CÓMO EMPIEZA TODO

CÓMO EMPIEZA TODO

Vamos, vamos, vamos…

Pam alza la vista y la dirige a la señal luminosa del cinturón de seguridad; tiene muchas ganas de que se apague. No va a poder aguantarse mucho más tiempo; casi oye cómo le regaña la voz de Jim por no haber ido al baño antes de subir al avión: «Sabes que no andas demasiado bien de la vejiga, Pam, ¿se puede saber en qué estabas pensando?».

Lo cierto es que no se ha atrevido a entrar en uno de los cuartos de baño del aeropuerto. ¿Y si acababa delante de uno de esos inodoros futuristas sobre los que había leído en la guía de viajes y no sabía muy bien cómo tirar de la cadena? ¿Y si se quedaba encerrada sin querer en un cubículo y perdía el avión? ¡Y pensar que Joanie le había propuesto que se dedicara durante unos días a explorar la ciudad, antes de coger el vuelo de conexión a Osaka! La mera idea de tener que transitar sola por las desconocidas calles de Tokio hace que le suden aún más las húmedas palmas de las manos; el aeropuerto ya la había desorientado bastante. Agitada y con el pelo grasiento después del vuelo desde Fort Worth, Pam había tenido la impresión de ser una giganta muy torpe mientras atravesaba penosamente la terminal 2 para llegar al vuelo de conexión. A su alrededor, todo el mundo parecía rebosar eficiencia y confianza; una multitud de cuerpos macizos pasaba a su lado, meciendo los maletines y con los ojos ocultos tras gafas de sol. Pam había sido consciente de todos los kilos de más que transportaba al subir a duras penas al autobús de enlace, y se había sonrojado cada vez que alguien le clavaba la mirada.

Por suerte, había otros muchos estadounidenses en el vuelo a Tokio (el chico simpático del asiento de al lado le enseñó con paciencia cómo funcionaba el sistema de vídeo), pero en este segundo avión percibe la incómoda realidad de que es la única…, ¿cómo era la palabra, esa que siempre utilizan en las series de policías que le gustan a Jim? Ah, sí: caucásica. Y los asientos son mucho más pequeños; está apretujada como si fuera un jamón en lata. Aun así, por lo menos hay un espacio libre entre ella y el tipo con aspecto de ejecutivo que ocupa el asiento del pasillo; no tendrá que andar preocupada por si le da un codazo sin querer. Aunque tendrá que molestarlo cuando salga como buenamente pueda para ir al baño, ¿verdad? Ay, Dios mío, parece que se está quedando dormido, lo cual significa que se verá obligada a despertarlo.

El avión sigue ascendiendo, pero la señal luminosa no ha dejado de brillar. Pam contempla la oscuridad desde una ventanilla, ve la luz intermitente y roja del ala que surge de entre una nube, agarra los reposabrazos y nota cómo las entrañas del avión resuenan en su interior.

Jim tenía razón. Ni siquiera ha llegado a su destino y todo el proyecto ya la ha superado. Él la había avisado de que no estaba hecha para los viajes largos, había intentado convencerla de que aquello no era buena idea: «Joanie puede venir siempre que quiera, Pam; ¿por qué molestarse en hacer un viaje al otro lado del mundo para verla? Además, ¿a qué viene eso de darles clase a niños asiáticos? ¿Los chavales estadounidenses no le bastan? Y otra cosa: a ti ni siquiera te gusta la comida china, ¿se puede saber cómo vas a soportar comer delfín crudo o lo que sea que sirvan por ahí?». Pero ella se había mantenido en sus trece, había ido minando el rechazo de Jim, lo había sorprendido al negarse a ceder. Joanie llevaba dos años fuera y Pam necesitaba verla; la echaba muchísimo de menos y, por lo que había visto en las fotos de internet, los brillantes rascacielos de Osaka tampoco parecían tan distintos de los de cualquier ciudad estadounidense. Joanie la había avisado de que la cultura de allí podría dejarla un poco perpleja al principio, que en Japón no solo había cerezos en flor y geishas que sonreían tímidamente desde detrás de un abanico, pero Pam había supuesto que podía afrontarlo. Con sumo candor, había pensado que aquello iba a ser una especie de aventura divertida de la que después podría jactarse ante Reba durante años.

