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El susto de Nochevieja
Siendo caddie conocí a un viejo jugador inglés al que me gustaba asistir cuando, durante sus frecuentes giras por los campos españoles, visitaba el Real Club de Golf de Pedreña, al que guardaba un especial cariño. Míster Michael era un aristócrata —bueno, yo tenía por aristócratas a todos los ingleses— que vivía en Andalucía. Era un hombre callado, elegante, que fumaba una pipa de raíz de cerezo que, como no humeaba nunca, creo que ni siquiera la encendía. Era muy amable con los caddies. Muchas veces, cuando consideraba las posibilidades de algún golpe, solía pedirme consejo aun a sabiendas de que por edad y falta de experiencia yo no estaba capacitado para dárselo. En ciertas ocasiones, por decir algo, yo le soltaba alguna cosa que tenía que ver más con la imaginación que con la realidad. Al escucharme, el hombre sonreía bonachonamente y me explicaba por qué lo que yo le había dicho no era factible. Con el tiempo me di cuenta de que aquella era su manera de enseñarme. Un día me dijo algo insólito, que se me quedó grabado para siempre: "El día que juegues con sereno placer, sin prisas; que sientas que el resultado de lo que haces es la continuidad de lo que has pensado, te encontrarás con el éxito."
Para míster Michael el mejor jugador del mundo era aquel que era capaz de jugar sereno y disfrutar alegremente del juego. Creo que él se consideraba dentro de esta categoría, aunque no estuviera capacitado para ganar un torneo competitivo. Un día, el viejo jugador inglés me pidió que jugara con él como si yo no fuera caddie, sino su invitado. Lo hice bastante bien y fue un día muy feliz para mí. "Con constancia llegarás a ser el mejor jugador del mundo", me dijo míster Michael al tiempo que me regalaba su pat.
Esa fue la última vez que vi a aquel hombre encantador y en cierto modo extraño, que se cruzó en mi vida como un fugaz maestro.
Otro jugador que se comportaba como una persona amable con los caddies era el doctor Santiago Ortiz de la Torre, médico pediatra. A este socio nunca le robé ni una bola y, a pesar de ser el que peor pagaba, me gustaba hacerle de caddie. Cuando yo le acompañaba los fines de semana llevándole su pequeña bolsa, me permitía que yo jugara con él y sus amigos. En más de una ocasión, el director del club le reconvino por esto, pero como era un hombre de gran personalidad, le respondía: "Este chavalín me cae muy bien y juego con él porque soy socio y porque, además, juego con quien me da la gana."
La verdad es que el doctor pagaba muy mal a los caddies, por debajo de la tarifa establecida, pero a mí no me importaba, porque saliendo con él podía jugar con sus palos en el campo. Era la única manera que yo tenía de hacerlo, pues la estructura elitista del club me lo impedía. Al doctor Ortiz de la Torre le estoy muy agradecido por esto y también porque de tanto en tanto me regalaba entradas para ver al Racing de Santander y porque se preocupaba sinceramente por mi salud y la de mi familia. Cuando me veía aflojar un poco, me hacía tomar unos complejos vitamínicos, que me iban muy bien para reconstituir fuerzas.
Cuando ya había empezado a jugar como profesional, como el doctor Ortiz de la Torre siempre jugaba con bolas viejas, le regalé varias nuevas. Al llegar al hoyo 8, que es estrecho, allí perdió dos y las otras en el hoyo siguiente. Dándome cuenta de lo que le había pasado, le dije:
—Tire, don Santiago.
—Pues, como no me corte un huevo, no sé con qué voy a tirar —me respondió.
