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El vuelo de la perdiz

Cuando miro hacia atrás, no dejo de pensar en cómo sucedió todo lo que vino a continuación. Creo que he sido un caso excepcional, pues me hice jugador profesional sin la más mínima experiencia en competición; no tuve una carrera amateur como tuvieron, por ejemplo, José María Olazábal diez años más tarde y, posteriormente, Sergio García. Yo no había salido nunca de mi pueblo, ni de mi campo de Pedreña, y sólo había competido en los campeonatos anuales de caddies. Todo lo que entonces sabía para competir me lo había enseñado mi hermano Manolo o lo había aprendido jugando en los torneos de caddies. Además, en la España de entonces, no había una cultura de golf en la que pudiera apoyarme, una escuela o recursos que me facilitaran el paso hacia mi porvenir. Todo lo que tenía al empezar mi carrera profesional eran los palos y las bolas suficientes para jugar dieciocho hoyos. Ahora, afortunadamente, las cosas son diferentes para los jóvenes que se inician en este deporte.

Un adolescente es como una perdiz, cuyo vuelo, aunque ruidoso, es bajo y corto. Al convertirme en profesional, mi situación cambió radicalmente, y perdí muchas de las cosas que vive un adolescente. Toda mi atención estuvo centrada siempre en el golf. Aunque a veces piense que me hizo perder las vivencias de juventud, la verdad es que me siento feliz cuando compruebo el provecho que he sacado a mi carrera, tanto en experiencias vividas como en términos sociales y económicos. Quiero decir que, desde un punto de vista convencional, mi vida ha sido singular y que tengo muchos motivos para estar satisfecho de ella. Pero también estoy seguro de que si pudiera rebobinar algunos capítulos, como si fuese una película, haría muchas cosas diferentes. Por empezar hubiera ido al colegio y estudiado más, aunque eso hubiese supuesto hacerme profesional algo más tarde, lo cual, pienso, también hubiera redundado en mi beneficio, porque habría tenido mayor experiencia para afrontar la competición y porque habría preparado mucho mejor mis condiciones físicas. Pero las cosas no sucedieron así y mi carrera profesional empezó a los dieciséis años sin más bagaje que mi talento y voluntad de triunfar.

Mi primer torneo profesional lo jugué pocos días después de dar el salto a esta categoría. Fue el Campeonato de España de Profesionales, que se jugó en Barcelona, en el campo de Sant Cugat. Como nunca había viajado solo y tenía que cambiar de tren en Bilbao, me acompañó Merín, para que no me perdiera por el camino. Jugué la vuelta de entrenamiento con Pepín Cabo haciendo 27 golpes en los 9 primeros hoyos. Los hice sin jugar el driver, porque no tenía ese palo. Usé la madera 3 para salir en los hoyos largos. El campeonato lo ganó Manolo Piñero y yo acabé mi primera participación como profesional en el vigésimo puesto. Me dieron por éste 2.500 pesetas, que para mí eran una verdadera fortuna. Sin embargo, me sentía muy frustrado y en el vestuario me puse a llorar. Al verme así, un jugador catalán, al que llamaban El Sastre, se acercó y me dijo que no tenía razón para estar frustrado, porque había estado muy bien para ser mi primera participación y además siendo muy joven. "Sí —le contesté sin dejar de llorar—, pero yo había venido a ganar."

Mi segunda participación fue en La Coruña, en un campeonato del Circuito del Norte, el cual comprendía además de éste, los torneos de Gijón, Pedreña, Bilbao, San Sebastián y Zarauz. Para jugarlo, mi hermano Vicente, quien entonces estaba haciendo el servicio militar en la base americana de Zaragoza, me consiguió a través de su amigo Agustín Cueto un juego nuevo de palos. Con ellos me presenté muy contento a jugar la vuelta de entrenamiento con Baldomero, pero casi enseguida se me borró la sonrisa de la cara. Al dar los primeros golpes, los dos vimos con sorpresa que las cabezas de mis palos nuevos salían volando detrás de las bolas. Recordando, la anécdota tiene su gracia, pero en aquellos momentos para mí fue todo un drama. Así que, como las cabezas no estaban bien sujetas a las varillas, apenas finalizada la vuelta, fuimos a un herrero con quien me pasé varias horas soldándolas. Después jugué sin problemas.