El avión se estabiliza y la señal del cinturón se apaga por fin. Se produce un estallido de movimiento cuando varios pasajeros se levantan bruscamente y empiezan a rebuscar en el compartimento superior. Mientras reza por que no se haya formado una cola para entrar en el baño, Pam se desabrocha el cinturón; se está dando ánimos para lograr que su voluminoso cuerpo quepa por delante del tipo del asiento del pasillo cuando un estruendo tremendo recorre, como un rayo, todo el avión. Piensa de inmediato en el petardeo de un coche, pero en los motores de los aviones no se dan ese tipo de explosiones, ¿verdad? Suelta un alarido: una reacción retardada que la lleva a sentirse un poco tonta. No ha sido nada; quizás un trueno. Sí, eso es. En la guía de viajes ponía que no era infrecuente que las tormentas se cruzaran con…

Otra explosión; esta más parecida a la de un disparo. Le llega un coro de chillidos agudos desde la parte delantera de la aeronave. La señal luminosa se enciende de nuevo y Pam busca el cinturón a tientas; tiene los dedos entumecidos y no recuerda cómo abrocharlo. El avión desciende; ella siente la presión de unas manos gigantescas sobre los hombros y le da la impresión de que se le va a salir el estómago por la boca. Ay, ay. No. Esto no puede estar pasando. A ella, no. Ese tipo de cosas no les suceden a las personas como ella, a la gente normal. A la buena gente. Una sacudida; un repiqueteo recorre los compartimentos superiores y después, por fortuna, parece que en el avión vuelve a reinar la calma.

Un aviso acústico, un galimatías en japonés, y acto seguido: «Por favor, no se levanten de sus asientos y sigan con el cinturón abrochado». Pam respira de nuevo; la voz transmite calma y tranquilidad. No puede haber sucedido nada serio, no tiene por qué alarmarse. Trata de atisbar algo por encima de los respaldos de los asientos para ver cómo están reaccionando los demás, pero solo distingue una serie de cabezas agachadas.

Vuelve a agarrar el reposabrazos; la vibración del avión ha aumentado, le han empezado a temblar las manos, y nota cómo un estremecimiento muy desagradable le sube por los pies. Un ojo medio oculto por un flequillo de pelo negrísimo aparece en el hueco que hay entre los dos asientos de delante; debe de ser el niño pequeño al que, según recuerda, llevaba a rastras por el pasillo una joven severa, de labios pintados, justo antes de que despegaran. Ese pequeño se había quedado mirándola de hito en hito, claramente fascinado. (Se podrán decir muchas cosas de los asiáticos, pensó, pero sus hijos no pueden ser más monos). Pam lo había saludado con una sonrisa, pero él no había respondido; entonces su madre le había gritado algo, él se había sentado de forma obediente y ella había dejado de verlo. Pam intenta sonreír, pero tiene la boca seca, los labios se le quedan pegados a los dientes y, ¡ay, Dios!, la vibración está cobrando intensidad.

Una neblina blanca se extiende por el pasillo, la rodea, y Pam comienza a dar unos golpecitos inútiles a la pantalla que tiene delante mientras busca los auriculares. Esto no está pasando. Esto no puede estar pasando ahora, no, no. De eso, nada. Si consigue que la pantalla funcione, si logra poner una película, algo tranquilizador…, como esa comedia romántica que había visto en el vuelo a Japón, esa en la que salía… un tal Ryan no sé qué. El avión vuelve a inclinarse violentamente, da la sensación de que está dando vueltas de campana al tiempo que sube y baja. A Pam se le revuelve de nuevo el estómago y comienza a tragar saliva de modo convulsivo. No piensa vomitar, de eso nada.

El hombre de negocios se levanta agitando los brazos mientras el avión sigue sufriendo sacudidas: da la impresión de que quiere abrir el compartimento superior, pero no consigue mantener el equilibrio. «¿Se puede saber qué hace?», quiere exclamar Pam, a quien le parece que la situación no hará otra cosa que empeorar si el tipo no se sienta: la vibración se está volviendo tan fuerte que se acuerda de aquella vez en que se le rompió el estabilizador de la lavadora y todo el dichoso trasto fue avanzando a saltos por el suelo. Una azafata aparece y se acerca en medio de la niebla, agarrándose a los respaldos de los asientos que la rodean; le hace un gesto al hombre de negocios, quien vuelve a sentarse con aire dócil, rebusca en el bolsillo interior de la chaqueta, saca un móvil, apoya la frente en el asiento de delante y comienza a hablar por el teléfono.

