XXIX
Percy
Percy se sintió aliviado cuando las abuelas diabólicas entraron a matar.
Sí, estaba aterrado. No le gustaban las probabilidades de éxito que arrojaba un enfrentamiento entre ellos tres y varias docenas de enemigas. Pero por lo menos entendía de lucha. Había estado volviéndose loco vagando por las calles y esperando a que le atacasen.
Además, él y Annabeth habían luchado codo con codo muchas veces. Y ahora tenían a un titán de su parte.
—Atrás.
Percy trató de acuchillar a la bruja arrugada más cercana con Contracorriente, pero ella se limitó a reírse burlonamente.
Somos las arai, dijo la extraña voz en off, como si el bosque entero estuviera hablando. No podéis destruirnos.
Annabeth se pegó al hombro de Percy.
—No las toques —advirtió—. Son los espíritus de las maldiciones.
—A Bob no le gustan las maldiciones —concluyó Bob.
Bob el Pequeño, el gatito esqueleto, desapareció dentro del mono de conserje. Un gato listo.
El titán describió un amplio arco con su escoba y obligó a los espíritus a retroceder, pero volvieron a acercarse como la tormenta.
Servimos a los resentidos y a los vencidos, dijeron las arai. Servimos a los caídos que suplicaron venganza con su último aliento. Tenemos muchas maldiciones que compartir con vosotros.
El agua de fuego que Percy tenía en el estómago empezó a subirle por la garganta. Deseó que en el Tártaro hubiera mejores opciones en materia de bebida o un árbol que expendiera sal de frutas.
—Agradezco la oferta —dijo—. Pero mi madre me dijo que no aceptara maldiciones de extraños.
La diabla más cercana se abalanzó sobre él. Sus garras se extendieron como huesudas navajas automáticas. Percy la partió en dos, pero en cuanto se hubo volatilizado, los lados del pecho le ardieron de dolor. Retrocedió tambaleándose y llevándose la mano a la caja torácica. Cuando apartó los dedos los tenía húmedos y rojos.
—¡Estás sangrando, Percy! —gritó Annabeth, algo bastante evidente para él a esas alturas—. Oh, dioses, por los dos lados.
Era cierto. Los bordes izquierdo y derecho de su andrajosa camiseta estaban pegajosos de la sangre, como si una jabalina lo hubiera atravesado.
O una flecha…
Las náuseas estuvieron a punto de derribarlo. «Venganza». «Una maldición de los caídos».
Se remontó a un enfrentamiento que había tenido lugar en Texas hacía dos años: una pelea con un ganadero monstruoso al que solo se podía matar si cada uno de sus tres cuerpos era atravesado al mismo tiempo.
—Gerión —dijo Percy—. Así es como lo maté…
Los espíritus enseñaron sus colmillos. Otras arai saltaron de los árboles negros, agitando sus alas curtidas.
Sí, convinieron ellas. Experimenta el dolor que infligiste a Gerión. Eres el blanco de muchas maldiciones, Percy Jackson. ¿Cuál de ellas te matará? ¡Elige o te haremos trizas!
Logró mantenerse en pie. La sangre dejó de extenderse, pero todavía se sentía como si tuviera una barra metálica al rojo vivo clavada en las costillas. El brazo con el que sostenía la espada le pesaba y no tenía fuerza.
—No lo entiendo —murmuró.
La voz de Bob pareció resonar desde el final de un largo túnel.
—Si matáis a una, os caerá una maldición.
—Pero si no las matamos… —dijo Annabeth.
—Nos matarán de todas formas —supuso Percy.
¡Elige!, gritaron las arai. ¿Acabarás aplastado como Campe? ¿O desintegrado como los jóvenes telquines que mataste bajo el monte Santa Helena? Has sembrado mucha muerte y sufrimiento, Percy Jackson. ¡Te vamos a pagar con tu misma moneda!
Si de verdad encarnaban las maldiciones postreras de todos los enemigos a los que él había destruido, Percy estaban en un serio aprieto. Se había enfrentado a muchos enemigos.
Una de las diablas se abalanzó sobre Annabeth. Instintivamente, ella se agachó. Atizó a la vieja en la cabeza con la piedra y la convirtió en polvo.
Tampoco es que Annabeth tuviera muchas opciones. Percy habría hecho lo mismo. Pero la chica soltó la piedra enseguida y lanzó un grito de alarma.
