XLVII
Percy

Percy echaba de menos a Bob.

Se había acostumbrado a tener al titán a su lado, iluminándoles el camino con su cabello plateado y su temible escoba de guerra.

Sin él, su única guía era una vieja demacrada y cadavérica con un grave problema de autoestima.

A medida que atravesaban afanosamente la polvorienta llanura, la niebla se volvió tan densa que Percy tuvo que resistir el deseo de apartarla con las manos. El único elemento que le permitía seguir el camino de Aclis eran las plantas venenosas que brotaban por donde ella caminaba.

Si todavía se hallaban en el cuerpo de Tártaro, Percy calculó que debían de estar en la planta de su pie: una extensión áspera y callosa donde solo crecían las plantas más desagradables.

Finalmente llegaron al extremo del dedo gordo. Al menos eso le pareció a Percy. La niebla se disipó, y se encontraron en una península que sobresalía por encima de un vacío muy oscuro.

—Aquí estamos.

Aclis se volvió y los miró de reojo. La sangre de las mejillas le goteaba en el vestido. Sus pálidos ojos estaban húmedos e hinchados pero de algún modo llenos de emoción. ¿Podía emocionarse el Sufrimiento?

—Ah… genial —dijo Percy—. ¿Dónde es «aquí»?

—En el borde de la muerte definitiva —respondió Aclis—. Donde la Noche se junta con el vacío debajo del Tártaro.

Annabeth avanzó muy lentamente y se asomó al precipicio.

—Creía que no había nada debajo del Tártaro.

—Oh, desde luego que sí… —Aclis tosió—. Hasta Tártaro tuvo que surgir de alguna parte. Este es el borde de la oscuridad primitiva, mi madre. Debajo se encuentra el reino del Caos, mi padre. Aquí estáis más cerca de la nada de lo que lo ha estado jamás ningún mortal. ¿No lo notáis?

Percy sabía a lo que se refería. El vacío parecía tirar de él, extrayéndole el aliento de los pulmones y el oxígeno de la sangre. Miró a Annabeth y vio que tenía los labios teñidos de morado.

—No podemos quedarnos aquí —dijo.

—¡Ya lo creo que no! —dijo Aclis—. ¿No notáis la Niebla de la Muerte? Incluso ahora pasáis entre ella. ¡Mirad!

Un humo blanco se acumuló alrededor de los pies de Percy. A medida que se enroscaba por sus piernas, se dio cuenta de que el humo no lo estaba rodeando. Provenía de él. Su cuerpo entero se estaba disolviendo. Levantó las manos y vio que eran borrosas y poco definidas. Ni siquiera sabía cuántos dedos tenía. Con suerte, todavía diez.

Se volvió hacia Annabeth y contuvo un grito.

—Estás… ah…

No podía decirlo. Parecía muerta.

Tenía la piel amarillenta y las cuencas oculares oscuras y hundidas. Su precioso cabello se había secado y se había transformado en una madeja de telarañas. Parecía que hubiera estado metida en un mausoleo frío y oscuro durante décadas, marchitándose poco a poco hasta convertirse en una cáscara reseca. Cuando se volvió para mirarlo, sus facciones se volvieron momentáneamente borrosas y se tornaron en niebla.

La sangre de Percy corría como savia por sus venas.

Durante años, había temido que Annabeth muriera. Cuando eres un semidiós, es un gaje del oficio. La mayoría de los mestizos no viven mucho. Siempre sabes que el siguiente monstruo puede ser el último. Pero ver a Annabeth en ese estado era demasiado doloroso. Prefería quedarse en el río Flegetonte, ser atacado por arai o pisoteado por gigantes.

—Oh, dioses —dijo Annabeth sollozando—. Percy, tienes aspecto…

Percy se observó los brazos. Solo vio masas informes de niebla blanca, pero supuso que a los ojos de Annabeth debía de parecer un cadáver. Dio varios pasos, pero le costaba mucho. Su cuerpo parecía incorpóreo, como si estuviera hecho de helio y algodón de azúcar.

—He tenido mejor aspecto —decidió—. Me cuesta moverme. Pero estoy bien.

Aclis se rió entre dientes.

—Desde luego, no estás nada bien.

Percy frunció el entrecejo.

—Pero ¿pasaremos desapercibidos? ¿Podremos llegar a las Puertas de la Muerte?

—Bueno, tal vez —dijo la diosa—, si vivierais lo bastante, cosa que no ocurrirá.

Aclis extendió sus dedos nudosos. A lo largo del borde del foso crecieron más plantas —cicutas, dulcamaras y adelfas—, extendiéndose hacia los pies de Percy como una alfombra mortal.

—Veréis, la Niebla de la Muerte no es solo un disfraz. Es un estado. No podía ofreceros este regalo a menos que después sufrierais la muerte… la auténtica muerte.

—Es una trampa —dijo Annabeth.

La diosa se rió a carcajadas.

—¿No esperabais que os traicionara?

—Sí —dijeron Annabeth y Percy al unísono.

—¡Pues entonces no es una trampa! Más bien algo inevitable. El sufrimiento es inevitable. El dolor es…

—Sí, sí —gruñó Percy—. Pasemos a la pelea.

Sacó a Contracorriente, pero la hoja estaba hecha de humo. Cuando lanzó una estocada a Aclis, la espada se limitó a atravesarla flotando como una suave brisa.

Una sonrisa se dibujó en la maltrecha boca de la diosa.

—¿No os lo había dicho? Ahora no sois más que niebla: una sombra antes de la muerte. Tal vez si tuvierais tiempo podríais aprender a dominar vuestra nueva forma, pero no lo tenéis. Y como no podéis tocarme, me temo que cualquier pelea contra mí será bastante desigual.

Sus uñas se convirtieron en garras. La mandíbula se le desencajó, y sus dientes amarillos se alargaron hasta transformarse en colmillos.

La Casa de Hades
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