Tras este torneo empecé a jugar el Circuito del Continente, que entonces estaba separado del Circuito Británico y que tenía su propio Orden de Mérito. El circuito comprendía los abiertos de Portugal, España, Madrid y Francia. No me fue bien, porque fallé todos los cortes. El Abierto de Portugal fue mi primer torneo profesional fuera de España y acabé el último. Este mismo día, cumplía diecisiete años. Hice ochenta y nueve golpes. Por suerte, Manolo estaba conmigo para apoyarme y llevarme de la mano como se lleva a un niño para cruzar la calle. Pero, a pesar de esta participación tan poco alentadora, no todo fue tan mal para mí, porque en Lisboa conocí al doctor César Campuzano, que era uno de los mejores radiólogos de España a quien Manolo conoció en el Golf de Pedreña.

Al regreso, como íbamos cortos de dinero, cogimos un autobús y viajamos a La Manga para jugar el Abierto de España. Tampoco esta vez jugué como el mejor del mundo, aunque pasé la preclasificación. Empecé haciendo 83 golpes y continué con un 78. No pasé el corte por un golpe. Actualmente no es normal que un corte del Circuito Europeo esté en 160 golpes. Pero allí empecé a ver la luz.

Lo que veía cada vez más oscuro era mi situación financiera. Mis cuatro incursiones en torneos europeos me habían costado mucho dinero y el beneficio apenas si llegaba a las diez mil pesetas. En estas circunstancias no me quedaba otra cosa que volver a Pedreña a practicar para seguir mejorando y salir de caddie a fin de ganar algún dinero extra para los viajes.

En agosto de este mismo año tuve la suerte de que el Campeonato Sub 25 de España, al que me había inscrito, se jugara en Pedreña, y de que lo ganara. Fue mi primer triunfo como profesional y sin embargo, aunque me hizo feliz, no di saltos de alegría. El cheque de 80.000 pesetas me quitaba un peso de encima, pero la victoria en sí no me parecía nada extraordinaria ni espectacular. Mi razonamiento era que si me había hecho profesional era para ganar torneos y que el hecho de ganar el primero me hubiese costado varios intentos no cambiaba nada. Simplemente me había puesto en el tee del 1 convencido de ganar. Por eso, cuando por la noche los míos lo celebraban en casa, yo pensaba que para mí ganar debía ser algo normal en el futuro.

Después de este triunfo, quedé segundo en el Abierto de Santander; gané el Abierto de Vizcaya en Bilbao. Fueron segundos, Manolo y Vicente, y quedé otra vez segundo en San Sebastián. Estaba jugando bien y ganando cada vez más confianza. Estaba ya preparado y lanzado.

En octubre participé en el Open de Italia, que se jugó en Venecia y, midiéndome con los grandes, quedé quinto. Este torneo se jugó a sesenta y tres hoyos, porque a causa de la niebla la vuelta del primer día se redujo a nueve hoyos. Peter Oosterhuis fue el ganador de este abierto por delante de Johnny Miller y Dale Hayes. La experiencia más importante para mí en este torneo fue ver jugar por primera vez a Johnny Miller, que ese año acabó siendo el primero del ranking mundial, por delante de Jack Nicklaus, y quedar convencido de que podía ganarle. Y casi lo consigo, pues acabamos la primera vuelta compartiendo el liderato. Pero, al margen del resultado final en ese torneo, lo cierto es que ni Miller, ni Oosterhuis ni Brian Barnes, que eran algunos de los mejores jugadores del momento, me impresionaron. Después de verlos jugar estaba seguro de que no sólo podía ganarles, sino de que era mejor que ellos.

Con esas sensaciones tan positivas, en noviembre participé en el Ibergolf, un torneo internacional que se jugaba en el campo de Las Lomas-El Bosque, de Madrid. Aquí también quedé quinto, pero jugué con Gary Player, que ganó a Peter Townsend. Lo más importante que me sucedió aquí, aparte de tener la oportunidad de medirme con una de las grandes figuras del momento como era Gary Player, fue recibir la ayuda económica del doctor César Campuzano. Aunque ya me había saludado en Estoril, en el Abierto de Portugal, Manolo me presentó a él en la cafetería del club diciéndole:

—Aquí tiene usted a un campeón, pero de los grandes y con un futuro impresionante. Lo que ahora necesita es que le financien el principio de su carrera y creo que usted es la persona que le puede patrocinar...; si no acepta, lo haré yo.

—Sí —afirmó el doctor Campuzano—, será el mejor jugador del mundo.

