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El llanero solitario

Nuestra familia es, como ya he dicho, montañesa —ya saben ustedes que a Cantabria, por su relieve, se la conoció también como La Montaña—. A mí me educaron en el entorno familiar y mis juegos de infancia los compartí con mis hermanos. Ellos y yo, aparte de hacer las faenas de la casa, jugábamos a todo tipo de deportes; a mí me gustaba mucho correr y boxear, cosa que todavía practico. Tenía un par de buenos amigos en la escuela, como Corino, El Zurdi, que a los diecinueve años se mató al caerse a la bodega de un barco en el que había empezado a trabajar, pero en realidad yo era un chico más bien solitario y de poco hablar. Más tarde hice más amigos entre los chavales que, como yo, hacían de caddies. Con Tasio, Cayarga, Zalo y otros nos íbamos a jugar al fútbol en la playa.

También probé como remero, pero no me gustó, porque exigía un esfuerzo brutal para mí. En el deporte de las traineras mi padre fue campeón de España en varias ocasiones con la famosa Castilla. También, junto a mi tío Andrés, la trainera de Pedreña ganó la bandera de la Concha en San Sebastián. Las traineras son embarcaciones abiertas y grandes que llevan bancos fijos donde se sientan catorce hombres, trece remeros y el patrón. Pedreña es muy famosa en este deporte.

En el norte de España, especialmente en el País Vasco, Galicia y Cantabria, el remo tiene mucho arraigo. Todos los veranos se celebran importantes competiciones a lo largo de la costa cántabra.

Mi padre era un hombre luchador, que nunca bajaba los brazos. Yo solía acompañarlo todos los años a Solares, pueblo que está a unos ocho kilómetros y donde había un molino harinero. íbamos en el carro y traíamos harina de maíz suficiente para pasar nosotros todo un año comiendo torta de borona. Por toda cena, los cuatro hermanos tomábamos un tazón de leche y una torta de borona, que es una masa de harina de maíz, grande como un plato, que se elaboraba al horno. Después de esto íbamos a dormir.

La nuestra era una familia humilde y no podía hacer gastos extras sino a costa de muchos sacrificios. En mi caso, cuando tenía nueve años, ni siquiera pude hacer la primera comunión como los demás niños. La ceremonia y la fiesta de la primera comunión son de gran tradición entre los españoles y en el pueblo era habitual que los niños de una determinada edad la hicieran juntos en la iglesia del pueblo. Sin embargo, mis padres, para ahorrarse los gastos de la fiesta, decidieron que hiciera la primera comunión coincidiendo con la boda de dos primas mías, Marisol y Maricarmen. No tuve fotos y el traje que utilicé era el mismo que ya habían usado mis hermanos antes.

La casa donde vivíamos la había recibido mi madre en herencia de su tío Vicente. Creo que esto disgustó a mis tíos maternos y que fue el principal motivo para que las relaciones con la familia de mi madre no fuesen demasiado buenas. El tío Vicente compensó a mi madre porque ella fue la única que se ocupó de él cuando estuvo solo y enfermo. Los demás sólo se presentaron al hospital cuando se estaba muriendo y cuando salió la conversación de la herencia, entonces en el hospital le dijeron:

—Bueno, tío, suponemos que usted ya habrá hecho testamento y habrá hecho la repartición; como es buena persona, es de imaginar que habrá hecho las cosas bien.

—No os preocupéis, que a todos os he dejado igual.

Y no les dejó nada a ninguno, pues todo se lo dejó a mi madre, una casa y varios terrenos. Esto, claro, no les cayó bien y les dio cierta envidia, por lo que después algunos hermanos de mi madre coaccionaron e influyeron en mi abuelo materno Marcelino para que la desheredara. Así, después, no existió buena relación con la familia de mi madre. Pero a pesar de todo lo que le hicieron, mi madre nunca habló mal de la familia. Mi madre nunca habló mal de nadie. Era muy prudente. Cuando iba al cementerio, llevaba un ramo de flores para sus padres, para Manuel, el hijo muerto, y para el tío Vicente. Cuando por el día de difuntos voy al cementerio a llevarles flores a mis padres y a Manuel, también rezo por el tío Vicente, porque mi madre le quiso mucho.

