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La memorable victoria de la Ryder Cup en España

Si el hecho de jugar la Ryder Cup en España ya era un logro excepcional, el triunfo final del equipo de Europa frente al de Estados Unidos en 1997 constituyó algo único e irrepetible. Un trofeo maravilloso y excepcional para mi larga carrera deportiva, fruto del compromiso y del espíritu competitivo de un equipo.

Como es preceptivo, el día anterior al inicio de la competición, tuvo lugar la ceremonia inaugural, a la que asistieron los Reyes de España y autoridades del Gobierno central y andaluz, además de destacadas personalidades internacionales.

La primera jornada tuvo interesantes alternativas, en la que pudimos ver, en los fourballs de la mañana, un magnífico segundo golpe en el hoyo 14 para eagle de Chema Olazábal, que jugaba emparejado con Costantino Rocca. Al final de la tarde, cuando se interrumpió por la poca luz que había, el marcador reflejaba un empate a tres.

La jornada del sábado se inició, después de una lluvia torrencial que retrasó la salida, disputando los foursomes que habían quedado pendientes del día anterior. El aplazado que enfrentaba a Nick Faldo y Lee Westwood contra la pareja Justin Leonard-Jeff Maggert, lo liquidó Westwood en el hoyo 16 cuando metió un impresionante pat de seis metros para birdie.

El mal tiempo y la falta de luz al atardecer sólo permitieron que se jugaran siete partidos, de los cuales Europa ganó cinco y empató dos. Esto significaba que por primera vez en los sesenta años de historia de la Ryder Cup, Estados Unidos no se apuntaba ni un solo punto en una jornada, y que Europa, al final del sábado, ganara por un contundente 9 a 4. A pesar de los nubarrones, el sol salía en España para el equipo europeo.

No obstante, los partidos habían sido en general mucho más reñidos de lo que reflejaba la puntuación. Cabe recordar que a mitad de la sesión de fourballs perdíamos en los tres primeros partidos que acabamos ganando. Dos victorias se produjeron en el hoyo 17 y otras dos en el hoyo 18, lo que venía a demostrar una vez más que Europa tenía mucha solidez en los últimos hoyos, cuando la tensión es más fuerte.

Ese sábado Nick Faldo alcanzó su vigésima tercera victoria en la Ryder Cup batiendo el récord de Arnold Palmer, y su compañero Lee Westwood hizo cinco birdies en los diecisiete hoyos jugando nada menos que contra la pareja formada por Tiger Woods y Mark O'Meara. Montgomerie y Clarke también ganaron a Fred Couples y Davis Love, y Woosnam y Bjórn, a Leonard y Faxon.

En el último partido, Olazábal y Garrido lograron un empate con sabor a victoria con Lehman y Mickelson. A falta de dos hoyos, iban empatados, pero en el 17 Nacho Garrido cayó en el bunker y Phil Mickelson dejó la bola a menos de dos metros para eagle. Nacho, con una impresionante sangre fría, sorprendió a todos con una soberbia salida de la arena que dejó la bola a 2,5 m para birdie, que después metió, mientras que Mickelson fallaba su golpe, con lo que se mantenía el empate. La tensión no disminuyó en el último hoyo, a cuyo green se llegó en situación poco ventajosa. Sin embargo, Chema coló un pat de más de siete metros que sirvió para ganar medio punto. Estaba claro que si alguien podía meter un pat necesario en la situación más comprometida del mundo, ese alguien era Chema Olazábal.

En esta edición de la Ryder Cup, Lehman y Mickelson resultaron ser la pareja americana más fuerte, dado que Woods y O'Meara no llegaron a encajar como la gente esperaba. Nadie daba crédito a lo que se estaba viendo. Por la tarde, un Tom Kite completamente desolado declaraba que los dobles que había presentado eran su "equipo A, y los han masacrado". Ya casi sin luz, sellamos aquel sábado sensacional dejando el marcador en un magnífico 9 a 4 favorable a Europa.

Por la noche el equipo estaba exultante, pero yo les previne de que, aunque lo hubiéramos hecho muy bien, el torneo no estaba acabado, y menos decidido. Les recordé que precisamente nosotros habíamos ganado en 1995 en Oak Hill porque la autocomplacencia de los americanos les resultó muy cara. Nosotros no podíamos caer en el mismo error al día siguiente. También les dije que no miraran las pizarras, pues los otros puntos no dependían de ellos, pero el suyo sí, de modo que sólo debían preocuparse de ganar su partido.

