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Las promesas del futuro

Al iniciarse la década de los noventa los problemas con los responsables del Circuito europeo, mi nueva situación familiar y los dolores de espalda conformaron un cuadro de síntomas negativos que me situaron en el otoño de mi carrera profesional. Al mismo tiempo que ya no podía seguir dominando el Circuito europeo, empezaba a sentir la presión de las nuevas generaciones y la aceleración de los cambios que se producían en el golf.

Como ya dije, en 1994 gané dos torneos —el Benson & Hedges International y el Germán Masters—, con rachas de buen juego. Pero la cuestión era que las semanas malas eran cada vez más frecuentes y eso no me había ocurrido nunca hasta ese momento. En la temporada de 1995 se dieron mis últimas victorias, a las cuales ahora veo como el canto del cisne.

Aparte del "milagro de Oak Hill" en la Ryder Cup, ese año disfruté de dos victorias. La que logré en pareja con José María Olazábal en el Tournoi Perrier de París, en St. Cloud, y la del Abierto de España, jugado en el Club de Campo de Madrid, donde me impuse por dos golpes a José Rivero y Nacho Garrido.

El Perder era un torneo por equipos, en el cual Chema y yo, confirmando lo que desde la batalla de Kiawah Island muchos reconocían como la mejor pareja del mundo, entregamos una tarjeta con un resultado de 24 bajo par que nos dio la victoria por tres golpes.

El Abierto de España lo jugué al mes siguiente, en mayo, y sinceramente no sé aún cómo lo gané. Es cierto que llegué a la última vuelta con un golpe de ventaja sobre los demás, pero me sentía tan incómodo y tan falto de ritmo que arranqué con tres bogeys seguidos. Incomprensiblemente las bolas se me iban hacia donde querían. Por suerte para mí, nadie se me escapó y en el hoyo 14 hice un birdie que me permitió empatar la cabeza. Como si esto me diera alas, en el hoyo siguiente pegué un sandwedge dejando la bola a metro y medio de la bandera para otro birdie. Prácticamente repetí la misma jugada en el hoyo 18 y con ella me adjudiqué el Abierto. Era la primera vez que lo ganaba en los últimos diez años y la tercera en toda mi carrera.

Lo que percibí entonces y que se ha confirmado con el paso de los años es que en el golf había comenzado un proceso de renovación generacional y también tecnológica que repercutiría sensiblemente en los más veteranos. Nick Faldo, Sandy Lyle y yo habíamos empezado a no ganar torneos, algo que realza aún más las figuras de Bernhard Langer, que sigue jugando muy bien, y de Ian Woosnam, que en 2001 logró una fantástica victoria en el Mundial Match Play.

Ya sé que los escépticos consideraban por esas fechas que mi carrera estaba acabada como ganador de torneos. Incluso los críticos más severos dudaban de que volviera a pasar el corte. Sin embargo, hasta 2005 yo me creía no sólo capaz de esto, sino también de volver a ganar un grande —el Open Británico o el Masters de Augusta—, si conseguía superar mis problemas físicos y recuperar mi juego. De todos modos, a pesar de mi entusiasmo, reconozco que mi mejor época como jugador profesional tenía más historia que futuro y también que me podía sentir orgulloso de esos días de gloria.

El relevo generacional para mí empezó a producirse con la llegada a los campos de José María Olazábal y Colin Montgomerie. Ellos son los dos representantes de su generación que han alcanzado un nivel de juego sobresaliente. Entre los más jóvenes, no tengo dudas de que Sergio García es uno de ellos y, detrás de él, probablemente también lo hagan Paul Casey y Luke Donald, entre otros jóvenes muy prometedores, como algunos suecos.

Creo que el Circuito europeo, ahora bajo la dirección de George O'Grady, tiene que hacer todo lo posible para asegurarse de que estos chicos jueguen más en Europa y se comprometan con ella. Si juegan más en Estados Unidos, como han venido haciendo José María Olazábal, Miguel Angel Jiménez, Jesper Parnevik y Sergio García, el Circuito europeo se verá muy perjudicado.

En cierto sentido, uno de los problemas que se vive en la primera década del siglo XXI, es que toda la atención del golf se ha centrado en la figura de Tiger Woods. Sin duda es un jugador extraordinario y lo que hace ha contribuido a difundir más el golf por todo el mundo. El peligro para Europa radica en que estas virtudes actúan como un imán para los demás, ya que Tiger al jugar, como es lógico, en el Circuito americano atrae hacia él a los mejores jugadores del mundo que, como es natural, intentan tumbarle.

Desde un punto de vista europeo, sería muy importante que los mejores golfistas jugaran más en el Circuito europeo. Sin embargo, no se les puede reprochar que lo hagan en Estados Unidos si así aseguran sus carreras. Cuando yo opté por respaldar el Circuito europeo lo hice conciente de que era una apuesta personal a favor del golf en Europa. Nadie puede dudar de que no ir a jugar al Circuito americano supuso que renunciara a importantes ganancias. De haberlo hecho, quizás hubiera logrado menos ingresos por fijos de salida, pero lo hubiese compensado con creces con importantes contratos. Ahí está el ejemplo de Greg Norman, quien no sería lo que es ahora de no haberse ido a residir a Estados Unidos.

Es cierto que el dinero no lo es todo, y puedo decirlo por experiencia, pues antes de que irrumpieran Langer, Lyle y Faldo, yo había optado por quedarme y jugar en Europa. Pero también es cierto que hasta que ellos llegaron sentía como si todo el peso de la responsabilidad que suponía potenciar el Circuito europeo cargara sobre mis espaldas. Y no se trata de que nadie tenga que sentirse así, sino de que se creen las condiciones propicias para que el Circuito europeo sea potente. En este sentido, la nueva dirección haría bien en huir de cierta idea de autocomplacencia y apoyar decididamente la carrera de las estrellas en ciernes. Esto es lo que piensa y hace Tim Finchem, el director del Circuito americano, cuya hegemonía mundial en el futuro será indiscutible si el Circuito europeo no reacciona. De hacerlo y apoyar a las jóvenes promesas, también aquí podrá salir un nuevo Tiger Woods o acaso un Arnold Palmer.