, y estaba dando gracias a su suerte… cuando abrió los ojos y se encontró mirando a través de una brillante membrana dorada una cara mucho más grande.

Gritó y se agitó, y cayó del montículo de lado. El corazón le palpitaba en el pecho.

Percy la ayudó a levantarse.

—¿Estás bien?

Ella no se atrevía a contestar. Si abría la boca, podría gritar otra vez, y eso sería poco digno. Era una hija de Atenea, no una víctima gritona de una película de terror.

Pero dioses del Olimpo… Acurrucado dentro de la burbuja membranosa que tenía delante, había un titán completamente formado, con una armadura dorada y la piel del color de un centavo pulido. Tenía los ojos cerrados, pero su expresión era tan ceñuda que parecía a punto de lanzar un espeluznante grito de guerra. A pesar de la ampolla, Annabeth podía percibir el calor que irradiaba de su cuerpo.

—Hiperión —dijo Percy—. Odio a ese tío.

De repente, a Annabeth le empezó a doler una vieja herida que había sufrido en el hombro. Durante la batalla de Manhattan, Percy había luchado contra ese titán en el principal estanque de Central Park: agua contra fuego. Había sido la primera vez que Percy había invocado un huracán, algo que Annabeth no olvidaría jamás.

—Creía que Grover lo había convertido en un arce.

—Sí —convino Percy—. Tal vez el arce se murió, y él acabó aquí.

Annabeth recordó las explosiones que Hiperión había provocado y a cuántos sátiros y ninfas había destruido antes de que Percy y Grover lo detuvieran.

Estaba a punto de proponer que reventaran la burbuja de Hiperión cuando él despertó. Parecía listo para salir en cualquier momento y ponerse a quemarlo todo a su paso.

Entonces miró a Bob. El titán plateado estaba examinando a Hiperión con el entrecejo fruncido debido a la concentración, tal vez reconociéndose en él. Sus caras se parecían tanto…

Annabeth reprimió un juramento. Claro que se parecían. Hiperión era su hermano. Hiperión era el señor de los titanes del este. Jápeto, Bob, era el señor del oeste. Si le quitabas a Bob la escoba y la ropa de conserje, le ponías una armadura y le cortabas el pelo, le cambiabas la combinación de colores de plateado a dorado, Jápeto habría sido casi imposible de distinguir de Hiperión.

—Bob —dijo—, debemos irnos.

—Oro, no plata —murmuró Bob—. Pero se parece a mí.

—Bob —dijo Percy—. Oye, colega, ven aquí.

El titán se volvió de mala gana.

—¿Soy tu amigo? —preguntó Percy.

—Sí —Bob parecía peligrosamente indeciso—. Somos amigos.

—Sabes que algunos monstruos son buenos —dijo Percy—. Y otros son malos.

—Hum —dijo Bob—. Por ejemplo… las fantasmas guapas que sirven a Perséfone son buenas. Los zombis que explotan son malos.

—Exacto —dijo Percy—. Y algunos mortales son buenos y otros son malos. Pues lo mismo pasa con los titanes.

—Titanes…

Bob se alzaba por encima de ellos, mirándolos ceñudo. Annabeth estaba segura de que su novio acababa de cometer un gran error.

—Eso es lo que tú eres —dijo Percy con serenidad—. Bob el titán. Eres bueno. Eres estupendo, de hecho. Pero algunos titanes no lo son. Este de aquí, Hiperión, es malo como la tiña. Intentó matarme… intentó matar a mucha gente.

Bob parpadeó con sus ojos plateados.

—Pero parece… su cara es tan…

—Se parece a ti —convino Percy—. Es un titán, como tú. Pero no es bueno como tú.

—Bob es bueno —sus dedos apretaron el mango de la escoba—. Sí. Siempre hay al menos uno bueno: monstruos, titanes, gigantes…

—Ah… —Percy hizo una mueca—. Bueno, en el caso de los gigantes no estoy seguro.

—Oh, sí.

Bob asintió con la cabeza con seriedad.

Annabeth tenía la sensación de que habían estado demasiado tiempo en ese sitio. Sus perseguidores estarían acercándose.

—Debemos irnos —los apremió—. ¿Qué hacemos con…?

—Te toca, Bob —dijo Percy—. Hiperión es de tu raza. Podríamos dejarlo en paz, pero si se despierta…

La lanza-escoba de Bob se puso a barrer. Si hubiera estado apuntando a Annabeth o a Percy, los habría partido por la mitad. En cambio, Bob atravesó la ampolla monstruosa, que estalló en un géiser de caliente lodo dorado.

Annabeth se limpió el fango de titán de los ojos. Donde había estado Hiperión solo quedaba un cráter humeante.

—Hiperión es un titán malo —anunció Bob con expresión adusta—. Ya no puede hacer daño a mis amigos. Tendrá que regenerarse en otra parte del Tártaro. Con suerte, le llevará mucho tiempo.

Los ojos del titán parecían más brillantes de lo normal, como si estuvieran a punto de derramar lágrimas de mercurio.

—Gracias, Bob —dijo Percy.

¿Cómo permanecía tan tranquilo? Al ver la forma en que él hablaba con Bob, Annabeth se quedó pasmada… y también un poco inquieta. Si Percy pensaba dejar realmente la decisión en manos de Bob, no le gustaba lo mucho que se fiaba del titán. Si había manipulado a Bob para que tomara esa decisión… Bueno, a Annabeth le asombraba que Percy pudiera ser tan calculador.

Él la miró a los ojos, pero ella fue incapaz de descifrar su expresión. Eso también la molestó.

—Será mejor que sigamos —dijo.

Ella y Percy siguieron a Bob; en su uniforme de conserje brillaban las manchas de lodo dorado de la burbuja reventada de Hiperión.

La Casa de Hades
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