Estaba tan tenso que, para dormir, me tomé unas pastillas. Como los demás, ya sentía que la Copa era nuestra, pero también pensaba que podíamos tener un mal día y perderla, tirarla por la borda; que desaprovechar aquella ventaja de cinco puntos sería muy malo para el equipo, para el golf europeo y también para mí, que era el primer capitán no británico del equipo. Y además, el encuentro se jugaba en mi país. Perder sería un verdadero desastre. Ya podía sentir el peso de la responsabilidad y las críticas cayendo como chuzos sobre mi cabeza, especialmente las que harían en España, donde aún no existe una cultura golfística como en el Reino Unido o Irlanda. Con estos pensamientos acabé durmiéndome.

A la mañana siguiente, temprano, mientras desayunaba y leía la prensa, supe que gente muy importante había acudido a Valderrama. Allí estaban, por ejemplo, George y Barbara Bush y Michael Jordán. Al ver a Jordán di un respingo. La mañana anterior, unos minutos antes de entregar la hoja con las parejas del equipo que iban a jugar por la tarde, me hallaba en el hoyo 10, sentado en un buggy anotándolas, cuando alcé la vista y vi junto a mí a un gigantón con gafas oscuras, sombrero y pañuelo al cuello.

—¡Hi! —me saludó.

—¡Hi! —le respondí sin prestarle atención; en realidad pensé: "¡Joder, qué hace este tío aquí en mitad del fairway!"

Al verlo en el periódico me di cuenta de que aquel grandullón que me había saludado sin que yo mera muy amable con él era nada menos que Michael Jordán. "¡Coño! ¿Que' habrá pensado este hombre por pasar de él?", me lamenté.

Unos años antes yo había jugado con él un pro-am en Los Angeles y me había demostrado que jugaba bastante bien. Tres años después de la Ryder, Jordán acudió a Cheste, Valencia, a ver una carrera de motos y me hizo saber que quería jugar un partido conmigo. Acepté y aproveché para disculparme por mi comportamiento poco cortés cuando me saludó aquella mañana en Valderrama. Jordán se echó a reír, porque le hacía gracia que alguien no le hubiera reconocido.

Ese domingo en Valderrama lucía un sol espléndido. Primero acabamos las series finales de foursomes, en las que repartimos puntos. Faldo y Westwood cedieron los suyos a Hoch y Maggert; Garrido y Parnevik arrancaron un empate a Woods y Leonard, para asombro e incredulidad de los americanos, y Olazábal y Rocca arrasaron a Couples y Love, endosándoles 5 y 4.

A pesar de mi temor, habíamos pasado mejor de lo que esperaba esta primera fase, y nos dispusimos a jugar los individuales con un claro 10 ½ a 5 ½. Empezaba a serenarme, los miedos de la noche empezaban a quedar atrás, y me decía: "ya es casi imposible que perdamos esta Ryder con cinco puntos de ventaja, es un margen fantástico y jugamos en España, en un campo que los nuestros conocen muy bien; estamos en casa y secos". Después del agua que había caído, lo de secos era un decir.

Todo indicaba que a partir de ese momento, la victoria sería cómoda, pero no fue así. Las posibilidades de que ocurriera un desastre todavía estaban allí: toda la tarde la pasé en un puro nervio, porque a medida que avanzaba el juego, veía que no sólo podíamos perder algún partido, sino el torneo. De repente, el equipo sentía toda la presión del mundo, mientras que los americanos, como ya no tenían nada que perder, empezaron a llenar la pizarra de números rojos, el color con que se anotaban los puntos de Estados Unidos.

Por la mañana, había decidido el orden de salida de los individuales convencido de que los americanos pondrían a sus mejores jugadores en los primeros partidos, ya que necesitaban ganar puntos enseguida para minimizar nuestra ventaja. En cambio, yo quería reservar a quienes estuviesen en mejor forma para los partidos finales. De todos modos, antes de tomar la decisión se la consulté, y todos estuvieron de acuerdo. Salvo Woosnam, que quiso salir en el primer partido, acaso impaciente por haber jugado uno sólo hasta entonces, mis cuatro jugadores más fiables, Olazábal, Langer, Montgomerie y Faldo, estaban en la segunda mitad de las salidas. No quería poner a los debutantes en un puesto del que pudiera depender la Ryder Cup.

La situación se complicó mucho al principio, aunque luego conseguimos estabilizarla. A Woosnam, por tercera vez consecutiva en la Ryder, le tocó Couples, quien deshizo los dos empates anteriores a su favor. A esta derrota le sucedieron las victorias de Johansson sobre Love y de Rocca sobre Woods, con un punto impresionante. Recuerdo que antes de las salidas le había preguntado a Costantino:

—¿Costantino, con quién te gustaría jugar a ti?

—Con Tiger —me respondió sin dudar.

Después de haber visto cómo se emparejaban los partidos, volví a verle.

