XXXIII
Jason
Jason se quedó dormido en plena faena, lo que no era bueno, considerando que estaba en el aire a trescientos metros de altura.
Debería haberse espabilado. Era la mañana siguiente a su enfrentamiento contra el bandido Escirón, y Jason estaba de guardia, luchando contra unos violentos venti que amenazaban el barco. Cuando atravesó al último, se olvidó de contener la respiración.
Un estúpido error. Cuando un espíritu del viento se desintegra, crea un vacío. Si no contienes la respiración, el aire de tus pulmones es absorbido. Y la presión de los oídos internos desciende tan rápido que pierdes el conocimiento.
Eso fue lo que le pasó a Jason.
Y lo que es peor, enseguida se sumió en un sueño. En lo más recóndito de su subconsciente, pensó: «Venga ya. ¿Ahora?».
Necesitaba despertarse o moriría, pero era incapaz de aferrarse a ese pensamiento. En el sueño, se hallaba en el tejado de un alto edificio, con el contorno nocturno de Manhattan extendiéndose a su alrededor. Un viento frío le azotaba la ropa.
A unas manzanas de distancia, había nubes acumuladas encima del Empire State: la entrada del mismísimo monte Olimpo. Relampagueó. El aire adquirió un matiz metálico con el olor de la lluvia inminente. La parte superior del rascacielos estaba iluminada como siempre, pero parecía que las luces no funcionaran bien. Parpadeaban en tono morado y naranja como si los colores lucharan por imponerse.
En el tejado del edificio de Jason se encontraban sus viejos compañeros del Campamento Júpiter: una formación de semidioses con armadura de combate, sus armas y escudos de oro imperial centelleando en la oscuridad. Vio a Dakota y a Nathan, a Leila y a Marcus. Octavio estaba a un lado, delgado y pálido, con los ojos enrojecidos del sueño o la ira y una ristra de animales de peluche sacrificiales alrededor de la cintura. Llevaba la túnica blanca de augur por encima de una camiseta morada y unos pantalones con abundantes bolsillos.
En el centro de la hilera estaba Reyna, con sus perros metálicos Aurum y Argentum a su lado. Al verla, Jason experimentó un increíble sentimiento de culpabilidad. Había dejado creer a aquella chica que tenían un futuro juntos por delante. Nunca había estado enamorado de ella, y no le había dado esperanzas precisamente…, pero tampoco le había dado de lado.
Él había desaparecido, dejando que ella sola dirigiera el campamento. (Vale, no había sido exactamente idea de Jason, pero aun así…) Luego había vuelto al Campamento Júpiter con su nueva novia, Piper, y un grupo de amigos griegos en un buque de guerra. Habían disparado contra el foro y habían huido, dejando una guerra en manos de Reyna.
En su sueño parecía cansada. Puede que otros no lo advirtieran, pero él había trabajado con ella suficiente tiempo para reconocer el cansancio de sus ojos y la tensión de sus hombros bajo los tirantes de la armadura. Su cabello moreno estaba mojado, como si se hubiera duchado apresuradamente.
Los romanos miraban la puerta de acceso al tejado como si estuvieran esperando a alguien.
Se abrió una puerta y salieron dos personas. Una era un fauno —no, pensó Jason—, un sátiro. Había aprendido a distinguirlos en el Campamento Mestizo, y el entrenador Hedge siempre le corregía cuando cometía ese error. Los faunos romanos acostumbraban a holgazanear, pedir limosna y comer. Los sátiros eran más serviciales y estaban más comprometidos con los asuntos de los semidioses. Jason no creía haber visto antes a ese sátiro, pero estaba seguro de que era del bando griego. Ningún fauno tendría un aspecto tan resuelto acercándose a un grupo armado de romanos en plena noche.
Llevaba una camiseta de manga corta verde, de una organización de conservación de la naturaleza, con fotos de ballenas, tigres y otros animales en peligro de extinción. Sus piernas peludas y sus pezuñas estaban descubiertas. Tenía una barba de chivo poblada, el cabello castaño rizado cubierto con una boina de estilo rasta y unas flautas de caña colgadas del cuello. Se toqueteaba el dobladillo de la camiseta con las manos, pero considerando la forma en que observaba a los romanos, fijándose en sus posiciones y sus armas, Jason dedujo que ese sátiro ya había entrado en combate.
A su lado iba una chica pelirroja que Jason reconoció del Campamento Mestizo: su oráculo, Rachel Elizabeth Dare. Tenía el cabello largo y ensortijado, y llevaba una blusa blanca lisa y unos vaqueros con dibujos de tinta hechos a mano. Sostenía un cepillo de plástico azul para el pelo con el que se golpeaba nerviosamente el muslo, como si fuera un talismán de la suerte.