Ella debería hacer lo mismo. Debería llamar a Jim, hablarle de Snookie y recordarle que no le dé comida barata. También debería llamar a Joanie, pero ¿para decirle qué? Casi se echa a reír. ¿Que quizá llegue tarde? No, para decirle que está orgullosa de ella, aunque… ¿habrá cobertura en el avión? Si utiliza el móvil, ¿no fastidiará los sistemas de navegación? ¿Le hace falta una tarjeta de crédito para que funcione el teléfono fijo que hay en el respaldo?

¿Dónde ha dejado el móvil? ¿Lo lleva en la riñonera, junto al dinero, el pasaporte y las pastillas, o lo ha guardado en el bolso? ¿Por qué no se acuerda? Se agacha para ver si lo encuentra, con la sensación de tener el estómago aplastado contra la columna vertebral. Va a vomitar, lo sabe, pero entonces roza el asa del bolso, un regalo navideño de Joanie, de dos años antes, cuando aún no se había marchado. Todo había ido bien aquel día, e incluso Jim se había mostrado de buen humor. Otra sacudida, y el asa se le escapa. No quiere morir así; no de este modo, rodeada de desconocidos, ni con ese aspecto, con el pelo grasiento (lo de la nueva permanente había sido un error) y los tobillos hinchados: de eso nada. Nanay. Rápido, debe pensar en algo agradable, algo bueno. Sí. Todo esto es un sueño, en realidad está en el sofá con un sándwich de pollo y mayonesa y Snookie en el regazo, y Jim dormita en su butaca reclinable de la marca La-Z-Boy. Pam sabe que debería rezar, que es lo que el pastor Len le aconsejaría. Si reza, ¿desaparecerá todo lo que la rodea? Sin embargo, por una vez en su vida, no recuerda las palabras. Consigue soltar un «Ayúdame, Jesús», pero hay otras ideas que no dejan de acudirle a la cabeza. ¿Quién va a cuidar a Snookie si a ella le pasa algo? Snookie es vieja, tiene casi diez años. ¿Por qué la ha dejado sola? Los perros no entienden esas cosas. Ay, Señor, y también está ese montón de medias con carreras escondido en el fondo del cajón de la ropa interior, y que llevaba tanto tiempo queriendo tirar. ¿Qué pensarán de ella si lo encuentran?

La bruma se va haciendo más densa. Una bilis ardiente le sube por la garganta. Se le nubla la vista. Un fuerte crujido, y en su campo de visión aparece un ladeado vaso de plástico. Más palabras en japonés; se le están taponando los oídos, traga saliva, nota el sabor del especiado revoltijo de tallarines que ha comido en el vuelo anterior, le da tiempo a sentirse aliviada por no tener ya ganas de hacer pis. Entonces alguien dice, en inglés, algo de ayudar a los otros pasajeros, y no sé qué y no sé cuántos.

El hombre de negocios sigue parloteando por el móvil, que le sale despedido de la mano cuando otra sacudida atraviesa el avión, pero él no deja de mover la boca; no parece ser consciente de que ya no lo está agarrando. Ella trata de respirar, pero le falta aire, y nota en él un regusto metálico, artificial y arenoso, que hace que le den arcadas de nuevo. Unos destellos de luz fuerte la ciegan unos instantes, quiere coger la mascarilla pero esta no deja de oscilar y no puede, y entonces huele a quemado, un olor parecido al de un objeto de plástico que se deja demasiado tiempo en el fogón. A ella le pasó una vez. Se le olvidó una espátula encima del hornillo. Jim se tiró semanas recordándoselo. «Mujer, podrías haber quemado la casa».

Otro mensaje… «Prepárense, prepárense para el impacto».