—¡No puedo ver!
Se tocó la cara, mirando a su alrededor como loca. Tenía los ojos completamente blancos.
Percy corrió a su lado mientras las arai se reían a carcajadas.
Polifemo te maldijo cuando lo engañaste con la invisibilidad en el mar de los Monstruos. Te hiciste llamar Nadie. Él no podía verte. Ahora tú tampoco podrás ver a tus agresores.
—Estoy contigo —aseguró Percy.
Rodeó a Annabeth con el brazo, pero, cuando las arai avanzaron, no supo cómo iba a protegerlos a los dos.
Una docena de diablas saltaron por todas partes, pero Bob gritó:
—¡BARRE!
Su escoba pasó volando por encima de la cabeza de Percy. Toda la línea ofensiva de las arai cayó hacia atrás como un montón de bolos.
Otras arai avanzaron en tropel. Bob golpeó a una en la cabeza y atravesó a otra antes de reducirla a polvo. Las otras retrocedieron.
Percy contuvo el aliento, esperando a que su amigo titán cayera fulminado por una terrible maldición, pero Bob parecía encontrarse bien: un enorme guardaespaldas plateado capaz de mantener la muerte a raya con el utensilio de limpieza más aterrador del mundo.
—¿Estás bien, Bob? —preguntó Percy—. ¿No te ha caído ninguna maldición?
—¡Ninguna maldición para Bob! —convino Bob.
Las arai gruñían y daban vueltas observando la escoba.
El titán ya está maldito. ¿Por qué deberíamos torturarlo más? Tú le borraste la memoria, Percy Jackson.
La punta de lanza de Bob descendió.
—No les hagas caso, Bob —dijo Annabeth—. ¡Son malas!
El tiempo empezó a avanzar más despacio. Percy se preguntó si el espíritu de Cronos se encontraba cerca, arremolinándose en la oscuridad, disfrutando tanto de ese momento como para desear que durara eternamente. Percy se sintió como con doce años, luchando contra Ares en aquella playa de Los Ángeles, cuando la sombra del señor de los titanes había pasado por encima de él por primera vez.
Bob se volvió. Su cabello blanco despeinado parecía una aureola reventada.
—Mi memoria… ¿Fuiste tú?
¡Maldícelo, titán!, lo azuzaron las arai, con sus ojos rojos brillando. ¡Añádelo a nuestra lista!
El corazón de Percy le oprimió hasta dejarlo sin habla.
—Es una larga historia, Bob. No quería ser tu enemigo. Intenté convertirte en mi amigo.
Arrebatándote la vida, dijeron las arai. ¡Dejándote en el palacio de Hades para que fregaras los suelos!
Annabeth agarró la mano de Percy.
—¿En qué dirección? —susurró—. Por si tenemos que huir.
Él lo entendió. Si Bob no podía protegerlos, su única opción era huir, pero eso tampoco era una opción.
—Escucha, Bob —dijo, intentándolo de nuevo—, las arai quieren que te enfades. Se engendran a partir de la amargura. No les des lo que quieren. Somos tus amigos.
Al pronunciar esas palabras Percy se sintió como un mentiroso. Había dejado a Bob en el inframundo y desde entonces no había vuelto a pensar en él. ¿Qué los convertía en amigos? ¿El hecho de que Percy lo necesitara ahora? Percy no soportaba que los dioses lo utilizaran para sus encargos. Y él estaba tratando a Bob de la misma manera.
¿Has visto su cara?, gruñeron las arai. Ni siquiera él se lo cree. ¿Te visitó después de robarte la memoria?
—No —murmuró Bob. Le temblaba el labio inferior—. Pero el otro sí.
Los pensamientos de Percy se ralentizaron.
—¿El otro?
—Nico —Bob lo miró frunciendo el entrecejo, con los ojos rebosantes de dolor—. Nico me visitó. Me habló de Percy. Dijo que Percy era bueno. Dijo que era mi amigo. Por eso Bob ha venido a ayudar.
—Pero…
La voz de Percy se desintegró como si le hubiera alcanzado una espada de bronce celestial. Nunca se había sentido tan mezquino y rastrero, tan indigno de un amigo.
Las arai atacaron, y esa vez Bob no las detuvo.