La casa familiar, la que mi madre heredó de su tío Vicente, tenía una sala de estar y la cocina, que era de carbón, y donde comíamos. Todos nos sentábamos a la mesa, menos mi madre que comía de pie porque siempre estaba ocupada cocinando o sirviendo la comida. Sólo había un cuarto de baño en la parte trasera al que añadimos, mucho después, una bañera. Como ya he dicho, todas las habitaciones estaban en el piso superior, debajo del cual estaba la cuadra del ganado, que nos servía de calefacción en invierno. Mis padres tenían su propia habitación, por supuesto. En otra de las habitaciones dormían Baldomero y Manolo, y Vicente y yo compartíamos la cama en una menor.

Nuestra habitación era pequeña y tenía el espacio justo para que cupiera una cama y una mesilla de noche. La llamábamos "el cuarto oscuro" porque no tenía ventana, no como la de Manolo y Merín, que era la mejor de la casa. Recuerdo que, además, compartir la cama con Vicente no era fácil. Como no hacía más que darme empujones durante toda la noche, acababa echándome de la cama y así cada mañana me despertaba en la esterilla muerto de frío. Además, yo solía pasar mucho miedo antes de dormirme, porque en el altillo, que utilizábamos de despensa, oía como rondaban ratas de un tamaño muy considerable.

La relación con Vicente siempre ha sido muy especial. Recuerdo que un día que había vuelto a casa después de hacer el servicio militar en la base militar de Zaragoza, Vicente trajo unos cuantos pantalones. Coincidió —cosa rara— que por aquellos días yo andaba con algunas pesetas en el bolsillo y le compré doce pantalones por mil quinientas pesetas. A mí me pareció que había hecho un negocio buenísimo, pero la cosa fue que, pasado un tiempo, él seguía llevando los pantalones que yo le había comprado.

—Vicente —le solté un día—, ¿por qué llevas esos pantalones? Son míos, yo te los compré.

—Sí —respondió él—, pero el trato no decía que yo no pudiera ponerme los pantalones.

Otra cosa que recuerdo es que mi madre hacía unos flanes buenísimos. Uno para mi padre, más grande, y otros para cada uno de los hermanos, más pequeños. Entonces Vicente, el muy pillo, venía y me decía con todo su poder de convicción: "Mira, Seve, como estos flanes son tan pequeños, si cada uno nos comemos el que nos toca, ni nos enteramos; mejor sería que uno se comiera el de los dos —y añadía enseguida—: te doy cinco pesetas por tu flan."

Y así acababa siempre la historia: él se comía dos flanes y yo ninguno. Pero a mí, las cinco pesetas me servían para ir al cine. De película fue lo que me pasó una noche, ya de mayor, cuando a eso de las once y media, me llamó un vecino para avisarme de que había unos tipos robando en casa de Vicente. De un salto me levanté y en calzoncillos, con un hierro 5 en la mano, salí corriendo. Cuando llegué a la casa de Vicente, los ladrones huían, pero un vecino alcanzó a ver que la matrícula del coche era alemana. Llamé enseguida a mi primo Severiano, que hoy es alcalde, y mandó la guardia urbana. Poco después atraparon a cuatro yugoslavos. Pero yo me llevé un buen tirón de orejas de mis hermanos, porque no tendría que haber hecho lo que hice, pues debía de haber supuesto que eran tipos peligrosos.

El cine siempre me gustó mucho, pero siempre tenía lo justo para la entrada. En El Casino, que era el único cine del pueblo, había un portero —excelente persona— recogiendo las entradas al que llamaban Cuco y que era tan grande como Frankenstein, medía como dos metros, y calzaba un 56 por lo menos. Las películas que pasaban eran todas en blanco y negro, y algunas mudas. Cada domingo estrenaban una película a las cuatro de la tarde, porque por la mañana la gente debía ir a misa. Los domingos, los chavales solíamos jugar a quien dejaba una moneda más cerca de una línea marcada en el suelo. Una vez perdí y me quedé sin el dinero para ir al cine. Entonces volví a mi casa, cogí un barquito de juguete que tenía y lo vendí por las cinco pesetas que necesitaba para la entrada. El barquito valía mucho más, pero el chaval que me lo compró supo aprovecharse de mi situación.

