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La miel del Paraíso
ara disfrutar de la miel del Paraíso, tienes que estar física y mentalmente preparado. Después de haber participado en tres ediciones, jugué el Masters de Augusta de 1980 con una moral muy alta y practicando un magnífico juego. Ganar el Open Británico me había puesto en una magnífica posición para afrontar los grandes torneos. Durante la semana que disputé la final del Masters jugué el mejor golf de mi vida de tee a green. Tenía un ritmo formidable. Manolo me felicitaba cada día.
—Muy bien Seve, qué bien has jugado; mañana trata de conservar la ventaja.
—No, no, mañana salgo a dejarlos fuera de combate —le respondí convencido de mi superioridad.
Y así fue. Me presenté al tee del hoyo 1 del último recorrido con siete golpes de ventaja. La secuencia con la que empecé fue birdie, par, birdie, par, birdie, jugando con Jack Newton. Al salir del hoyo 10 ya había acumulado diez golpes de ventaja y, creyendo que ya tenía ganado el torneo, me relajé demasiado. Creo que fue este error de percepción lo que influyó negativamente en la calidad de mi juego durante los segundos nueve hoyos. Sentía como si de pronto hubiese perdido la motivación y empecé a jugar sin concentración alguna.
Me hubiese bastado con dos bajo par en ese tramo para batir el récord del campo, que entonces lo compartían Jack Nicklaus y Raymond Floyd con 271 golpes, pero la verdad es que no lo sabía. Quizás, si alguien me lo hubiera comentado al salir del hoyo 10, me hubiese servido para mantener la tensión del juego y ganar sin sufrir. Claro que no siempre sucede así. Se cuenta, por ejemplo, que Arnold Palmer perdió el US Open Western de 1966, frente a Billy Casper, porque en los últimos nueve hoyos, en lugar de concentrarse en ganar, se obsesionó con la idea de superar la marca del torneo que tenía Ben Hogan. Esta "distracción" hizo que en lugar de hacer los birdies que necesitaba le salieran bogeys y así tirara la ventaja de siete golpes que llevaba. El resultado fue que Casper le alcanzó y ganó en desempate. A pesar de esto, sigo pensando que hubiera jugado mejor los últimos nueve hoyos de haber tenido la motivación extra del récord.
Cuando se encaran los últimos nueve hoyos con diez golpes de ventaja es muy difícil que un joven no crea que acabar el recorrido sea un mero trámite para que te coloquen la chaqueta verde. Por creer esto, ya en el hoyo 10 cometí un error muy tonto al hacer tres pats desde algo más de siete metros para acabar con bogey. En el hoyo siguiente hice par, pero en el hoyo 12 hice otro doble bogey, porque pegué un hierro 6 que se fue al agua a causa de la brisa que entró justo cuando golpeaba la bola. Newton, que en el hoyo 11 había hecho birdie, hizo otro también en éste, de modo que redujo mi ventaja a cinco golpes. Las cosas no mejoraron en el hoyo 13, donde di un segundo golpe pesado enviando la bola al arroyo que hay delante del green para acabar haciendo bogey, mientras que Jack conseguía el birdie. De golpe y porrazo me vi con sólo tres golpes de ventaja.
Era asombroso, porque de estar con diez golpes delante y sin más preocupación que mantener el juego durante nueve hoyos de trámite, había entrado en una zona crítica en la que corría el riesgo de perder el torneo. Lo peor que le puede pasar a uno en momentos como éstos es que te entre el pánico. Por fortuna, eso no me ocurrió. "Chaval, despierta", me dije. Cambié mi actitud y el hoyo 14 ya fue otra cosa. Todo volvía a funcionar como al principio. Si bien empecé tirando el drive a los árboles de la izquierda, el segundo golpe lo di perfecto poniendo la bola a cuatro metros y medio de la bandera. Hice par y eso fue suficiente para que me serenara y también para que algunos cerraran la boca. Lo digo porque recuerdo que, mientras caminaba para dar ese segundo golpe, oí que alguien desde la tribuna gritaba "¡ánimo Jack!". Como reconocí en el animador de Jack a uno que se decía amigo mío, sentí que algo se me sublevaba dentro. "¿Qué está diciendo éste?" Y le respondí con ese magnífico segundo golpe. Fue un paso muy importante, porque acabé cortando la racha de mal juego y manteniendo la ventaja de tres golpes.
En el hoyo 15, Jack dio primero su segundo golpe a green, pero delante de nosotros iba Gibby Gilbert, quien en el hoyo 16 hizo su cuarto birdie consecutivo para ponerse diez bajo par. Gilbert estaba sólo a dos golpes detrás de mí. Comprendí que no sólo ya no tenía margen para más errores, sino también que necesitaba un buen golpe para recuperarme. Lo hice. Pegué con el alma un segundo golpe formidable con el hierro 4 para dejar la bola a unos seis metros del hoyo, lo que equivalía a un birdie seguro con dos pats. Tampoco fallé esta vez y aumenté la ventaja sobre Jack a cuatro golpes. Entonces recordé las palabras que Jack Newton me dijo en el hoyo 5: "Tranquilo, señor, tranquilo."
Sentí de nuevo en el fondo de mi corazón que ya lo tenía. El Masters no se me podía escapar. En los tres últimos hoyos hice pares, pero Gilbert hizo un bogey en el último y acabé el torneo con cuatro golpes de ventaja. Jack Newton declaró después a la prensa: "Ya es hora de tratar a Seve como a una estrella, porque es un gran campeón."
Esta victoria me convirtió, junto al sudafricano Gary Player, en el segundo jugador no americano que ganaba el Masters de Augusta. Quizás por ello, al año siguiente, el club cambió la clásica hierba Bermuda que empleaban casi todos los campos de golf del sur de Estados Unidos, por la hierba bent grass.
