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En la cocina británica
Jugar en las Islas Británicas siempre ha tenido para mí algo especial. La primera vez que lo hice fue en 1975, en Sandwich, en el Royal St. Georges, donde se disputaba el Torneo de la PGA Penfold, que ese año ganó Arnold Palmer y Manolo quedó quinto. Tengo que reconocer que la primera impresión que tuve del campo no fue buena. Habitualmente, cuando se entra en la casa-club se suele ver parte del recorrido, pero aquí no se veía nada más que el putting green.
—Manolo —le pregunté a mi hermano, que me acompañaba—, ¿dónde está el campo aquí?
—Allí, mira —me respondió Manuel, señalándome con el dedo un lugar que no alcanzaba a ver.
Caminamos hacia él y enseguida me di cuenta de que aquel campo no se parecía a ninguno de los que había visto hasta entonces. Desde el tee del hoyo 1 observé que el campo de golf estaba en una gran hondonada y que ésa era la razón por la que no lo veía desde la casa-club.
—Le llaman The Kitchen—, me explicó Manuel.
Me quedé intrigado. ¿Por qué le llamarán "La Cocina'"?, me pregunté mientras seguíamos reconociendo el campo. Sin embargo, no tuve mucho tiempo para seguir el hilo de esta intriga, porque en esas vimos que andaba por allí Jimmy Bates, el representante de Dunlop para el torneo y encargado de proveer de bolas a los jugadores.
—Manolo, tenemos que pedirle bolas, porque no tengo ni una.
Como yo aún no hablaba prácticamente nada de inglés, Manuel se las pidió y Jimmy me dio dos cajitas de tres bolas en cada una de las cajas. Es decir, seis bolas solamente.
—¿Sólo seis bolas para un campo como éste? ¿Has visto el rough que hay aquí? —pregunté a mi hermano a modo de protesta por lo que consideraba una racanería.
Bastante molesto, señalé a Manuel que la hierba era tan alta que allí podía perderse hasta un caddie, y ya no digamos las bolas. Seguramente por la cara que puse, los gestos y el tono, Jimmy captó mi protesta y, dirigiéndose a Manuel, le dijo:
—Dile a tu hermano que le daré más bolas... si pasa el corte.
El caso es que tuve que salir al campo con sólo seis bolas y me las apañé como pude para que me duraran dos vueltas, que fue lo que duró el torneo para mí, pues hice 84 y 78 golpes. Había un rough terrible y muchísimo viento, los bunkers eran inmensos y, por si todo esto fuera poco, el recorrido tenía varios golpes ciegos. Tampoco se podía tirar por alto al sitio que querías. Había que hacerlo con la bola a baja altura. Era muy difícil cocer algo en un lugar así y, me costó mucho aprender a jugar un links en La Cocina.
Poco después tuve que enfrentarme a los links, como Carnoustie, en la costa Este de Escocia, donde se jugaba el Open Británico. Aquí esta vez no pasé el corte por diez golpes, ocho más que Manuel, que también lo falló. Superar las dificultades que presentaban los links fue para mí un verdadero desafío.
Durante el aprendizaje al que me sometí, me di cuenta de que los links exigían al jugador usar la imaginación para ejecutar muchos de los golpes, lo cual coincidía bastante con mi estilo de juego. Gracias a que comprendí esto a tiempo es por lo que pude ganar tres veces el Open Británico y el Campeonato de la PGA de 1983, que, por cierto, volvió a jugarse en el Royal St. Georges.
Aquella temporada me fue relativamente bien, y eso me dio mucha confianza para afrontar la siguiente. Había sido quinto en Portugal, sexto empatado en España, precisamente detrás de Manuel, y octavo empatado en Francia. Además, había quedado empatado en el puesto veintitrés del Campeonato de la PGA después de conseguir jugar cuatro vueltas en el Royal St. Georges. Todo un triunfo. Pero lo más importante es que, al quedar primero en el ranking continental, me libré de la preclasificación para el Open Británico de 1976, que se jugaba en el Royal Birkdale. Comencé a prepararme para jugarlo y lo hice sin alterar mi actividad habitual, muy confiado en jugar mucho mejor de lo que lo había hecho, catorce meses atrás, en mi primera y olvidable experiencia en los links de Sandwich y Carnoustie. La semana anterior a Birkdale ayudé a mi padre a segar la hierba de nuestros prados y a almacenarla para que las vacas la comiesen durante el invierno. Al llegar el sábado, Manuel y yo nos fuimos a Madrid a ver un partido de exhibición entre Tom Weiskopf, Valentín Barrios, Jack Nicklaus y Sam Snead. Después, volamos a Inglaterra, porque mi hermano debía jugar la preclasificación del Open en Hillside y yo hacerle de caddie. Lamentablemente, Manuel no se clasificó y tampoco pudo hacerme de caddie. Lo lamenté mucho, porque me hubiese gustado que él ocupara el lugar de Dave Musgrove, quien había empezado a trabajar para mí en el Open de Francia, jugado en Le Touquet en el mes de mayo. Pero, en esta ocasión, Dave no podía llevarme la bolsa, pues se había comprometido con Roberto de Vicenzo, el gran jugador argentino, ganador del Open Británico nueve años antes. ¡Qué buen amigo y qué generoso consejero acabó siendo para mí Roberto de Vicenzo! El caso es que yo estaba sin caddie y necesitaba contar con uno cuanto antes. Entonces, mi hermano le preguntó al mismo Dave si podía conseguirme uno.