Le viene a la cabeza la imagen de una silla vacía. No puede pensar en otra cosa. La invade un sentimiento de autocompasión tan intenso que duele: imagina su silla, la que siempre ocupa los miércoles en el grupo de lectura de la Biblia. Una silla recia, fiable y amable, que nunca se queja de lo que pesa Pam, cuyo asiento muestra las señales del desgaste. Siempre llega pronto a las reuniones para ayudar a Kendra a colocar las sillas, y todos saben que ella siempre se sienta a la derecha del pastor Len, junto a la máquina de café. La víspera de su partida rezaron por ella; hasta Reba le había deseado buena suerte. Le había henchido el pecho una sensación de orgullo y gratitud, y le habían ardido las mejillas al ser el centro de tantas atenciones. «Querido Jesús, por favor, cuida a nuestra hermana y querida amiga Pamela en su…». El avión se estremece, en esta ocasión también se oyen unos golpes sordos y repetidos cuando las bolsas, los portátiles y otra serie de objetos caen en cascada de los compartimentos superiores; pero si Pam sigue concentrada y pensando en la silla vacía, no pasará nada. Es como ese juego al que juega a veces al volver de la compra: si ve tres coches blancos, el pastor Len le pedirá a ella, y no a Reba, que se encargue de las flores.

Un chirrido, como si unas gigantescas uñas de metal estuvieran arañando una pizarra; el suelo se tambalea, un peso la obliga a bajar la cabeza en dirección al regazo, nota cómo le entrechocan los dientes, quiere pedirle a gritos a quien le está dando unos violentos tirones de las manos, a quien le está obligando que extienda los brazos hacia arriba, que deje de hacerlo. Años antes, una camioneta había aparecido repentinamente delante de su coche mientras iba a recoger a Joanie del colegio. En ese momento todo se había ralentizado de inmediato; había percibido los detalles más insignificantes: la grieta del parabrisas, el óxido desperdigado en el capó del otro vehículo, el contorno en sombra del conductor, que llevaba una gorra de béisbol… Pero esto, ¡esto está pasando demasiado rápido! «Haz que pare, está durando demasiado…». Recibe zarandeos y golpes y porrazos; la cabeza, no puede mantener la cabeza erguida, y entonces el asiento de delante choca violentamente contra su cara y luego estalla una luz blanca que la ciega y no puede…

Un fuego emite chisporroteos y crujidos, pero Pam tiene las mejillas frías; congeladas, de hecho. El aire es de lo más penetrante. ¿Se encuentra en el exterior? ¡Pues claro que sí! Qué boba. En un espacio interior no puede haber una fogata, ¿verdad? Pero ¿dónde se encuentra? Siempre organizan una reunión en el rancho del pastor Len en el día de Nochebuena; debe de estar en el jardín, contemplando los fuegos artificiales. Ella siempre lleva su famosa salsa de queso azul. ¡No es de extrañar que se sienta tan desorientada! Se le ha olvidado llevar la salsa, debe de haberla dejado en la encimera, el pastor Len se va a llevar una decepción y…

Alguien está gritando. «En Navidades no se puede chillar, ¿por qué grita usted en ese día? Es un momento de felicidad».

Levanta el brazo izquierdo para limpiarse la cara, pero parece que no puede… Algo falla, está tumbada encima de uno de sus brazos y lo tiene retorcido detrás de la espalda. ¿Por qué está en el suelo? ¿Se ha quedado dormida? En Navidad no, que hay tantísimo que hacer… Tiene que levantarse, disculparse por ser tan maleducada, Jim siempre le repite que debería ser un poco más resolutiva, que debería tratar de mostrarse un poco más…

Se pasa la lengua por los dientes, pero les ha ocurrido algo: tiene mellado uno de los incisivos; el borde le raspa la lengua. Al morder nota arenilla en la boca, traga saliva… Ay, Dios mío, le da la sensación de tener cuchillas en la garganta, ¿acaso ha…?

Y entonces cobra conciencia repentina de lo que ha sucedido de forma tan brusca que se queda sin aliento y, al mismo tiempo, la invade una oleada blanca de dolor que le nace en la pierna derecha y le sube hasta el estómago. «Levántate, levántate, levántate». Trata de alzar la cabeza, pero, al hacerlo, unas agujas calientes se le clavan en la nuca.