El doctor Campuzano no sólo se mostró seguro de mi futuro, sino dispuesto a ayudarme económicamente. Enseguida nos dio 500.000 pesetas para que los dos fuésemos a jugar a Sudáfrica.

—Quédate de momento con este dinero para seguir tu agenda; si necesitas más, yo te lo daré y luego haremos cuentas —añadió en un gesto de generosidad que siempre agradeceré, aunque ésa fue la única vez que necesité de su ayuda.

Con el tiempo, el doctor Campuzano y Lola, su mujer, fueron mis seguidores por todo el mundo. Ahora me viene a la memoria la vez que, teniendo yo dieciocho años, fuimos a Valencia en un coche que me había regalado la Ford.

—¿Dónde has aprendido a conducir así? —me preguntó el doctor Campuzano.

—Con el tractor de un vecino —le respondí.

—¿Quieres decir que no tienes carnet? —preguntó incrédulo.

—Pues, no.

Y en efecto anduve como seis meses sin permiso de conducir, pero entonces las cosas funcionaban así, de ese modo nada recomendable.

¡Cuánto me hubiese gustado haber recibido la ayuda del doctor Campuzano en Lisboa, en el Abierto de Portugal, para evitarme el agotador viaje a La Manga en autobús!

Por esas mismas fechas, mi tío Ramón Sota también le habló muy bien de mí a Emilio Botín, con quien solía jugar partidos. Le dijo que yo prometía mucho, pero que necesitaba apoyo. Nuestra familia no era desconocida para Botín, puesto que mi padre era su caddie y también cuidaba de su casa y jardín en Pedreña. Incluso, Emilio, que se había encaprichado de unos terrenos próximos al hoyo 8 del Club para reconstruir una vieja casa, encargó a mi padre la complicada negociación con los propietarios, quienes se mostraban reacios a venderle a Emilio Botín esas propiedades. Mi padre no sólo logró hacer efectivo el difícil acuerdo de compraventa de los terrenos, sino que también consiguió un precio muy ventajoso para el banquero.

Un día, después de que mi tío Ramón le hablara de mí, encontré a Emilio saliendo del Club de Pedreña. Me llamó y dijo:

—Oye, Seve, quiero hablar contigo dos minutos. Me ha dicho Ramón que necesitas ayuda económica para jugar unos cuantos torneos. Te propongo lo siguiente: yo te pago los gastos, y tú, a cambio, me das un tanto por ciento de tus ganancias. Mejor, te dejo 25.000 pesetas por torneo y me das el 75 por ciento de las ganancias.

—Don Emilio —le respondí rápidamente—, es usted muy generoso, pero ahora mismo tengo un acuerdo tácito con el doctor Campuzano con condiciones ventajosas para mí. Gracias, de todos modos.

Gracias al respaldo económico que me procuró el doctor César Campuzano, Manolo y yo viajamos a Sudáfrica. También mis padres arrimaron el hombro al principio y hasta llegaron a vender una vaca por 20.000 pesetas para atender a los gastos, tal como ya lo habían hecho anteriormente, cuando Manolo fue a jugar el Open de Italia.

El viaje a Sudáfrica lo hicimos desde Madrid, vía Lisboa, y Manolo, que procuraba que yo sólo me ocupase de jugar, se encargaba de llevar el dinero, de sacar los billetes, de reservar los hoteles; en fin, de todo. Y todo iba muy bien hasta que en el aeropuerto de Lisboa, al ir a facturar para volar a Johannesburgo, nos pidieron la visa para entrar en Sudáfrica.

—¡¿Visa?! ¡¿Qué es eso?! —preguntó mi hermano con la cara más extraña que le he visto.

—Es un permiso para poder entrar en el país —le respondieron.

Pues no teníamos la visa. Sin duda era un fallo de la agencia que no nos había advertido de que necesitábamos de un visado para viajar a Sudáfrica, pero nosotros teníamos que viajar como fuese. Entonces apareció un ángel salvador. Gary Player, que también iba en ese mismo vuelo, mandó un fax dirigido a no sé quien de Johannesburgo explicándoles el problema que teníamos. Después, siguiendo las instrucciones que le dieron, fuimos al consulado español en Portugal y allí nos dieron la dichosa visa, aunque tuvimos que volar al día siguiente y llegamos la víspera para jugar el primer torneo.