Cerca del cine El Casino estaba el quiosco ambulante de la señora Fidela, que vendía chucherías, pipas, chicles, avellanas y un montón de golosinas. Como después de pagar la entrada nunca me quedaba nada para comprar ni un suspiro de su preciosa mercancía, debía ingeniármelas. Durante el descanso de la película, aprovechaba el momento en que estaba distraída vendiendo algo para empujar a un chico de la pandilla y tirarle así algunas golosinas al suelo. Entonces cuando ella se agachaba a recogerlas, yo aprovechaba para coger algo de lo que me apetecía, bolsitas de avellanas, pipas o rosquillas, y me escurría de nuevo a la sala. Debo reconocer que era un tímido travieso.

Recuerdo que en este cine vi por primera vez El llanero solitario. Muchas veces yo me sentía como éste héroe del cine cuando quería ver las series de aventuras que pasaban por la televisión. En realidad recuerdo que en mi niñez había muy pocas cosas en el pueblo, había un taxi, dos o tres coches, uno de los cuales pertenecía a mi tío Ramón Sota y, aparte de la iglesia, el cuartelillo, tres bares y la única farmacia de todo el Ayuntamiento. El primer televisor que hubo en Pedreña estaba instalado en uno de aquellos bares, El Culebrero, que estaba a unos doscientos metros de mi casa y a él me escapaba para ver las series que echaban.

De niño, algunas noches me iba a dormir a la cama de mi padre, porque mi madre acababa siempre tarde de lavar los platos, limpiar la cocina y preparar lo del día siguiente. Yo esperaba a que mi padre se durmiera, para poder escaparme e irme al bar. Como aquí no me dejaban entrar de noche, me quedaba en la calle para espiar a través de la ventana a Roger Moore haciendo de Simón Templar en El Santo, y a David Jansen de Fugitivo. No me enteraba de lo que decían, pero me fascinaba ver las imágenes. Durante el día no tenía problemas y veía y oía a Daniel Boone, cuyo horario era a las cuatro de la tarde. Lo recuerdo porque a esa hora acabábamos las clases y yo salía corriendo para verla. Bonanza era otro de los programas que los niños de entonces no nos perdíamos. Como todas las series las doblaban en México, nos resultaba gracioso escuchar que toda la gente hablara en mexicano y no en el español nuestro.

Pero, la mayoría de las veces que me escapaba era para colarme en el campo de golf a fin de practicar, que era lo que más me apetecía. Desde muy pequeño yo fui una especie de "llanero solitario". A los siete años tuve en mis manos el primer objeto que tenía que ver con el golf: una cabeza de palo vieja. No era más que eso. Una cabeza. Pero cuando la tuve, empecé a buscar por todos lados varas largas de arbusto que me pudieran servir de palo; cuando tenía una la encajaba en la pipa de la cabeza y después la metía en un cubo con agua, para que la madera se hinchara y así quedase el palo más ajustado. Está de más decir que ese palo tan rudimentario no tenía grip. Estoy hablando de palo, pero en realidad, debería hablar de palos, puesto que no me duraban nada. La gente suele agobiarse mucho cuando pierde las bolas, pero imagínense lo que era perder los palos, pues raramente me duraban más de un día.

También hablo de bolas, pero mis primeros golpes los ejecuté con pequeñas piedras. Más tarde, cuando mis hermanos me dejaban bolas para jugar, lo hice en el prado y en la playa, en hoyos que me hacía yo mismo señalizados con una vara de arbusto y un pañuelo y no pocas veces sólo en la imaginación. Así es como empecé a jugar al golf.

Todo lo que de chico aprendí de este deporte me vino de intentar imitar a mi hermano Manolo. Empecé por fijarme en el swing que hacía y después él me dedicó muchísimo tiempo, aun en perjuicio de su propio juego. Estoy seguro de que si no hubiera sido por su generosidad, Manuel habría ganado muchos más torneos que el Open de Biarritz de 1968, el campeonato de España de 1976 y el Timex Open de Biarritz en 1983, en el que relegó a Nick Faldo al segundo puesto.

