XXIV
Annabeth

Al poco rato, Annabeth tenía los pies como baba de titán. Avanzaba con paso resuelto siguiendo a Bob y escuchando el chapoteo monótono del líquido de su botella de limpieza.

«Estate alerta», se decía a sí misma, pero resultaba difícil. Tenía la mente tan embotada como las piernas. De vez en cuando, Percy le cogía la mano y hacía un comentario alentador, pero ella notaba que el oscuro paisaje también le estaba afectando. Sus ojos tenían un lustre apagado, como si su espíritu se estuviera extinguiendo poco a poco.

Cayó al Tártaro para estar contigo, dijo una voz dentro de su cabeza. Si muere, será culpa tuya.

—Basta ya —dijo Annabeth en voz alta.

Percy frunció el entrecejo.

—¿Qué?

—No, no te lo decía a ti —trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora, pero fue incapaz—. Estaba hablando conmigo misma. Este sitio… me está volviendo loca. Tengo pensamientos siniestros.

Las arrugas de preocupación se acentuaron alrededor de los ojos de color verde mar de Percy.

—Oye, Bob, ¿adónde vamos exactamente?

—La señora —dijo Bob—. La Niebla de la Muerte.

Annabeth contuvo su irritación.

—Pero ¿qué significa eso? ¿Quién es esa señora?

—¿Que diga su nombre? —Bob miró atrás—. No me parece buena idea.

Annabeth suspiró. El titán tenía razón. Los nombres tenían poder, y pronunciarlos allí, en el Tártaro, probablemente fuera peligroso.

—¿Puedes decirnos al menos cuánto falta para llegar? —preguntó.

—No lo sé —admitió Bob—. Solo puedo percibirlo. Esperaremos en la oscuridad a que oscurezca más. Luego iremos de lado.

—De lado —murmuró—. Naturalmente.

Estuvo tentada de pedir un descanso, pero no quería parar. No allí, en aquel sitio frío y oscuro. La niebla negra se le metía en el cuerpo y volvía sus huesos de poliexpán húmedo.

Se preguntaba si su mensaje llegaría hasta Rachel Dare. Si Rachel pudiera trasladar su propuesta a Reyna sin que la mataran…

Una esperanza ridícula, dijo la voz dentro de su cabeza. No has hecho más que poner en peligro a Rachel. Aunque encuentre a los romanos, ¿por qué debería confiar Reyna en ti después de todo lo que ha pasado?

Annabeth tuvo la tentación de gritarle a la voz, pero resistió el impulso. Aunque se estuviera volviendo loca, no quería que también lo pareciera.

Necesitaba desesperadamente algo que le levantara el ánimo. Un trago de agua de verdad. Un instante de luz del sol. Una cama calentita. Una palabra amable de su madre.

De repente Bob se detuvo. Levantó la mano: «Esperad».

—¿Qué pasa? —susurró Percy.

—Chis —le advirtió Bob—. Delante. Algo se está moviendo.

Annabeth aguzó el oído. En algún lugar, oculto en la niebla, sonaba un profundo zumbido, como el motor al ralentí de un gran vehículo de construcción. Podía notar las vibraciones a través de sus zapatos.

—Lo rodearemos —susurró Bob—. Que cada uno de vosotros elija un flanco.

Por millonésima vez, Annabeth deseó tener su daga. Cogió un trozo de obsidiana negra puntiaguda y se dirigió a la izquierda sigilosamente. Percy fue a la derecha, con la espada en ristre.

Bob avanzó por en medio, la punta de su lanza brillando entre la niebla.

El zumbido aumentó de volumen, haciendo sacudir la grava a los pies de Annabeth. Parecía provenir justo de delante de ellos.

—¿Listos? —murmuró Bob.

Annabeth se agachó, lista para saltar.

—¿A la de tres?

—Uno —susurró Percy—. Dos…

Una figura apareció en la niebla. Bob levantó la lanza.

—¡Espera! —gritó Annabeth.

Bob se detuvo justo a tiempo, con la punta de su lanza dos centímetros por encima de la cabeza de un diminuto gato con el pelaje blanco, marrón y negro.