—Tengo un amigo —nos dijo con cierta reserva— que es policía y nunca ha hecho de caddie en un torneo importante; creo que esta semana está libre y que querrá llevar la bolsa de Seve.
Fue así cómo el caddie de mi segundo Open Británico fue un agente de policía llamado Dick Draper que, como nos había advertido Dave, no tenía experiencia como profesional, pero era un muchacho agradable y correcto. Dave, por su parte, volvió a ser mi caddie tres años más tarde, cuando gané en Lytham. También lo fue de Sandy Lyle, cuando el escocés ganó el Open en 1985, en el ya viejo y predilecto campo de Royal St. Georges. En mi querida Cocina.
Volviendo al Open del 76, recuerdo que la semana en que lo jugamos hacía tanto calor en Southport que parecía que estábamos en el trópico. Todo estaba tan seco que se produjeron varios incendios en el campo. En estas condiciones teníamos que botar la bola dirigida al green al menos veinte metros cortos, tal como lo había comprobado jugando las vueltas de entrenamiento con el gran Roberto y Vicente Fernández, otro argentino. Pero, a pesar de las circunstancias adversas, tuve la sensación de que iba a jugar bien; y así fue, aunque —después lo supe— aún no estaba maduro para ganar un torneo de la magnitud del Open Británico. Pero lo estaría mucho más pronto de lo que muchos podían imaginar.
Empecé el campeonato sumando 69 golpes, tres bajo par, que no era nada del otro mundo, pero como el terreno estaba tan duro y seco, muchos jugadores se liaron y al final de la jornada me encontré compartiendo liderato con Christy O'Connor Jr. y Norio Suzuki. Era un resultado verdaderamente inesperado y sus consecuencias empezaron a hacerse notar nada más entrar en el vestuario. Doug Sanders fue uno de los primeros en acercarse a Manuel y, señalándome, le preguntó algo que no entendí muy bien dado mi precario inglés, pero que sonaba como:
—¿Este chico es el mismo que te hacía de caddie el otro día en la "pre"?
Como Sanders, muchos otros se acercaron sorprendidos para decirnos algo. A mí no me conocía nadie. Felicitaban a Manuel. Mi hermano, además de ser el receptor de lo que yo había provocado aquel primer día, también debió hacerme de intérprete en las conferencias de prensa que tuve que dar ese mismo miércoles y al día siguiente, pues otro 69 me situó en la cabeza del Open con dos golpes de ventaja.
Todo lo que estaba viviendo era nuevo para mí y me parecía sensacional. Mi hermano y yo habíamos alquilado una casita en Southport para residir durante el torneo y estar más tranquilos. Antes de que empezara el torneo, salíamos por la tarde-noche. íbamos a cenar por ahí y a pasear. Como hacía tanto calor y el día era tan largo, la gente también salía a caminar. Había un ambiente muy animado en las calles. Incluso, una noche fuimos a una discoteca a escuchar música. Pero poco después de empezar el torneo se armó tal jaleo a mi alrededor que nos tuvimos que olvidar de las cenas y paseos tranquilos. Después de que varios periódicos británicos me sacaran en portadas y contraportadas, los aficionados y los fotógrafos estaban muy pendientes de mí todo el tiempo. Esta atención que provocaba, me sorprendía e impresionaba mucho, pero al mismo tiempo me resultaba divertido. Lo fue hasta que empecé a sufrir los inconvenientes que traía tanta expectación.
La confianza que siempre tenía en mis posibilidades de triunfo ahora parecía tener una respuesta concreta y positiva. Me sentía feliz porque era algo maravilloso poder disfrutar de mi mejor golf en el torneo más importante que había disputado hasta ese momento. El Open Británico era para mí un reto enorme, pero era demasiado joven e inocente para comprender la verdadera dimensión y trascendencia que tenía; aún no me daba cuenta de todo lo que significaba y, lo que es peor, en lo que concernía a mi participación, no me daba cuenta de que todavía faltaba por recorrer la mitad del camino para ganarlo. Quién sí comprendió enseguida la situación fue Manuel y hasta se sintió un poco agobiado por esa inocencia y ese desparpajo con que me movía en esos momentos. Mi hermano Manuel es un hombre inteligente y muy perspicaz y captó de inmediato que uno de los factores positivos que me aislaban del revuelo que se había formado a mi alrededor y que atenuaba la presión ambiental era mi escaso dominio del inglés. Por lo tanto, todo lo que tenía que hacer para que triunfara era simplemente protegerme. Y casi lo consiguió.