Otro grito; este parece llegarle de cerca. Nunca ha oído nada semejante: es brutal y áspero, apenas humano. Necesita dejar de oírlo. Ese aullido está haciendo que le duela todavía más el vientre, como si el sonido estuviera conectado directamente con sus entrañas, como si cada gemido le diera un tirón por dentro.

Ah, gracias, Jesucristo; ahora puede mover el brazo derecho y lo va levantando poco a poco, se palpa la tripa, toca algo blando y mojado, lo cual implica algo muy malo. Pero no quiere pensar en ello en ese momento. Oh, cielos, necesita ayuda, que alguien acuda a socorrerla; si le hubiera hecho caso a Jim y se hubiera quedado en casa con Snookie y no hubiera pensado tantas cosas malas de Reba…

«Ya basta». No le puede entrar un ataque de pánico. Eso es lo que dicen siempre, que hay que evitar el pánico. Está viva. Debería estar agradecida. Tiene que levantarse, ver dónde se encuentra. Ya no ocupa su asiento, de eso está segura. Está tendida en una superficie blanda y cubierta de musgo. Cuenta hasta tres, intenta apoyarse en el brazo bueno para colocarse de costado, pero se ve obligada a desistir cuando un acceso de dolor intenso, agudo e inesperado como una descarga eléctrica, le recorre el cuerpo entero. Es tan fuerte que le parece impensable que ese malestar le pertenezca. Se queda inmóvil y, por suerte, aquello empieza a remitir, aunque al ir desapareciendo deja en su lugar un preocupante entumecimiento. (Pero tampoco va a ponerse a pensar en eso, ni hablar).

Cierra los ojos con fuerza y luego los abre. Parpadea para ver mejor. Intenta girar lentamente la cabeza a la derecha y en esta ocasión puede hacerlo sin que aparezca ese dolor horrible y molesto. «Bien». Una mancha de luz naranja, al fondo, lo convierte todo en una silueta, pero Pam distingue un denso bosquecillo, unos árboles extraños y retorcidos que no identifica; y ahí, justo delante de ella, un trozo curvado de metal también retorcido. Ay, Dios, ¿es eso el avión? Es… Ve la forma alargada de una ventana. Una breve explosión, un silbido, un leve estallido y, de repente, toda la escena se ilumina como si hubiera salido el sol. Se le llenan los ojos de lágrimas, pero se niega a apartar la mirada. Se niega. Ve el borde desigual del fuselaje, cruelmente arrancado del cuerpo del avión, pero ¿dónde está el resto? ¿Estaba ella sentada en esa parte? Imposible. No habría sobrevivido a algo así. Aquello parece un juguete enorme y roto, le recuerda los jardines que rodeaban las caravanas de donde vivía la madre de Jim. En ellos se desparramaban los desperdicios, piezas de coches viejos y triciclos rotos. A Pam no le gustaba ir ahí, pese a que la madre siempre había sido buena con ella… Debido a la posición en que se encuentra, su campo de visión es limitado, y hace caso omiso de los crujidos que oye mientras estira el cuello para apoyar la mejilla en el hombro.

Los gritos cesan bruscamente en mitad de un aullido. «Bien». No quiere que el dolor y el ruido que emite otra persona vuelvan la situación todavía más confusa.

Un momento… Algo se mueve justo donde empiezan los árboles. Una figura oscura…, una persona…, ¿una personita, un niño? ¿El niño del asiento de delante de ella? La acomete una sensación de vergüenza; no se ha parado a pensar ni un instante ni en el chico ni en su madre mientras el avión caía. Solo ha pensado en sí misma. No es de extrañar que no haya podido rezar. ¿Qué clase de cristiana está hecha? La figura no tarda en desaparecer de su vista, lo que le resulta frustrante, pero no puede alargar más el cuello en esa dirección.

Intenta abrir la boca para gritar; por lo que se ve, ahora tampoco puede mover la mandíbula. «Por favor. Estoy aquí. Hospital. Auxilio».

Un golpe suave y seco en la parte posterior de la cabeza.

—Ay —consigue decir—. Ay.

Algo le roza el cabello, y nota que las lágrimas le caen por las mejillas; está a salvo. Han venido a rescatarla.

El rumor de unas pisadas que corren. «No os vayáis. No me dejéis sola».