—Costantino, adivina quién te ha tocado.

—¿Quién?

—Tiger.

Costantino hizo buena su intuición y le ganó, colocando a Europa a dos puntos de la victoria final. Mientras el cielo volvía a encapotarse y enseguida a llover cada vez con mayor intensidad, el siguiente medio punto lo proporcionó sorprendentemente Thomas Bjórn, que empató un partido frenético con Justin Leonard, entonces campeón del Open Británico. Thomas, haciendo gala de una extraordinaria tenacidad, logró remontar una desventaja de cuatro encajada en los cuatro primeros hoyos.

A esas alturas calculaba que nos faltaba un punto para conservar la Copa y uno y medio para ganarla. En el recorrido que hice comprobé que Olazábal aventajaba en uno a Janzen; Langer en dos a Faxon, y Faldo y Montgomerie iban por detrás de Furyk y Hoch, aunque con posibilidades de ganar.

Entonces, como suele suceder invariablemente en la Ryder Cup, las cosas volvieron a dar un cambio radical. Olazábal se puso de tres en el green del hoyo 17, al igual que Janzen. Éste estaba a menos de cinco metros y Chema a unos seis. Lamentablemente para nosotros, Janzen acertó, y Chema, no pudo embocar, con lo que llegaron al último hoyo empatados. Dado su extraordinario regreso a la competición a principios de temporada, habría sido maravilloso que José María, un español en el primer encuentro de Ryder que se jugaba en España, hubiera asegurado el punto de la victoria. Pero no fue así. Este honor le cupo a Bernhard Langer, que no había ganado un partido individual desde 1985 y sobre quien había caído todo el peso de la derrota sufrida en Kiawah Island en 1991.

Caído Faldo ante Furyk, sólo quedaban en competición Colin Montgomerie y Scott Hoch, que llegaban empatados al último hoyo. Fuimos a verle. Monty debía conseguir al menos medio punto para que ganásemos el encuentro y la Copa. Con gran dominio de sí mismo y del juego, Monty supo controlar el hoyo desde el primer momento. Con dos buenos golpes se puso en green, a seis metros de la bandera. Hoch por su parte, tras irse al rough, fue de tres al green, a más de siete metros de la bandera. Monty tiró su pat y dejó la bola muy cerca del hoyo, para que Scott Hoch le diera el siguiente. Entonces, para acabar de un modo elegante, le dije a Monty que le diera, a su vez, el pat a Hoch. No valía la pena obligarlo a patear para saber si ganábamos por uno o por dos puntos. ¡Habíamos ganado la Ryder Cup!

En esos momentos volvía a llover a cántaros. Jugadores europeos y público bailábamos y reíamos exultantes de alegría bajo la lluvia. Dábamos rienda suelta a tantas tensiones acumuladas y, mojándonos con champagne, algunos disimulábamos lágrimas de una emoción muy honda. La fiesta duró hasta las dos y media de la madrugada. No era para menos, habíamos culminado con éxito un proyecto largamente ansiado: traer a España la Ryder Cup, el torneo por equipos más prestigioso del mundo, y ganarlo.

Ganar la Ryder Cup de 1997 jugada en España constituyó para mí una maravillosa coronación de mi carrera. Sentí felicidad y alivio, pero también sentí dentro de mí que no quería continuar como capitán del equipo. Pero antes de seguir con esto, quisiera reseñar que el momento más emocionante para mí de aquella multitudinaria conferencia de prensa tras la victoria fueron las palabras de José María Olazábal. Como capitán había pedido a todos los jugadores que explicaran, uno por uno, sus impresiones de aquella lluviosa semana. Chema, que estaba en un extremo de la mesa, fue el primero en hablar: "Ha sido más o menos lo mismo que otras veces que he jugado la Ryder Cup, pero esta vez ha sido muy especial para mí... Hace un año yo no podía andar...", dijo, y se echó a llorar.

Tres semanas antes de que se reintegrara a su vida deportiva en Dubai, en marzo de 1997, después de no haber podido jugar golf de competición desde septiembre de 1995, Chema hizo el viaje de dos horas en coche desde su casa, cerca de San Sebastián, hasta Pedreña, donde jugamos dieciocho hoyos y después almorzamos en mi casa.

Hablamos de todo, y yo, que contaba ya con él, tenía muy presente que él mismo se había retirado del equipo en 1995 y que no dudaría en avisarme si veía que no se encontraba bien. Ante sus temores, le aconsejé que jugara en Dubai, pues era un lugar ideal para él. Fue un acierto que fuera, pues acabó duodécimo. Después fue cuarto en Portugal y primero en el tercer torneo que jugaba desde su regreso, el Turespaña Masters, que se disputó en Gran Canaria. En Valderrama no defraudó y su aportación fue muy importante porque ganó 2 l/j puntos de cuatro que jugó. José María Olazábal ha sido y seguirá siendo uno de los grandes jugadores de la Ryder Cup de la era moderna.