Jason recordaba haberla visto en la fogata, recitando versos de la profecía que había enviado a Jason, Piper y Leo en su primera misión juntos. Era una adolescente mortal corriente —no una semidiosa—, pero, por motivos que Jason nunca entendió, el espíritu de Delfos la había elegido a ella como huésped.
Pero el verdadero enigma era qué hacía ella con los romanos.
La chica dio un paso adelante, con la mirada fija en Reyna.
—Recibiste mi mensaje.
Octavio resopló.
—Es el único motivo por el que has llegado aquí viva, graeca. Espero que hayas venido a tratar las condiciones de la rendición.
—Octavio… —le advirtió Reyna.
—¡Por lo menos regístralos! —protestó Octavio.
—No hace falta —dijo Reyna, observando a Rachel Dare—. ¿Traes armas?
Rachel se encogió de hombros.
—Una vez le di a Cronos en el ojo con este cepillo. Aparte de eso, no.
Los romanos no supieron qué pensar del comentario. No parecía que la mortal estuviera bromeando.
—¿Y tu amigo? —Reyna señaló con la cabeza al sátiro—. Creía que venías sola.
—Este es Grover Underwood —dijo Rachel—. Es un jefe del consejo.
—¿Qué consejo? —preguntó Octavio.
—El Consejo de Sabios Ungulados, tío —Grover tenía una voz aguda y aflautada, como si estuviera asustado, pero Jason sospechaba que el sátiro era más duro de lo que aparentaba—. En serio, ¿es que los romanos no tenéis naturaleza y árboles y esas cosas? Pues tengo noticias que os conviene oír. Además, soy el protector oficial. He venido a proteger a Rachel.
Reyna lo miró como si estuviera esforzándose por no sonreír.
—Pero ¿no llevas ningún arma?
—Solo las flautas —Grover adoptó una expresión pensativa—. Percy siempre decía que mi versión de «Born to be Wild» se podía considerar un arma peligrosa, pero yo no creo que sea tan mala.
Octavio se rió disimuladamente.
—Otro amiguito de Percy Jackson. No necesito oír más.
Reyna levantó la mano para pedir silencio. Sus perros de oro y plata olfatearon el aire, pero permanecieron tranquilos y atentos a su lado.
—De momento nuestros invitados han dicho la verdad —dijo Reyna—. Pero, quedáis avisados, si empezáis a mentir, la conversación no tendrá un final feliz para vosotros. Decid lo que habéis venido a decir.
Rachel sacó un trozo de papel parecido a una servilleta del bolsillo de sus vaqueros.
—Un mensaje. De Annabeth.
Jason no estaba seguro de haber oído bien. Annabeth estaba en el Tártaro. No podía enviar una nota en una servilleta a nadie.
«A lo mejor me he caído al agua y me he muerto —dijo su subconsciente—. Esto no es una visión real. Es una especie de alucinación post mortem».
Pero el sueño parecía muy real. Podía notar el viento barriendo el tejado. Podía oler la tormenta. Los relámpagos parpadeaban sobre el Empire State y hacían brillar las armaduras de los romanos.
Reyna cogió la nota. A medida que la leía, sus cejas se fueron arqueando. Su boca se abrió de la sorpresa. Finalmente, alzó la vista hacia Rachel.
—¿Es una broma?
—Ojalá —dijo Rachel—. Están realmente en el Tártaro.
—Pero ¿cómo…?
—No lo sé —dijo Rachel—. La nota apareció en el fuego sacrificial de nuestro pabellón comedor. Es la letra de Annabeth. Pregunta directamente por ti.
Octavio se movió.
—¿El Tártaro? ¿Qué quieres decir?
Reyna le entregó la carta.
Octavio murmuró mientras leía:
—¿Roma, Aracne, Atenea… la Atenea Partenos? —miró a su alrededor indignado, como si estuviera esperando a que alguien desmintiera lo que estaba diciendo—. ¡Una trampa griega! ¡Los griegos son infames por sus trampas!
Reyna cogió otra vez la nota.
—¿Por qué me lo pide a mí?
Rachel sonrió.
—Porque Annabeth es sabia. Cree que tú puedes conseguirlo, Reyna Avila Ramírez-Arellano.
Jason se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Nadie usaba jamás el nombre completo de Reyna. A ella no le gustaba decírselo a nadie. La única vez que Jason lo había dicho en voz alta, intentando pronunciarlo correctamente, ella le había lanzado una mirada asesina. «Ese era el nombre de una niña de San Juan —le dijo—. Lo abandoné cuando me fui de Puerto Rico».
Reyna frunció el entrecejo.
—¿Cómo te…?
—Ejem —la interrumpió Grover Underwood—. ¿Quieres decir que tus iniciales son RA-RA?
La mano de Reyna se desvió hacia su daga.