De repente aparecen unos pies descalzos delante de sus ojos. Pequeños, sucios, está oscuro, muy oscuro, pero parece que tienen manchas de una sustancia viscosa y negra. ¿Barro? ¿Sangre?

—Socorro, socorro, socorro. —Ya está: puede hablar. Buena chica. Si puede hablar, eso quiere decir que no le ha pasado nada malo. Solo está conmocionada. Eso. Nada más—. Socorro.

Un rostro se le aproxima desde arriba; lo tiene tan cerca que nota en las mejillas el susurro del aliento del niño. Intenta fijarse bien en los ojos del chico. ¿Son…? No, qué va. Solo se lo parece porque hay poca luz. Son blancos, solo hay blanco, sin pupilas, ay, Jesús, ayúdame. Un grito se le forma en el pecho, siente un nudo en la garganta, no puede sacarlo, se va a ahogar. La cara desaparece de repente. Tiene los pulmones pesados y líquidos. Ahora le duele respirar.

Por el rabillo del ojo, muy a la derecha, percibe algo de forma vaga. ¿Es el mismo niño? ¿Cómo ha podido llegar hasta ahí tan deprisa? El pequeño está señalando algo… Unas figuras, más oscuras que los árboles que las rodean. Personas. Sin duda, personas; el resplandor naranja comienza a apagarse, pero Pam les distingue la silueta con claridad. Hay cientos de ellas, o eso parece, y se le acercan, van saliendo de entre los árboles, de esos árboles extraños, entrelazadas, numerosas y retorcidas como si fueran dedos.

¿Dónde tienen los pies? No tienen. Aquí falla algo.

Huy, huy. No son reales. No pueden serlo. No les ve los ojos, y sus rostros son unas manchas negrísimas que siguen presentando un aspecto liso e inmóvil mientras la luz de detrás aumenta de intensidad y después se apaga.

Vienen a buscarla; lo sabe.

El miedo comienza a remitir y en su lugar surge la certeza de que no le queda mucho tiempo. Como si una Pam fría y segura de sí misma (una nueva Pam, la que siempre había querido ser) hubiera llegado y se hubiera adueñado de su cuerpo maltrecho y agonizante. Sin fijarse en el revoltijo que ocupa el lugar donde antes tenía el estómago, busca a tientas la riñonera. Sigue ahí, aunque ha cambiado de sitio y ahora se encuentra junto a su costado. Cierra los ojos, se concentra y abre la cremallera. Se nota los dedos mojados y resbaladizos, pero ya es tarde para desistir.

Le llega un sonido entrecortado; en esta ocasión, con mayor fuerza; una luz desciende desde lo alto y revolotea por encima y en torno a ella; Pam observa una fila de asientos arrancados, cuyos montantes de metal reflejan la luz, y también un zapato de tacón que parece muy nuevo. Espera a comprobar si la luz frena el avance de la muchedumbre. Las personas siguen caminando de forma inquietante, pero ella todavía no distingue sus facciones. ¿Y dónde está el niño? Si solo pudiera decirle que no se acerque a ellas…, porque sabe lo que quieren; desde luego, sabe exactamente qué quieren. Sin embargo, ahora no puede pensar en eso; no, cuando le falta tan poco. Mete la mano en la riñonera y emite un gemido de alivio al rozar con los dedos la parte posterior y lisa del móvil. Se cerciora de que no se le caiga y lo saca; aún le da tiempo a que le sorprenda el pánico que ha sentido antes, cuando no recordaba dónde lo había dejado; obliga a su brazo a que le acerque el teléfono a la cara. ¿Y si no funciona? ¿Y si está roto?

No va a estar roto, ella no va a permitir que lo esté; Pam suelta un graznido victorioso cuando oye el repetitivo soniquete de bienvenida. Ya casi lo ha logrado… Chasca la lengua, exasperada. Siempre tan patosa, ha llenado la pantalla de sangre. Recurre a toda la fuerza que le queda para concentrarse, encuentra el recuadro de las aplicaciones y va bajando hasta llegar a la grabadora de voz. El ruido entrecortado ahora resulta ensordecedor, pero Pam consigue no fijarse en él, del mismo modo que ignora el hecho de que ya no ve nada.

Se acerca el móvil a la boca y empieza a hablar.

Los tres
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