Mucho antes de que míster Michael me regalara su putter, Manolo, como ya dije, me había obsequiado un hierro 3, seguramente descartado por algún jugador al que él había hecho de caddie. El 3 es un palo largo muy difícil de controlar y más para un niño, pero eso a mí no me importaba. Los necesitados no eligen. Así que, aunque fuese un palo difícil, lo usé para entrenarme y para aprender a jugar diferentes golpes, del bunker, con la bola mal colocada, en fin... Pienso que al haber tenido un solo palo para practicar y que éste fuese un hierro 3 contribuyó a que yo aprendiera mucho más en menos tiempo. A las bolas altas y bajas, cortas y largas, en la calle y desde lo más profundo del rough debía golpearlas con él. Si hubiera aprendido a jugar al golf con un juego completo de palos y hasta con medio juego, cada palo me hubiera garantizado una distancia y un vuelo de bola diferentes. Pero el hierro 3 me aportó una enormidad de ventajas, pues gracias a él desarrollé la habilidad de improvisar y de imaginarme los golpes más característicos que han determinado mi carrera como jugador profesional.
También recuerdo con especial cariño mis primeros zapatos de clavos, que fueron un regalo de Casimiro Gómez, el encargado del vestuario masculino. Como estos zapatos, que un socio había dejado de usar, eran de piel, me los llevé a casa y lo primero que hice fue untarles con grasa de caballo para que me duraran más.
Las bolas eran igualmente un problema para mí y para todos los caddies. Como pueden imaginarse, al principio tampoco tenía bolas para jugar, razón por la cual lo hacía en el prado con piedras. Sí, buscaba pequeñas piedras y las golpeaba como si fuesen bolas. Más tarde, cuando mis hermanos empezaron a regalarme bolas, comencé a entrenar en la playa el golpe largo, los approachs y los pats, y lo hice hasta los trece años. Por entonces, la playa de Pedreña llegaba hasta donde hoy está el campo de prácticas y el mar casi tocaba la casa club. La carretera que ahora existe entre el recinto del club y el mar se construyó al igual que el campo de prácticas sobre terrenos ganados al mismo.
Cuando me colaba en el campo solía jugar con mi hermano Vicente y con dos amigos, Emilio Cayarga, cuyo abuelo había sido el primer profesor de Pedreña, y con Tasio, quien me daba bolas a cambio de que yo le dejara mi hierro. Ellos venían a casa, porque desde ella se veía el campo y cuando el master caddie, Diego Portilla, al que llamábamos Chin, y el guarda, Quintas, pasaban por la puerta sabíamos que era el momento. "Venga, venga, vamos ahora al campo, que ya han pasado Chin y Quintas."
A primeros de septiembre, con la marea baja, la arena de la playa, donde jugábamos al golf y también al fútbol, era muy lisa y bastante rápida. Se parece mucho al green. Sin embargo, a medida que te alejas de la rompiente del agua se vuelve más gruesa y seca y se parece bastante a la del bunker. Esta práctica me sirvió de mucho, pero no era suficiente, así que como no podía jugar de día en el campo, empecé a colarme al amanecer y al anochecer y, sobre todo, en las noches de luna llena.
Caminar por el campo de golf por la noche es una experiencia muy especial, porque se pierden las referencias de las distancias. El paisaje se vuelve un espacio gris apenas alterado por la masa oscura de los árboles y me resultaba muy difícil seguir el vuelo de la bola, porque con mi hierro 3 pronto alcancé 150 metros de distancia. Sabía a dónde iba por el tacto del golpe en las manos y por el sonido que la bola hacía al caer. Quiero decir que, si no oía el rebote de la bola en alguno de los árboles que bordean las calles de casi todos los hoyos de Pedreña, sabía que había golpeado bien. Practicando de noche aprendí a sentir el césped bajo mis pies, a medir intuitivamente las distancias y a ajustar la intensidad de los golpes que yo deseaba realizar.
Llegó un momento en que los guardas de seguridad descubrieron por dónde me colaba al campo y me denunciaron a la Junta Directiva. Pero yo no hice caso y seguí con mis incursiones nocturnas. Varias veces fui sancionado y hasta me amenazaron con expulsarme definitivamente del club. La verdad es que no sé por qué no lo hicieron. Creo que la primera vez que jugué en el campo sin colarme a escondidas fue cuando participé en el campeonato de caddies. Tenía nueve años y, curiosamente, nunca gané el de la tercera categoría; en cambio, sí el de segunda en mi única participación, y cuatro veces el de primera hasta que pasé a profesional.