—¿Miau? —dijo el gatito, impertérrito ante su plan de ataque.

Frotó su cabeza contra el pie de Bob y ronroneó sonoramente.

Parecía imposible, pero el profundo sonido reverberante provenía del gatito. Cuando ronroneaba, el suelo vibraba y los guijarros se movían. El gatito clavó sus ojos amarillos como linternas en una piedra en concreto, justo entre los pies de Annabeth, y saltó.

El gato podría haber sido un demonio o un horrible monstruo del inframundo disfrazado, pero Annabeth no pudo evitarlo: lo recogió y lo abrazó. La criatura solo tenía huesos bajo el pelaje, pero por lo demás parecía totalmente normal.

—¿Cómo ha…? —ni siquiera podía formular la pregunta—. ¿Qué hace un gato…?

El gato se impacientó y escapó de entre sus brazos retorciéndose. Cayó dando un golpetazo, se acercó a Bob y empezó a ronronear y a frotarse contra sus botas.

Percy se rió.

—Parece que le gustas a alguien, Bob.

—Debe de ser un buen monstruo —Bob alzó la vista, nervioso—. ¿Verdad?

A Annabeth se le hizo un nudo en la garganta. Viendo al enorme titán y a aquel diminuto gato juntos, de repente se sintió insignificante comparada con la inmensidad del Tártaro. Ese lugar no respetaba nada: bueno o malo, pequeño o grande, sabio o necio. El Tártaro se tragaba a titanes, semidioses y gatitos por igual.

Bob se arrodilló y recogió al gato. Cabía perfectamente en la palma de la mano el titán, pero el animal decidió explorar. Trepó por el brazo de Bob, se puso cómodo en su hombro y cerró los ojos, ronroneando como una excavadora. De repente su pelo relució. En un abrir y cerrar de ojos, el gatito se convirtió en un fantasmal esqueleto, como si se hubiera puesto detrás de una máquina de rayos X. A continuación se transformó otra vez en un gatito corriente.

Annabeth parpadeó.

—¿Has visto…?

—Sí —Percy frunció el entrecejo—. Ostras… yo conozco a ese gatito. Es uno de los gatos del Smithsonian.

Annabeth trató de entender lo que decía. Ella no había estado en el Museo Smithsonian con Percy… Entonces se acordó de lo ocurrido hacía varios años, cuando el titán Atlas la había secuestrado. Percy y Thalia habían dirigido una misión para rescatarla. Por el camino habían visto a Atlas criar unos guerreros esqueleto a partir de unos dientes de dragón en el Museo Smithsonian.

Según Percy, el primer intento del titán había salido mal. Había plantado por error colmillos de tigre dientes de sable y había crecido una camada de gatitos esqueleto de la tierra.

—¿Es uno de ellos? —preguntó Annabeth—. ¿Cómo ha llegado aquí?

Percy extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Atlas les dijo a sus sirvientes que se llevaran los gatitos. Tal vez acabó con los gatos y resucitaron en el Tártaro. No lo sé.

—Qué mono —dijo Bob, mientras el gatito le olfateaba la oreja.

—Pero ¿es peligroso? —preguntó Annabeth.

El titán rascó el mentón del gatito. Annabeth no sabía si era buena idea llevar un gato que había crecido a partir de un diente prehistórico, pero era evidente que ya no importaba. El titán y el gato habían estrechado lazos.

—Lo llamaré Bob el Pequeño —dijo Bob—. Es un monstruo bueno.

Fin de la discusión. El titán levantó su lanza y continuaron marchando en la penumbra.

Annabeth caminaba aturdida tratando de no pensar en pizzas. Para mantenerse distraída, observaba a Bob el Pequeño pasearse entre los hombros de Bob y ronronear. De vez en cuando, el gatito se convertía en un esqueleto brillante y luego adquiría de nuevo el aspecto de una bola de pelo.

—Aquí —anunció Bob.

Se detuvo tan súbitamente que Annabeth estuvo a punto de chocarse contra él.