Me sentía muy feliz pensando en la repercusión que tendría en España el triunfo de un español en uno de los torneos más importantes del mundo. Sin embargo, una noticia deportiva tan importante como ésta no se conoció en España hasta el día siguiente, cuando la dieron en el telediario de las tres de la tarde.
Curiosidades aparte, lo cierto era que, con despistes y otras hierbas, dicho por la bermuda, había sido capaz de saborear las mieles del Paraíso, como podría definir el éxito en el Masters de Augusta, y sentir la inmensa alegría que produce cuando el campeón del año anterior, en este caso Fuzzy Zoeller, te coloca la chaqueta verde, como era la tradición desde 1949.
Como ya he dicho, en 1983, volví a ganar el Masters de Augusta y a saborear esas mieles del éxito en Estados Unidos. El torneo se jugó la semana de mi cumpleaños y ganarlo supuso hacerme un hermoso regalo. Esta vez quien me impuso la chaqueta verde fue Craig Stadler.
Tengo que reconocer que en esta ocasión no jugué especialmente bien o todo lo bien que hubiera deseado. Eso sí, le puse mucho coraje y corazón, eso gustó mucho a los americanos, quienes compararon mi carisma con el de Arnold Palmer. Dijeron que podía tener una gran proyección si decidía jugar el Circuito americano.
La semana en que jugamos el Masters hizo un tiempo bastante irregular. Ya el primer día llovió lo suficiente como para suspender el juego durante cerca de una hora. También el segundo día llovió, pero a pesar de todo logré situarme en cabeza. A mitad del torneo seguíamos cuarenta y nueve jugadores y al finalizar la tercera vuelta Floyd y Stadler iban los primeros. Yo les seguía a un golpe, y eso que en tres greenes había cometido tres pats; Watson, que estaba en plena forma, también estaba bien colocado.
En aquellos momentos se comentaba que Stadler estaba en condiciones de ganar por segunda vez consecutiva igualando en esto a Nicklaus, quien había ganado en 1965 y 1966. Pero aquella final anticipaba una lucha muy dura, pues éramos varios los que ya habíamos ganado el torneo y que aspirábamos a vestirnos la chaqueta verde. Al comenzar a disputarla yo me había dicho: "Seve, no estás en plenitud de juego, pero si utilizas tu corazón y la fueza mental que tienes, podrás demostrar a los americanos que tienes madera para que sigan apostando por ti."
Si bien no estaba totalmente en forma, estaba pletórico de euforia y adrenalina. Así me planté en el primer hoyo. Del mismo modo que un león se lanza sobre su presa, así me lancé yo a jugar. Era como me gustaba. Mi arranque fue explosivo. Mi tarjeta de los primeros cuatro hoyos ligaba birdie-eagle-par-birdie. Esto hizo mella en mis rivales, tanto que más tarde Tom Kite dijo: "Mientras nosotros íbamos en un Chevrolet, Seve conducía un Ferrari."
Mantuve la agresividad hasta el hoyo 9 y entonces me puse la consigna de no continuar atacando y jugar a partir de allí con serenidad a fin de no arruinar el final de recorrido.
La última vuelta la jugué con Tom Watson, quien entonces era el campeón del US Open y del Open Británico. Se suele decir que el Masters de Augusta empieza de verdad en los segundos nueve hoyos del último día. No obstante, en ningún momento me sentí acosado por el juego de Watson, quien, como muchos saben, es licenciado en Psicología por la Universidad de Stanford de California. No sólo se aplicó en su juego, sino también intentó aplicarse al mío. En el hoyo 15 los dos debíamos jugar corto de green el segundo golpe y le tocaba hacerlo a él primero. Sin embargo, me invitó con la mano a que lo hiciera yo. El tercer golpe era muy delicado porque solía haber remolinos de viento que alteraban la intensidad del golpe y también porque había que tener mucho cuidado en que el retroceso que coge la bola después de botar en green no la haga rodar hasta el agua. Me di cuenta de que quería que jugara primero para ver qué hacía mi bola. Watson quería asegurar el golpe después. Su idea seguramente era que yo saliera del hoyo dejándole a él metido de nuevo en el partido. Pero yo ya tenía suficiente experiencia como para no caer en esa artimaña.
En el último hoyo, cuando ya tenía el torneo en el bolsillo. Watson volvió a la carga. Estaba a punto de dar mi segundo golpe, cuando se acercó y me dijo:
—¡Qué bien has jugado hoy, Seve!
—Muchas gracias —me limité a responderle con amabilidad.
Después me pasé de green y di un salto de rana en el tercer golpe. Luego metí el chip para hacer el par. Algo comentó después Watson sobre esto, porque en la rueda de prensa un periodista me dijo:
—Has tenido suerte metiéndola con el chip para par, porque si la bola no hubiera tocado bandera y entrado, habría rodado hacia abajo; habría cogido la cuesta e ido a parar al principio del green.
—Es cierto —le contesté— era una posibilidad y si desde allí hubiera hecho cinco pats hubiera perdido el Masters.
Fue una victoria que, además de vestir de azul, mi color mágico, el caddie fue Nick de Paul, con quien se rompió la costumbre obligatoria de utilizar caddies negros, lo cual me alegró muchísimo. César y Lola de Campuzano, Adolfo Morales, Manuel Martínez y mi padre fueron de los pocos españoles que presenciaron mi segundo Masters de Augusta.
La relación con un torneo tan importante como éste no acaba con el juego, porque de un modo u otro está ligado a la vida del campeón. En mi caso, el posterior Masters de 1986 tiene un recuerdo especialmente dramático.