—¡No tiene importancia! —dijo rápidamente el sátiro—. Oye, no nos habríamos arriesgado a venir aquí si no nos fiáramos del instinto de Annabeth. Que una líder romana devuelva la estatua griega más importante al Campamento Mestizo… Ella sabe que podría impedir una guerra.
—No es una trampa —añadió Rachel—. No estamos mintiendo. Pregúntaselo a tus perros.
Los galgos metálicos no reaccionaron en lo más mínimo. Reyna acarició pensativamente la cabeza de Aurum.
—La Atenea Partenos… Así que la leyenda es cierta.
—¡Reyna! —gritó Octavio—. ¡No puedes estar considerándolo seriamente! Aunque la estatua todavía exista, sabes lo que están haciendo. Estamos a punto de atacarles (de destruir a los estúpidos griegos de una vez por todas), y ellos se inventan este ridículo encargo para desviar nuestra atención. ¡Quieren arrastrarte hacia la muerte!
Los otros romanos murmuraron, lanzando miradas de odio a sus visitantes. Jason recordaba lo persuasivo que podía ser Octavio; estaba atrayendo a los oficiales a su bando.
Rachel Dare se enfrentó al augur.
—Octavio, hijo de Apolo, deberías tomártelo más en serio. Hasta los romanos respetaban al oráculo de Delfos de tu padre.
—¡Ja! —replicó Octavio—. ¡Si tú eres el oráculo de Delfos, yo soy el emperador Nerón!
—Por lo menos Nerón sabía tocar música —murmuró Grover.
Octavio cerró los puños.
De repente el viento cambió. Se arremolinó alrededor de los romanos haciendo un sonido siseante, como un nido de serpientes. Rachel Dare empezó a emitir un aura verde, como si le hubieran apuntado con un tenue foco esmeralda. A continuación el viento se desvaneció, y el aura desapareció.
La sonrisa burlona se borró del rostro de Octavio. Los romanos se movieron con inquietud.
—Tú decides —añadió Rachel, como si no hubiera pasado nada—. No tengo ninguna profecía que ofrecerte, pero veo atisbos del futuro. Veo la Atenea Partenos en la colina mestiza. La veo a ella trayéndola —señaló a Reyna—. Además, Ella ha estado murmurando versos de vuestros libros sibilinos…
—¿Qué? —la interrumpió Reyna—. Los libros sibilinos fueron destruidos hace siglos.
—¡Lo sabía! —Octavio golpeó la palma de su mano con el puño—. La arpía que trajeron de su misión: Ella. ¡Sabía que estaba recitando profecías! Ahora lo entiendo. Ella… ella memorizó una copia de los libros sibilinos.
Reyna movió la cabeza con gesto de incredulidad.
—¿Cómo es posible?
—No lo sabemos —reconoció Rachel—. Pero sí, parece que es verdad. Ella tiene una memoria fotográfica. Le encantan los libros. En algún lugar, de alguna forma, leyó vuestro libro romano de profecías. Y ahora es la única fuente para obtenerlas.
—Tus amigos mintieron —dijo Octavio—. Nos dijeron que la arpía farfullaba cosas sin sentido. ¡Ellos la robaron!
Grover resopló indignado.
—¡Ella no es propiedad tuya! Es una criatura libre. Además, quiere estar en el Campamento Mestizo. Está saliendo con un amigo mío, Tyson.
—El cíclope —recordó Reyna—. Una arpía saliendo con un cíclope…
—¡Eso no viene al caso! —dijo Octavio—. La arpía posee valiosas profecías romanas. ¡Si los griegos no la devuelven, deberíamos tomar como rehén a su oráculo!
Dos centuriones avanzaron manteniendo sus pila en horizontal. Grover se acercó las flautas a los labios, tocó una rápida melodía, y sus lanzas se convirtieron en árboles de Navidad. Los guardias los soltaron sorprendidos.
—¡Basta! —gritó Reyna.
La pretora no solía levantar la voz. Cuando lo hacía, todo el mundo escuchaba.
—Nos hemos desviado del asunto —dijo—. Rachel Dare, me estás diciendo que Annabeth está en el Tártaro y sin embargo ha encontrado una forma de enviar este mensaje. Quiere que yo lleve la estatua de las tierras antiguas a vuestro campamento.
Rachel asintió con la cabeza.
—Solo un romano puede devolverla y restaurar la paz.
—¿Por qué iban a querer la paz los romanos después de que vuestro barco atacara nuestra ciudad? —preguntó Reyna.
—Ya sabes por qué —dijo Rachel—. Para evitar esta guerra. Para reconciliar la faceta griega y romana de los dioses. Tenemos que trabajar unidos para vencer a Gaia.
Octavio dio un paso adelante para hablar, pero Reyna le lanzó una dura mirada.