A los ocho años, Manolo me regaló un palo de verdad, un hierro 3. Por entonces yo había empezado a hacer de caddie en el club local, el Real Club de Golf de Pedreña, aunque no se me permitía jugar en el campo, pues los caddies lo tenían prohibido. Pero, aunque el master caddie, Diego Portilla, se encargaba de hacer cumplir esta prohibición y lo hacía con mucho rigor, siempre me la salté a la torera. El entusiasmo por el golf y el espíritu de contradicción de todo chaval hacían irresistible el impulso de hacer lo que se me prohibía. El caso es que al anochecer y cuando amanecía, e incluso en muchas noches tibias de luna llena, me colaba en el campo para jugar, ahora ya provisto de bolas y no con piedras.

Algunos días también hacía novillos en la escuela. Para mí era natural irme a jugar al golf antes que hincar los codos en los libros. Cuando debía regresar a la escuela por la tarde, después de comer en casa, al menos tres días a la semana, entre el lunes y el viernes, dejaba los libros y la cartera junto a unas gruesas tuberías preparadas para achicar el agua del campo, sacaba mi hierro 3 que tenía allí escondido, y me adentraba a jugar en el campo de golf. Por lo general, me metía por los nueve segundos hoyos, donde no había mucha gente jugando. Habitualmente jugaba un par de hoyos sin problemas, pero luego, para que nadie me viera, me tenía que esconder hasta que pasara algún partido de socios. Salía y jugaba otro hoyo, cuando veía que el campo estaba despejado. Después, volvía a las tuberías, muy a mi pesar escondía el palo, cogía los libros y volvía a la escuela. Ya en casa, por la noche, mis padres siempre me preguntaban:

—¿Qué has hecho en clase?

—Aprovechar el tiempo —les respondía, y ellos se quedaban contentos y convencidos de que no había hecho otra cosa que estudiar.

La cuestión era que nunca estudiaba y, lógicamente, nunca aprobé ninguna materia. Pero hay algo más. Cuando tenía doce años, me echaron de la escuela. Sin embargo, no fue el golf el culpable, aunque ya por entonces era para mí la verdadera escuela. Cierto día, en clase, me di cuenta de que alguien había cortado sin querer dos hojas de uno de mis libros de estudio. Yo no tenía la culpa, pero eso a la maestra no le importó y me castigó. Como se acostumbraba entonces, me hizo abrir las manos con las palmas hacia arriba y me dio un terrible reglazo en ellas. Me dolió mucho no sólo en las manos, sino también en el orgullo.

Cuando aquel día volví a casa a la hora de comer, mis padres no estaban, pues habían salido a pescar, que era otra de sus actividades. Rabioso y dolido, me senté a la mesa donde había una botella de vino que había dejado mi padre para la cena y me bebí un par de vasos antes de regresar a clase por la tarde. Iba tan pasado que, al entrar en el aula, me subí a la tarima, agarré a la maestra y la empecé a zarandear. Me expulsaron, claro.

Con el tiempo, mis padres comprendieron que era inútil obligarme a ir a la escuela, pues yo sólo quería jugar al golf.

"Conforme —me dijeron—, si quieres ir al campo de golf a hacer de caddie y jugar, está bien, pero por las noches tendrás clases particulares."

Y así fue como progresé en el golf y mejoró mi actitud ante los estudios. También porque era consciente del sacrificio que hacían mis padres por mí y por mis hermanos gastándose un dinero que apenas tenían para hacernos estudiar. A mí me mandaron a la misma profesora que daba clases a Vicente y que era la dueña del restaurante El Puntal. Iba con ella cinco días a la semana, de siete y media a nueve de la noche. Se me hacía muy tarde, pero valía la pena porque las horas de luz las podía dedicar al golf. Por esto, al ponerme una profesora particular y aceptar que yo sólo quisiera jugar al golf, mi padre me hizo una advertencia que no he olvidado nunca y que ahora repito a mis hijos: "Recuerda, hijo, que para ser el primero en algo, hay que demostrarlo."