Jugar en Sudáfrica en aquella época del apartheid era muy duro. La discriminación y la represión de los negros era brutal. Recuerdo que en un pro-am, uno de los amateurs de mi equipo que fumaba, cuando acabó el cigarrillo tiró la colilla al suelo y un caddie se apresuró a apagarla con el pie... ¡descalzo! Sí, los caddies iban descalzos y, cuando alguien enviaba la bola al rough, ellos entraban a la maraña de pinchos como si tal cosa. Yo estaba horrorizado con lo que veía, pues había incluso quien se comía algún tipo de hierbas.

Años más tarde, cuando jugué en Sudáfrica el torneo del Millón de Dólares en Sun City, me llevé ropa y zapatos y se los di a mi caddie. "Se los entregas al caddie master —le encargué— y te aseguras de que los reparta entre todos tus compañeros."

Al día siguiente vi que ninguno de los caddies llevaba la ropa ni los zapatos que les había dado.

—¿Qué has hecho con la ropa? ¿Por qué no la lleva nadie? —le pregunté.

—Es que no se la di al caddie master —me contestó—, porque en mi casa somos muchos.

Esta era la situación. En Sudáfrica jugamos cinco torneos y yo obtuve un octavo puesto compartido, en el Open Western Provence de Ciudad del Cabo. En general, lo hicimos bastante bien y ganamos casi medio millón de pesetas que nos pagaron en cheques de viaje de American Express.

El viaje de regreso fue tranquilo. Sin embargo, las peripecias no había acabado. En Madrid cogimos el tren a Santander y ya de vuelta en casa, acabábamos de dejar las maletas, cuando vi a mi hermano coger al teléfono y empezar a gruñir. Su cara no reflejaba nada bueno.

—¿Qué pasa, Manolo?

—¿Que qué pasa? —me preguntó a su vez con el rostro demudado—. ¿Tienes tú el dinero?

—¿El dinero? Pero si tú te ocupas de todo; yo nunca he visto el dinero.

—Pues se nos ha olvidado el dinero en el tren —dijo moviendo la cabeza de un lado a otro.

—¡Me cago en la mar, con todo lo que nos ha costado el viaje, con los gastos que hemos tenido..., estamos arreglados, Manolo!

Fue lo único que se me ocurrió decir, aunque él me miraba como si yo tuviera la culpa. Por suerte el revisor del tren encontró la cartera con el dinero, que Manolo se había dejado olvidada en el asiento del tren, y, como era una persona honrada, nos la devolvió. Manolo y yo respiramos aliviados.

A pesar de este arranque un tanto irregular en mi primera temporada, acabé en el noveno puesto del ranking español y decimotercero en la Orden de Mérito continental. Tal como cabía esperar, y no sólo por mis propias sensaciones, el balance de 1975 fue positivo en términos generales, ya que me puse en cabeza del ranking español y del continental. Sin embargo, sólo pude ganar por segundo año consecutivo el Campeonato Sub-25, que se jugó en Sotogrande. En el circuito grande tuve clasificaciones aceptables, ya que acabé entre los diez primeros en los Abiertos de España, Portugal, Suiza y Madrid. Mi mejor puesto de ese año fue un tercero en el Trophée Lancóme de París. Gary Player lo ganó.

Pero mi ambición era ganar no sólo en los torneos españoles, sino en los del circuito continental. Me exigía mucho, porque estaba convencido de que lo podía hacer mejor. Quiero decir que si firmaba un 68, me disgustaba mucho porque estaba convencido de que podría haber hecho menos. Quería jugar mejor y no aceptaba no hacerlo. Siempre he sido así, cuando me encuentro con algún obstáculo me crezco, porque para ser campeón tienes que superar las adversidades.