En la tercera vuelta salí con Johnny Miller, ganador del Open de los Estados Unidos en 1973. Empecé mal. Hice bogeys en los tres primeros hoyos, pero luché a tope para conseguir un 73 que Miller no pudo mejorar. A falta de una vuelta, yo le sacaba dos golpes de ventaja. La cuestión era no romperse, cosa que seguramente muchos pensaron que me pasaría. Pero lo que me perdió no fue que Saqueara mi voluntad de triunfo, sino la imprudencia y la inexperiencia juvenil. Como ya dije, yo había visto jugar a Johnny Miller en el Open de Italia el año de mi debut como profesional y no me había impresionado. Seguía convencido de que tenía mejor juego que él y de que podía ganarle. Era líder y no dudaba de mis posibilidades de victoria. Pero Manuel, cuando aquella noche se metió en la cama, no lo tenía tan claro.
Cuando el sábado por la tarde llegué al tee del 1 estaba muy tranquilo y, probablemente, esa haya sido la vez que más lo he estado esperando salir a una última vuelta con la victoria en el horizonte. No sentía sobre mí ninguna presión, porque, simplemente, no me sentía obligado a nada. Sólo era consciente de que aquella era una gran oportunidad y estaba muy sereno para aprovecharla. Sin embargo, de repente algo comenzó a torcerse.
En el primer hoyo, saqué un golpe a Miller, pero en el segundo hice un bogey mientras que Miller hizo un birdie y yo perdí el control del juego y se me acumularon los problemas. En el hoyo 6 hice un doble bogey y en el 11 un triple. Pronto me di cuenta de que él estaba jugando muy bien para ganar, pero no me rendí. Le respondí con un birdie en el hoyo 13 y con otro en el 14. Y con sendos pares en los hoyos 15 y 16. El verdadero problema para mí era que no sólo había perdido la ventaja e iba por detrás de él, sino también la iniciativa del juego. En el hoyo 17, que es un par 5, Miller sacó a relucir su experiencia.
—Es importante que acabes bien, porque míster Nicklaus —así le llamó—, ya ha acabado con un buen resultado.
Me quedé muy sorprendido, no por lo que me había dicho, sino porque lo hizo en español. Johnny Miller es californiano y podía haberme imaginado que lo hablaba, pero no lo hice y él tampoco se había dirigido a mí en español en ningún momento de los dos días que llevábamos jugando juntos... No es algo que tenga una importancia trascendental y no la tuvo para mí, pero son cosas que en su momento pueden desestabilizar psicológicamente a quien sea mentalmente frágil.
Cuando me dijo que "míster Nicklaus" ya había acabado, me fijé en la pizarra y vi que había hecho tres bajo par, seguido de Ray Floyd con dos bajo par. No me dejé impresionar. Me metí de dos en el green del 17 y colé un pat de 7,5 m para eagle, que me ponía dos bajo par, con lo cual, si hacía un birdie en el último, conseguiría empatar en el segundo puesto.
La situación era complicada y más cuando en el hoyo 18 (otro par 5), el drive seguía sin responderme. Ese día sólo llevaba metidos tres drives en la calle, así que para el segundo golpe me preparé bien y conseguí que la bola cayera en un rough corto por la izquierda del green. Tenía dos golpes para empatar con Nicklaus. El siguiente golpe no podía jugarlo por alto, como era lo natural desde el punto en el que me encontraba, porque el viento soplaba desde atrás y llevaría la bola a la zona de tres pats y no de uno, que era lo que yo necesitaba. Para conseguirlo debía arriesgar al máximo. Hay momentos en que puedes elegir entre resignarte o jugártela, y yo estaba decidido a todo. Como entre la bola y el green había dos bunkers con una separación de metro y medio aproximadamente, elegí el hierro 9, me coloqué en stance, cogí el palo corto y tiré un punch hacia la estrecha franja que tenía ante mí. Le pegué a la bola con tanta seguridad que apenas sentí el golpe supe que era buena. Más que buena, resultó excepcional, pues fue a parar a poco más de un metro del hoyo. Después de un golpe como el que acababa de dar hubiera sido terrible fallar el pat, y no fallé. Por entonces, Miller ya había acabado y confirmado su victoria, pero las tribunas me dedicaron su última ovación, lo cual fue muy generoso por parte de los aficionados.
Poco más tarde, en la conferencia de prensa, Johnny afirmó: —Creo que ha sido muy bueno para Seve que hoy acabara segundo; ya le llegará el día.
En ese momento, me chocó oír aquello, pues no entendía lo que en realidad quería decir. Como me había pasado cuando perdí en Sant Cugat el primer campeonato que jugué como profesional. Ese día sólo pensaba que tenía que haber ganado el Open. Con el tiempo he llegado a darme cuenta de que Johnny Miller tenía razón. En la "cocina" británica ya había empezado a preparar el plato fuerte.