Mi primera participación fue un desastre, porque hice 51 golpes en 9 hoyos, con 10 de ellos en el primero, que era un par 3: ¡un verdadero récord! En la siguiente participación ya mejoré bastante, pues acabé segundo con 42 golpes en 9 hoyos desde el tee de mujeres. Así pasé a segunda categoría. En ésta, con doce años, gané con 79 golpes, lo cual me abrió inmediatamente las puertas de la categoría superior. El primer año fui sexto, pero al siguiente gané con 70 golpes la primera vuelta y con 65 la segunda. A la gente le asombró muchísimo porque un 65 era increíble, pues hay que jugar muy bien para hacer desde los tees de profesionales 65 y 70 golpes en el club de Pedreña. Fue sensacional, porque hasta hoy sigue siendo el récord de caddies. Ese año, a los trece, también fue la primera vez que gané en 18 hoyos a mi hermano Manolo, que es ocho años mayor que yo y ya jugaba torneos internacionales.
Pero el premio más importante para mí fue que me permitieran jugar en el campo por haber ganado la primera categoría de caddies. Yo aproveché para tirar cientos de bolas desde el amanecer hasta que no veían ni los gatos. Allí estaba todo el santo día. No me costaba ningún esfuerzo, me divertía, porque hacía lo que me gustaba y porque quería ser campeón. Mientras mis amigos se iban a las discotecas y salían con sus chávalas, yo jugaba al golf o descansaba en casa. Esto era natural para mí, porque el golf era mi vida.
Este mismo año acompañé a Manolo a Málaga para hacerle de caddie. Era mi primera salida de Santander. Mi hermano participaba entonces en el Campeonato de España Sub-25, y estaba jugando tan mal que en un momento dado planté la bolsa en el suelo y le dije: "¡Manolo, yo sabría hacerlo mejor que tú!"
Y Manolo, como mayor que era, manejó muy bien su silencio. No dijo nada.
En 1972, repetí triunfo en el campeonato de caddies con 16 golpes de ventaja respecto del segundo clasificado. Ese mismo año, el propietario de La Manga organizó en octubre un pro-am muy importante para celebrar su inauguración. Para jugarlo como amateurs vinieron Sean Connery; estrellas del deporte, entre ellas Manolo Santana, campeón de Wimbledon, y personajes como Mark McCormack, el fundador de IMG (International Management Group), cuyo equipo ganó finalmente el torneo. Como en La Manga no había personal especializado ni caddies, tuvieron que recurrir a clubes como Puerta de Hierro de Madrid, El Prat de Barcelona y Pedreña. A mí me seleccionaron como caddie y viajé en autobús a La Manga. Aquí vi por primera vez a Gary Player, cuya personalidad como jugador me impresionó muchísimo.
Lo primero que me llamó la atención de Gary fue lo mucho que se fijaba y el empeño que ponía en todo. Le llamábamos Manitas de Plata, porque tenía un toque mágico y un ritmo impresionante. ¡Cómo sacaba de bunker! ¡Con razón ha sido la admiración del mundo! Enseguida, Player se convirtió en mi héroe, porque, sencillamente, él era el primer gran jugador de golf que conocía. Sabía de otros, como Jack Nicklaus y Arnold Palmer, pero a éstos no llegué a conocerlos hasta 1975, en el Open Británico que se jugó en Carnoustie y donde, a pesar de no haber pasado el corte, ambos se fijaron en mí. Pero antes de que esto sucediera, tras ganar por tercera vez el campeonato de caddies, me dispuse a dar el salto a profesional en enero de 1974. Sin embargo, ocurrió algo que a punto estuvo de torcer definitivamente mi carrera.
