El doctor Pascal de la Croix, profesor francés de robótica actualmente colaborador del MIT, fue una de las pocas personas con las que el padre de Hiro Yanagida, el célebre experto en robótica Kenji Yanagida, accedió a hablar durante las semanas posteriores al accidente que se cobró la vida de su esposa.

Conozco a Kenji desde hace años. Nos vimos por primera vez en la Exposición Universal de Tokio de 2005, en la que dio a conocer el Surrabot N.º 1, el primer androide que era un doble suyo. Me quedé embelesado de inmediato: ¡qué pericia técnica! Aunque el Surrabot N.º 1 era un primer modelo, ya en ese momento costaba distinguirlos a Kenji y a él. Muchas personas de nuestro sector rechazaron el proyecto y lo consideraron un capricho y una muestra de narcisismo. Se burlaron del hecho de que Kenji se centrara más en la psicología humana que en la robótica, pero yo no opiné lo mismo. Otros pensaron que el Surrabot N.º 1 era profundamente inquietante, pues con él nos adentrábamos, como de hecho ha sucedido, en el extraño abismo que todos llevamos en nuestro interior. Incluso he oído a algunos afirmar que crear máquinas de aspecto exactamente igual que el de los humanos es algo poco ético. ¡Menudo disparate! Porque si somos capaces de comprender y desentrañar la naturaleza humana, ¿acaso no es lo máximo a lo que podemos aspirar?

Bueno, prosigo. Seguimos en contacto a lo largo de los años y, en 2008, Kenji, su mujer Hiromi y el hijo de ambos acudieron a mi casa de París. Hiromi no hablaba mucho inglés, así que con ella la comunicación era limitada, pero mi esposa se quedó encantada con Hiro. «¡Qué bien se portan los niños japoneses!». ¡Creo que, si hubiera podido adoptar a ese chiquillo ahí mismo, lo habría hecho!

Yo estaba en Tokio por casualidad cuando me enteré de lo del accidente aéreo y del fallecimiento de la mujer de Kenji. Supe enseguida que tenía que ir a verlo, que iba a necesitar a sus amigos más que nunca. Porque yo había perdido a mi padre, un hombre con el que mantenía una relación muy estrecha, el año anterior por culpa del cáncer, y Kenji me había presentado sus condolencias de forma muy amable. Pero no me cogió el teléfono, y sus ayudantes de la Universidad de Osaka no quisieron decirme dónde estaba. En los días posteriores aparecieron imágenes suyas por todas partes. No se desató el furor mediático que sí despertaron la supervivencia del chico estadounidense y la de la pobre niña británica, los japoneses no son tan entrometidos, pero el asunto recibió mucha atención. ¡Y aquellos rumores descabellados! Daba la impresión de que Hiro tenía fascinada a toda la ciudad de Tokio. Los empleados del hotel me contaron que algunos creían que el niño albergaba los espíritus de todos los que habían muerto en el accidente. ¡Qué bobada!

Me planteé ir a la ceremonia fúnebre, pero luego pensé que ese no era mi sitio. Después me enteré de que Kenji había vuelto a Osaka. Decidí, en vez de volver a casa, intentar verlo por última vez, y compré un billete para el primer vuelo disponible a esa ciudad. Para entonces el tráfico aéreo casi había vuelto a la normalidad.

No me avergüenza reconocer que me valí de mi reputación para poder entrar en su laboratorio universitario. Sus ayudantes, a muchos de los cuales ya conocía, estuvieron de lo más respetuosos, pero me dijeron que no estaba disponible.

Entonces vi su androide. El Surrabot N.º 3. Ocupaba una esquina de la sala, y parecía que una joven asistente hablaba con él. Supe de inmediato que Kenji se estaba comunicando a través del robot; ya le había visto hacerlo muchas veces. De hecho, si le pedían que diera alguna conferencia y no podía dejar la universidad, ¡mandaba al androide y hablaba a distancia a través de él!