Bob miraba hacia su izquierda, como si estuviera absorto en sus pensamientos.

—¿Es este el sitio? —preguntó Annabeth—. ¿Es aquí donde tenemos que ir de lado?

—Sí —contestó Bob—. Más oscuro, y luego de lado.

Annabeth no sabía si era en realidad más oscuro, pero el aire parecía más frío y más denso, como si hubieran entrado en un microclima distinto. De nuevo se acordó de San Francisco, donde podías ir andando de un barrio a otro y la temperatura podía bajar diez grados. Se preguntó si los titanes habían construido su palacio en el monte Tamalpais porque la zona de la bahía les recordaba el Tártaro.

Qué idea tan deprimente. Solo los titanes contemplarían un sitio tan bonito como un posible puesto avanzado del abismo: un hogar infernal lejos de su hogar.

Bob se desvió a la izquierda. Lo siguieron. Decididamente, el aire se enfrió. Annabeth se pegó a Percy en busca de calor. Él la rodeó con el brazo. Resultaba agradable estar cerca de él, pero no podía relajarse.

Penetraron en una especie de bosque. Imponentes árboles negros se elevaban en la penumbra, totalmente redondos y desprovistos de ramas, como monstruosos folículos capilares. El terreno era llano y claro.

«Con la suerte que tenemos —pensó Annabeth—, seguro que estamos atravesando el sobaco de Tártaro».

De repente sus sentidos se pusieron en estado de máxima alerta, como si alguien le hubiera dado en la nuca con una goma elástica. Posó la mano en el tronco del árbol más cercano.

—¿Qué pasa? —Percy levantó su espada.

Bob se volvió y miró atrás, confundido.

—¿Paramos?

Annabeth levantó la mano para pedirles que se callaran. No estaba segura de lo que la había hecho reaccionar. Nada parecía distinto. Entonces se dio cuenta de que el tronco del árbol estaba temblando. Por un momento se preguntó si era el ronroneo del gato, pero Bob el Pequeño se había dormido sobre el hombro de Bob el Grande.

A unos metros de distancia, otro árbol tembló.

—Algo se está moviendo por encima de nosotros —susurró Annabeth—. Juntaos.

Bob y Percy cerraron filas con ella situándose espalda contra espalda.

Annabeth aguzó la vista, tratando de ver por encima de ellos en la oscuridad, pero no se movía nada.

Casi había decidido que se estaba comportando como una paranoica cuando el primer monstruo cayó al suelo a solo un metro y medio de distancia.

«Las Furias», fue lo primero que pensó Annabeth.

La criatura era casi idéntica a ellas: una vieja fea y arrugada con alas de murciélago, garras de metal y brillantes ojos rojos. Llevaba un vestido de seda negra hecho jirones, y tenía una expresión crispada y voraz, como una abuela demoníaca con ganas de matar.

Bob gruñó cuando otra criatura cayó delante de él, y luego otra lo hizo delante de Percy. Pronto estaban rodeados por media docena. Y había más siseando en lo alto de los árboles.

Entonces no podían ser Furias. Solo había tres Furias, y esas brujas aladas no llevaban látigos. La información no consoló a Annabeth. Las garras de los monstruos parecían muy peligrosas.

—¿Qué sois? —preguntó.

Las arai, susurró una voz. ¡Las maldiciones!

Annabeth trató de localizar a la interlocutora, pero ninguno de los demonios había abierto la boca. Sus ojos no parecían tener vida; sus expresiones permanecían inmóviles, como las de una marioneta. La voz simplemente flotaba en lo alto como el narrador de una película, como si una sola mente controlara a todas las criaturas.

—¿Qué… qué queréis? —preguntó Annabeth, tratando de mantener un tono de seguridad.

La voz se carcajeó maliciosamente.

¡Maldeciros, por supuesto! ¡Acabar con vosotros mil veces en nombre de la Madre Noche!

—¿Solo mil veces? —murmuró Percy—. Bien… Creía que estábamos en un apuro.

El círculo de viejas diabólicas se cerró.

La Casa de Hades
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