Cuando jugaba, sobre todo en América, y tenía el público en contra, era para mí una motivación más para ganar y demostrar quién era yo. Hay jugadores que cuando tienen un golpe malo o topan con algún obstáculo se encogen, sin darse cuenta de que tener una actitud negativa acaba por desmoronarte. Has de tener carácter y fuerza para sobreponerte si quieres triunfar, ya sea en el golf o en la vida. Esta es la diferencia entre ser un campeón o un buen jugador. Si tropiezas con un obstáculo es bueno cabrearte, pero no hay que confundir entre un cabreo positivo, desafiante, con un cabreo negativo, que al final acaba ofuscándote. Si te ofuscas no ves nada y, además, pierdes fuerza. Si haces una vuelta mala o un doble bogey tienes que decirte: pues mañana volveré y haré un resultado mejor que me sitúe entre los primeros. No hay peor cosa que lamentarse y echarle la culpa a los demás o a la mala suerte. Recordar permanentemente que lo has hecho mal sólo puede llevar al fracaso. Por esto siempre he sido muy duro conmigo mismo y exigente con la gente que está a mi lado. Fue así como llegué a imponerme una disciplina espartana y a castigarme no cenando, por ejemplo, cuando no jugaba bien o no estaba satisfecho con mi juego. Y en esos momentos críticos era cuando se hacía notar mi hermano Manolo, que me decía: "Esto es una tontería que no te ayuda en nada, Seve, de ninguna manera. Ya sé que no has jugado como sabes hacerlo, pero tienes que comer, distraerte y dormir adecuadamente, para estar en condiciones de hacerlo bien mañana."

Pero yo no cedía y me autocastigaba cuando creía que lo merecía. No sé si esto es bueno para los demás, pero a mí me daba resultado. Sin rigor ni disciplina no hay campeón. Para llegar a donde deseas necesitas mucho trabajo, mucha constancia y mucho sacrificio. Recuerdo que en una ocasión, un hombre se le acercó a Gary Player, que era un jugador que a veces no jugaba tan bien como reflejaba al final su tarjeta, y le dijo:

—Señor Player, tiene usted mucha suerte

—Sí, sí, tiene usted razón —le respondió Gary Player—, y cuanto más entreno, más suerte tengo.

Yo creo ciegamente en esta máxima de Gary Player, porque si tienes talento, pero no tienes disciplina, constancia y espíritu de sacrificio, no consigues el éxito en ningún orden de la vida. No hay otro secreto para ser campeón. Por eso mantuve mi autodisciplina tan rigurosa hasta 1978, cuando ganar ya era una costumbre y tenía con claridad el liderato europeo.

Pero antes de que esto ocurriera, en 1975, acabé la temporada fuera de Europa, en Estados Unidos y Asia. Acompañado por mi hermano Manolo fui a la Escuela del Circuito Americano, en la que había que jugar seis vueltas y clasificarse entre los veinticinco primeros para tener la tarjeta que da acceso a los torneos del primer circuito. Antes de que jugara la sexta vuelta ya me había clasificado prácticamente y, con dieciocho años, estaba en condiciones de convertirme en el jugador más joven del Circuito Americano. Pero sucedió algo que nadie esperaba. En la última vuelta, después de haber hecho 33 golpes en los nueve primeros hoyos y dejar casi sentenciado mi acceso al Circuito, hice 40 por los nueve segundos. Quedé fuera por cuatro golpes. Muchos creyeron que me había atascado. Pero no fue eso.

En esos días mi hermano Manolo me dijo que había acordado con un agente que yo me quedaría en California para jugar y que, obviamente, pasaría allí todas las fiestas de fin de año. Así que me quedaría solo, sin cena de Nochebuena con mi familia, sin celebración de Nochevieja con los chavales de Pedreña, que, como era costumbre salían a hacer gamberradas, como la que casi cambió mi vida, pero también a visitar casa por casa ofreciéndose a cantar o rezar a cambio de una propina, que luego se gastan en una comida. Bueno, yo pensaba en todo esto y en lugar de concentrarme en jugar lo mejor posible, no dejaba de darle vueltas a lo solo que me encontraría para Navidad, en Estados Unidos, lejos de Pedreña, de mi familia, de mis amigos. Así fue cómo en los nueve segundos hoyos tiré prácticamente la tarjeta. Cuando acabé la vuelta, varios jugadores vinieron a consolarme, pero yo no estaba triste en absoluto, sino aliviado. Lo hice a propósito. Liberado ya de la obligación de quedarme en Estados Unidos, antes de las fiestas viajé a Japón para jugar el Dunlop Phoenix, donde quedé decimoséptimo a pesar de hacer 75 golpes en la última vuelta.

Para fin de año volví a Pedreña y pasé la Navidad con los míos, no sin ganarme una buena bronca de mi hermano Manolo, por lo que había hecho en Estados Unidos. No me siento orgulloso al decir que abandoné la empresa en el campo, aunque creo que hice lo que hubiera hecho cualquier chaval en un entorno extraño para él. Ese año, al igual que la perdiz, yo había volado rápido y corto. Sin embargo, me sentía como un ave mayor, como un albatros, que se preparaba para volar a gran altura.