A la mañana siguiente de la gran victoria, aún en la cama, repasaba mentalmente todo lo ocurrido durante la semana y antes de ella. Me sentía exhausto a causa del enorme esfuerzo que me había exigido la organización del torneo. Pensé que dejar la capitanía era lo más sensato que podía hacer. Había tenido que resolver tantísimas cosas, atender los politiqueos del Comité, soportar las quejas de los jugadores, ocuparme de la prensa y, para colmo, el absurdo asunto de Miguel Angel Martín. Me sentía como si hubiera vuelto de la guerra. Finalmente habíamos ganado y pensé: "Ya he cumplido mi labor con la Ryder Cup". No, no tenía ganas de continuar, al menos por ahora, no. Quizás más adelante, como había dicho en la conferencia de prensa.

Lo que sí sé es que era muy feliz después de Valderrama, porque el esfuerzo de convencer al Comité de la Ryder Cup de jugarla en España tenía la compensación del éxito, y porque yo lo había capitaneado. Esto venía a probar que sacar la Ryder de Gran Bretaña y llevarla al continente era bueno para España y para el golf europeo.

El trabajo de Mark James como capitán, en la siguiente edición que se disputó en Massachusett en 1999, fue, en general, muy meritorio. Quizás sólo le cuestionaría la elección que hizo de algunos jugadores, porque cuando un capitán elige directamente a un jugador significa que le considera imprescindible para el equipo. No se escoge a uno para dejarlo en el banquillo hasta el domingo, como hizo con Andrew Coltart. No objeto a Mark que escogiera a Jesper, pero sí que eligiera a Coltart, cuando tenía a Langer, que ya había ganado dos torneos grandes en América, que tiene una gran experiencia y que es un excelente jugador de foursomes. Escoger a un debutante y luego tenerle sentado hasta los singles es sencillamente incomprensible. Incluso, creo que el hecho de que no lo escogiera fue ofensivo para un jugador del prestigio de Bernhard, que estaba jugando bien, que estaba a sólo dos puestos por detrás de Coltart en la clasificación por puntos y que tanto ha hecho por el golf. Y en el supuesto de que no quisiera a Langer por algún motivo que desconozco, como por ejemplo que pensara que la categoría de éste menoscababa su autoridad en el equipo, también pienso que era más idónea la elección de Robert Karlsson, que figuraba entre los 12 primeros en la lista de puntos. Me pregunto todavía qué méritos, según James, tenía Coltart sobre Karlsson que le valiera pasar por delante de la clasificación del sueco.

Otra cosa que quiero apuntar acerca de la capitanía de la Ryder Cup es que veo en cierto modo injusto que no se pague una retribución por desempeñarla. Me parece bien que los jugadores no cobren por jugar este torneo y que los beneficios que se obtengan vayan a un fondo de promoción del golf juvenil o un fin caritativo. Sin embargo, el puesto de capitán exige una gran disponibilidad de tiempo y trabajo, superior al de cualquier otro puesto de la organización. Si alguien de ésta merece ser remunerado, éste es el capitán. Aparte de su responsabilidad en la elección de determinados jugadores y de la planificación de la estrategia del equipo, él debe ocuparse desde la elección del vestuario, la comida y el hospedaje hasta el seguimiento de la forma de los jugadores y la puesta a punto del campo, la atención a la prensa, etc. Creo que sería justo que el Comité contemplara la posibilidad de compensar al capitán esta dedicación al equipo del torneo más prestigioso del mundo.

Mi largo, estrecho y comprometido vínculo con la Ryder Cup también me permite sugerir algunos cambios radicales en su beneficio y en el del golf de Europa. En primer lugar, este torneo tendría que ser patrimonio del Circuito Europeo, pues la inclusión de jugadores continentales en 1979 significó de hecho una refundación del torneo, que le permitió alcanzar el prestigio y la proyección mundiales que tiene ahora. Es cuestión de principio que las grandes cantidades de dinero que genera se repartan en Europa, y que los encuentros roten por los países del continente. Suecia, Alemania, Francia, Italia son, entre otros, países que deben tener la oportunidad de celebrar la disputa de la Ryder Cup. Celebro que en 2001 se anunciara que a partir de 2018 volverá a celebrarse en el continente, pero para entonces habrán pasado veintiún años desde que se constató en España que la Ryder Cup es un poderoso agente de promoción del golf en países europeos donde aún no está debidamente desarrollado.