¿Quiere que le explique un poco cómo funciona el mecanismo? Por decirlo con el lenguaje más sencillo posible: se controla a distancia, mediante un ordenador. Kenji graba con una cámara sus movimientos faciales y de cabeza, que se transmiten a unos servos, a unos micromotores, situados en el interior de la placa frontal del androide, que así imita los gestos del rostro de Kenji, incluidos los parpadeos. Un micrófono recoge la voz del científico, que reproduce un dispositivo situado en la boca del robot, sin que se pierda el menor cambio de entonación. También hay un mecanismo en el pecho, algo parecido al que utilizan los fabricantes de muñecas sexuales de alta gama, que simula el acto de respirar. Hablar con el androide puede ser una experiencia de lo más desconcertante. A primera vista, no cabe duda de que se parece a Kenji. ¡Hasta le cambia el pelo cuando él se lo corta!

Insistí en hablar con el robot, y le dije, sin dudarlo:

—Kenji, lamento muchísimo lo que le ha pasado a Hiromi. Sé por lo que estás pasando. Por favor, si puedo hacer algo por ti, házmelo saber.

Hubo una pausa y luego el androide le comentó algo en japonés a la ayudante, que me dijo: «Venga», y me pidió que la siguiera. Me condujo por un desconcertante número de pasillos y me llevó a un sótano. Con mucha educación, se negó a contestar a mis preguntas sobre el estado de Kenji; me fue imposible no admirar la lealtad que le demostraba.

Llamó a una puerta sin ningún distintivo, y la abrió Kenji en persona.

Me impresionó verlo. Después de haber acabado de hablar con su doble robótico, que hubiera envejecido tanto se le notaba todavía más. Iba despeinado y tenía ojeras. Le soltó algo en tono brusco a la ayudante, lo cual no era propio de él, era la primera vez que lo veía mostrarse descortés con alguien; ella se marchó a toda prisa y nos quedamos a solas.

Le presenté mis condolencias, pero dio la impresión de que apenas me oía. No movía ni un músculo del rostro; solo en los ojos se distinguía algún signo de vida. Me agradeció que me hubiera desplazado hasta allí para verlo, pero añadió que no era necesario.

Le pregunté por qué trabajaba en el sótano en vez de hacerlo en el laboratorio, y me contestó que se había cansado de estar con gente. La prensa no había dejado de atosigarlo desde la ceremonia fúnebre. Entonces me preguntó si quería echarle un vistazo a su última creación y me hizo un ademán para que entrara a la sala.

—Oh —dije nada más pasar—, veo que su hijo ha venido a verlo.

Pero antes de acabar la frase me percaté de mi error. El niño que estaba sentado en una sillita, al lado de uno de los ordenadores de Kenji, no era humano, sino otra de sus réplicas. Una versión en surrabot de su hijo.

—¿Es este su último proyecto? —inquirí, mientras trataba de ocultar mi conmoción.

Sonrió por primera vez y respondió:

—No, eso lo fabriqué el año pasado.

Y entonces me señaló la esquina del fondo de la sala, en la que se veía a una surrabot vestida con un quimono blanco.

Me acerqué a ella. Era preciosa: perfecta, una leve sonrisa en los labios. El pecho le subía y le bajaba como si respirase hondo.

—¿Es…?

No pude decirlo.

—Sí —confirmó—, es Hiromi, mi mujer. —Sin apartar la mirada de ella, añadió—: Casi parece que su alma sigue aquí.

Intenté que me contara por qué se había sentido impelido a fabricar una réplica de su esposa, pero la respuesta es obvia, ¿no? Evitó mis preguntas, aunque sí me dijo que Hiro estaba viviendo en Tokio con unos parientes.

No le transmití lo que estaba pensando: «Kenji, tiene usted un hijo que está vivo y que lo necesita. No lo olvide, amigo mío».

No solo no era aquello asunto mío, sino que también sabía que su dolor era demasiado intenso como para que escuchase mis palabras.

Así que hice lo único que podía: marcharme.

En el exterior, ni siquiera la belleza de la ciudad me sosegó. Me noté turbado, como si los cimientos del mundo se hubieran tambaleado.

Y mientras estaba inmóvil, contemplando el edificio de la universidad, empezó a nevar.

Los tres
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