—Según Percy Jackson —dijo Reyna—, la batalla contra Gaia se librará en las tierras antiguas. En Grecia.
—Allí es donde están los gigantes —convino Rachel—. Desconozco la magia y el ritual que los gigantes piensan usar para despertar a la Madre Tierra, pero intuyo que tendrá lugar en Grecia. Pero… nuestros problemas no se limitan a las tierras antiguas. Por eso he traído a Grover para que hable contigo.
El sátiro tiró de su barba de chivo.
—Sí… Verás, durante los últimos meses he estado hablando con sátiros y espíritus del viento por todo el continente. Todos dicen lo mismo. Gaia está despertando… y le falta muy poco para estar consciente. Se está comunicando mentalmente con las náyades, tratando de convertirlas. Está provocando terremotos, desenterrando los árboles de las dríades. La semana pasada mismo, apareció en forma humana en una docena de sitios distintos y les dio un susto de muerte a mis amigos. En Colorado, un puño de piedra gigante salió de una montaña y aplastó a unos Ponis Juerguistas como si fueran moscas.
Reyna frunció el entrecejo.
—¿Ponis Juerguistas?
—Es una larga historia —dijo Rachel—. El caso es que Gaia se alzará en todas partes. Se está levantando. Nadie estará a salvo de la batalla. Y sabemos que sus primeros objetivos serán los campamentos de semidioses. Quiere vernos destruidos.
—Conjeturas —dijo Octavio—. Una distracción. Los griegos temen nuestro ataque. Están intentando confundirnos. ¡Es el Caballo de Troya otra vez!
Reyna giró el anillo de plata que siempre llevaba, el aro que tenía los símbolos de la espada y la antorcha de su madre, Belona.
—Marcus —dijo—, trae a Scipio de las cuadras.
—¡No, Reyna! —protestó Octavio.
Ella se volvió hacia los griegos.
—Lo hago por Annabeth, por la esperanza de paz entre nuestros campamentos, pero no penséis que he olvidado las ofensas contra el Campamento Júpiter. Vuestro barco disparó contra nuestra ciudad. Vosotros declarasteis la guerra… no nosotros. Y ahora, marchaos.
Grover pateó el suelo con su pezuña.
—Percy jamás…
—Grover —dijo Rachel—, debemos irnos.
«Antes de que sea demasiado tarde», insinuaba su tono.
Una vez que se hubieron retirado por la escalera, Octavio se giró contra Reyna.
—¿Estás loca?
—Soy pretora de la legión —dijo Reyna—. Me parece lo más conveniente para Roma.
—¿Dejarte matar? ¿Infringir nuestras leyes más antiguas y viajar a las tierras antiguas? Y suponiendo que sobrevivas al viaje, ¿cómo encontrarás el barco?
—Los encontraré —dijo Reyna—. Si se dirigen a Grecia, conozco un sitio en el que Jason parará. Para enfrentarse a los fantasmas en la Casa de Hades, necesitarán un ejército. Es el único sitio donde pueden encontrar esa clase de ayuda.
En el sueño de Jason, el edificio pareció inclinarse bajo sus pies. Recordó la conversación que había mantenido con Reyna hacía años, una promesa que se habían hecho el uno al otro. Sabía a lo que ella se refería.
—Es una locura —murmuró Octavio—. Nos han atacado. ¡Debemos tomar la ofensiva! Esos enanos peludos han estado robándonos las provisiones, saboteando nuestras partidas de exploración… Sabes que los griegos los han enviado.
—Tal vez —dijo Reyna—. Pero no lanzarás un ataque sin mis órdenes. Seguid explorando el campamento enemigo. Asegurad las posiciones. Reunid a todos los aliados que podáis, y si atrapáis a esos enanos, tienes mi permiso para mandarlos al Tártaro. Pero no ataquéis el Campamento Mestizo hasta que yo vuelva.
Octavio entornó los ojos.
—Mientras tú estás ausente, el augur es el oficial de mayor rango. Yo estaré al mando.
—Lo sé —Reyna no parecía entusiasmada con la idea—. Pero has recibido mis órdenes. Todos las habéis oído.
Escrutó las caras de los centuriones, desafiándolos a que la cuestionaran.
Se marchó como un huracán ondeando su capa morada, seguida de sus perros.
Una vez que se hubo ido, Octavio se volvió hacia los centuriones.
—Reunid a todos los oficiales de rango. Quiero convocar una reunión en cuanto Reyna se haya marchado en su estúpida misión. Habrá unos cuantos cambios en los planes de la legión.
Uno de los centuriones abrió la boca para responder, pero por algún motivo habló con la voz de Piper:
—¡DESPIERTA!
Jason abrió los ojos de golpe y vio que la superficie del océano se abalanzaba sobre él.