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Laforza del destino

Muchas veces cuando pienso en el Masters del 86 no puedo evitar que se me caigan las lágrimas en silencio. Con el tiempo he aceptado el hecho, pero me sigue doliendo no haber podido brindar ese triunfo a mi padre, que bien se merecía un homenaje así. Por eso hay una gran verdad cuando se dice que lo malo de saber perder es haber perdido. Quizás fue el destino, el mismo destino cuya fuerza se puso de manifiesto en el último hoyo del Trofeo de la USPGA del año 2000 dándole el tercer titulo grande consecutivo a Tiger Woods.

Lo que sucedió en ese hoyo 18 fue increíble. Woods tenía que meter un pat de tres metros para empatar con Bob May y lo metió. Cuando se tira un pat de tres metros, uno puede ver la caída perfectamente, tocar la bola de maravilla, darle la fuerza precisa y hacerlo todo genialmente, pero una simple brizna de hierba puede desviar la bola. Y se acabó. Otras veces, uno puede tirar mal y por esa misma brizna o una racha de viento, la bola entra. En eso consiste la forza del destino. La bola que Tiger Woods metió en aquel último hoyo, cuando más necesidad tenía de hacerlo, eso no puede ser otra cosa que obra del destino. Como ya he dicho, es uno quien se labra su suerte, pero no puedo negar que en ciertas ocasiones suceden cosas que me hacen sospechar que nuestro guión ya está escrito.

La pérdida del Masters de Augusta del 86 fue para mí tan increíble como lo fue la victoria para Jack Nicklaus, quien a sus 46 años se convirtió en el ganador de más edad. Muchas veces tengo la impresión de que, a mi pesar, la derrota que sufrí en ese torneo ayudó a escribir un capítulo muy especial en la historia del golf. Aparte de los inconvenientes y las causas directas que ya he apuntado, también pagué la factura de mi falta de entrenamiento. El mismo Nicklaus dijo que el golpe que di en el hoyo 15 fue el típico golpe del jugador a quien le falta competición. Pero aún así, no tengo disculpas, pues si pudiera repetirlo hubiese utilizado el hierro 5.

Al año siguiente también estuve a punto de ganar, pero perdí en el desempate. Cuando uno sufre la serie de reveses como los que yo padecí en Augusta en esos años, algo muy dentro de ti queda herido. Tom Watson, después de que yo le venciera en St. Andrew en 1984, nunca más volvió a ganar uno de los grandes, y eso que fui yo quien le ganó y no él quien lo perdió, como me sucedió en Augusta en el 86.

Pero no soy el único a quien le ha tocado padecer situaciones como ésta, y ahí están también para testimoniarlo los casos de Doug Sanders, que falló un pat cortísimo en el hoyo 18 de St. Andrews y le costó el Open Británico en 1970; de Tony Jacklin, que sucumbió en el Open Británico jugado en Muirfield en 1972, cuando Lee Treviño metió una serie fantástica de chips y le arrebató el título que él creía en sus manos, y de Ed Sneed, quien perdió el Masters de 1979 por los bogeys que hizo en los tres últimos hoyos.

Es muy difícil superar una gran decepción, pero puedes conseguirlo. El tenista Goran Ivanisevic lo consiguió ganando Wimbledon en 2001, después de haber perdido tres veces la final. Yo lo conseguí en Lytham en 1988 cuando gané el Open Británico. Por eso comprendí las lágrimas de Ivanisevic. Estas victorias son realmente importantes porque te devuelven al camino y a la meta que te has fijado.

Puedes lamentarte, como Doug Sanders, que siempre dice que no pasa ni un día que no recuerde el pat que falló, pero no vale la pena lamentarse, porque, si te detienes a pensar, todos tenemos oportunidades fallidas, y lo que debes hacer es concentrarte en no volver a fallar y en no dejarte vencer por la angustia de los tropiezos. Si bien yo hablo especialmente del Masters del 86 es por la forma en que lo perdí y, sobre todo, porque era una promesa y un homenaje a mi padre. En realidad, si consideramos que esa vez estuve a punto de ganar, también debemos considerar que igualmente lo estuve en 1982, cuando acabé a un golpe del desempate que jugaron Craig Stadler y Dan Pohl; en 1985, cuando ganó Bernhard Langer; en 1987, cuando lo perdí en el desempate con Larry Mize y Greg Norman. En esta ocasión también fue decepcionante, pues lo que hace especial una derrota o un triunfo es la carga emocional que uno lleve y el modo como se produzca una u otro.

Este desempate del 87 fue, como dije, decepcionante, pero no me afectó más que cualquier otra derrota. Es cierto que en esa ocasión los favoritos éramos Greg y yo, pero cuando juegas un hoyo has de pensar que siempre puede pasar cualquier cosa, porque el golf no es un juego matemático. Recuerdo que aquella vez acudí al tee del 10, el primer hoyo de desempate, con gran moral y salí muy bien, al igual que Greg y Mize, que tiró el drive más largo de los tres. Mi segundo golpe con un hierro 5 también fue muy bueno, algo a la derecha de la bandera, que estaba un poco larga. Lamentablemente, la bola se fue al fondo del green que estaba seco y duro, a unos nueve metros del hoyo. Norman la dejó a más de cuatro metros y Mize a tres, que era una buena distancia. Mi pat, si bien no era muy largo, era muy rápido. No estoy de acuerdo con quienes dicen que fue una osadía por mi parte pretender meter ese pat, porque no tiré a meter, sino a aproximarme lo más posible, porque supuse que tampoco Mize, que era la primera vez que se acercaba a un grande, ni Norman, que deseaba el Masters desesperadamente, la meterían, tal como ocurrió.

El problema no estuvo en que mi primer pat se quedara aproximadamente a un metro del hoyo, sino que fallara el siguiente. Generalmente, cuando uno falla un pat corto tiene la sensación de que ha metido la mano o ha despachado la bola hacia fuera. Pero en el vídeo del torneo se ve perfectamente que me quedo atónito al ver que la bola no entra. Las imágenes también revelan que no hago nada raro con las manos o con la cara del palo. El golpe lo fallé porque no apunté bien. Había que apuntar al centro, porque era un pat recto, pero lo hice a la izquierda. La causa de este error fue que las sombras y claros que proyectan los hermosos árboles que rodean el green al atardecer no me dejaron ver bien la línea y precisar la rodadura. Y ahí acabó el Masters para mí. Finalmente, en el hoyo de desempate el destino jugó a favor de Larry Mize, quien se hizo sorprendentemente con el torneo. Ganó con un golpe impresionante, de esos en que la bola entra una de cada mil veces.

Es evidente que me llevé una gran decepción, pues mientras subíamos con mi hermano Vicente la calle del hoyo 10 íbamos sin hablarnos, destrozados, llorando de rabia. Cómo podía haber fallado ese pat, después de haber entrenado ese golpe diciéndome: "Tengo que ganar, por lo que sucedió el año pasado". Pero, analizando fríamente mi juego, veo que si bien en la última vuelta había hecho tres pats desde cuatro y seis metros, en toda la semana no había conseguido meter ninguno desde más de dos metros y medio. Además, aunque había cometido sólo ocho bogeys en las cuatro vueltas, cosa poco frecuente en Augusta, los once birdies que logré no fueron suficientes. Es aquí donde se me escapó verdaderamente el torneo.

Como podemos ver, la forza del destino, para evocar la famosa ópera de Verdi, a veces se manifiesta en forma de cosas o hechos inexplicables, que llamamos milagros si te ayudan, e infortunios si te hunden, y en otras se presenta como fenómenos atmosféricos, pequeños accidentes o comportamientos personales.