Entre las pocas diversiones del pueblo de Pedreña están las fiestas de San Pedro, en junio, cuando, después de hartarte de comer almejas durante el día, sales por la noche a divertirte a las verbenas, y las de fin de año. Es tradición entre los chavales de Pedreña salir por Nochevieja y despedirla haciendo trastadas, como coger el carro de un vecino y llevarlo a la casa de otro, abrir las cuadras y soltar las vacas. La trastada del 31 de diciembre de 1973 no la olvidaré nunca. Esa noche, un grupo de chavales del pueblo nos adentramos en el campo de golf, donde se estaban haciendo unas obras de drenaje, íbamos cantando y contándonos chistes y así llegamos hasta el tee del hoyo 6, que está en uno de los puntos más altos del campo. Aquí había amontonadas unas enormes tuberías, y a uno de nosotros no se le ocurrió mejor cosa que proponer: "¿Y si las tiramos calle abajo?''
Sin esperar respuesta, las empujó y unas veinte tuberías comenzaron a rodar por la calle del 6 como casi doscientos metros. De los cinco o seis chavales que íbamos, el único que era caddie era yo, y por eso ni se me ocurrió secundarlos. El caso es que días más tarde, uno de la pandilla se chivó al guarda y el gerente acabó sabiendo quiénes habían estado allí. La directiva decidió entonces echarnos del campo un mes a todos los responsables de la gamberrada, pero al único que afectaba esta medida era a mí, porque los otros no jugaban al golf.
Ésta es la causa por la que ese mes no pude hacerme profesional en enero, sino tres meses más tarde. Pero durante ese período, mi porvenir como jugador de golf corrió peligro. Mi madre, siempre preocupada por nuestro futuro y queriendo lo mejor para mí, no veía con buenos ojos que yo estuviese sin hacer nada, así que insistía a cada momento en que estudiara o buscara trabajo. La cosa se complicó cuando vino a casa mi primo Severiano, que trabajaba en unos astilleros, hoy desaparecidos, y dijo que allí podía tener trabajo. Mi madre consideró la posibilidad de que me fuera a trabajar allí. Ella, en el fondo, no creía que yo pudiera ganarme la vida jugando al golf. Durante la cena no se habló de otra cosa. Mi madre me decía:
—Por una niñería te castigan; ¿y ahora?, ¿qué futuro vas a tener tú en el golf?
—Por ahora vamos a esperar; dejad que el niño juegue al golf. Es joven y pronto para enviarle al astillero —dijo mi padre con prudencia y cortando la discusión—. Mientras tanto que siga entrenando donde pueda y ya veremos qué pasa. Para trabajar todavía tiene tiempo.
A pesar de lo que pensaba mi madre, en esa reunión familiar se impuso el parecer de mi padre y salió la decisión de que lo mejor para mí era esperar a que pasara el mes de sanción. Mientras tanto debía seguir entrenando, haciendo de caddie y cumplimentando los trámites para hacerme profesional.
Por su parte, mi hermano Merín se ocupó de escribir una carta de descargo al club informando a la directiva de que, en efecto, si bien yo estaba en el grupo, no había intervenido para nada en la travesura por mi condición de caddie. Mi hermano argumentaba que la sanción era injusta, pues de todo el grupo yo era el único que tenía algo que perder, con el agravante de que era precisamente el que no había causado ningún perjuicio. Entonces salió un directivo y dijo:
—¡No, no, ése también fuera!
Y sin embargo, ese directivo, cuyo nombre no diré, era muy apreciado por mi padre. Paradojas de la vida.
En estas circunstancias y con el parecer de mi madre, que opinaba que debía ir a trabajar a los astilleros, la intervención de mi padre apoyándome hasta que todo volviera a su cauce fue decisiva, pues la travesura de fin de año pudo cambiar mi vida. Cumplí el mes de sanción y en febrero volvía a practicar mientras hacía el papeleo para examinarme y poder convertirme en jugador profesional de golf, lo que se hizo realidad el 22 de marzo de 1974.