Del tercer capítulo de Cuidar a JESS: Mi vida con uno de los Tres de Paul Craddock (coescrito con Mandi Solomon).

Yo no podía ni imaginarme la atención mediática que iba a despertar Jess cuando la trasladaron al Reino Unido para que recibiera cuidados médicos. Los tres «niños milagro» se estaban convirtiendo en la historia de la década a gran velocidad, y el ansia del público británico por recibir noticias sobre el estado de Jess era insaciable. Los paparazzi y los periodistas de tres al cuarto de los tabloides se habían asentado de forma permanente en las escaleras de mi edificio de apartamentos, y el hospital estaba prácticamente sitiado. Gerry me advirtió de que no comentara nada demasiado íntimo por móvil, por si lo tenía pinchado.

Debo decir que el apoyo público que recibió Jess fue abrumador. Los regalos de personas que le deseaban una pronta recuperación no tardaron en llenar su habitación; otros dejaron mensajes, flores, tarjetas y un sinfín de peluches delante del hospital, tantos que apenas se veía la verja que delimitaba el recinto. La gente fue bondadosa, y con esos detalles demostraba su cariño.

Entretanto, mi relación con Marilyn y el resto de la familia Addams se iba deteriorando día a día. Me era imposible no encontrármelos en la sala de espera, y esquivar la exigencia de Marilyn de que le diera las llaves de la casa de Stephen y Shelly se estaba convirtiendo en algo inaguantable. Pero la verdadera guerra fría no empezó en serio hasta el 22 de enero, cuando oí cómo Jase le soltaba una dura reprimenda a uno de los especialistas de Jess delante de su habitación. En esa fase, la niña todavía no se había despertado, pero los médicos nos habían asegurado que no había ninguna señal de que sus funciones cognitivas estuvieran dañadas.

—¿Por qué coño no pueden despertarla? —le recriminaba Jase mientras clavaba un dedo manchado de nicotina en el pecho del pobre médico.

El doctor le aseguró que estaban haciendo todo lo que podían.

—¿Ah, sí? —replicó Jase con desdén—. Pues si acaba convertida en un puto vegetal, os podéis encargar de cuidarla todos vosotros, ¡joder!

Aquello fue la gota que colmó el vaso. En lo que a mí respectaba, los Addams habían mostrado su verdadera cara. No pude impedir que siguieran visitando a Jess, pero sí dejar claro que bajo ningún concepto iban a ocuparse de ella cuando le dieran el alta. Me puse en contacto inmediatamente con la abogada de Shelly y le pedí que informara a los Addams de lo que Stephen y ella habían dispuesto sobre la custodia.

Un día después aparecieron en la primera plana de The Sun. «Impiden que la abuela de Jess forme parte de la vida de la niña».

Hay que reconocerle al fotógrafo que supo captarlos en toda su gloria barriobajera: la matriarca de los Addams salía lanzándole una mirada asesina a la cámara; los hermanos y los diversos vástagos con el gesto torcido, alrededor de ella, como si fueran un anuncio para promover las ventajas de los métodos anticonceptivos. Marilyn se mostraba especialmente franca a la hora de manifestar sus opiniones.

«Esto no está bien —declara Marilyn, de cincuenta y ocho años—. El estilo de vida de Paul es contrario a la moral. Él es gay, y nosotros ciudadanos respetables. Una familia. Jess estaría muchísimo mejor con nosotros».

Evidentemente, The Sun no perdió el tiempo. Consiguieron una foto que me habían hecho en el desfile del Orgullo Gay del año anterior, en la que salía con un tutú y riéndome al lado de Jackson, mi compañero de aquella época. Todo esto reproducido a toda página y a todo color al lado de las fotos de los Addams, que parecían sacadas de una ficha policial.

El artículo corrió como la pólvora y los otros tabloides no tardaron en lograr otras imágenes mías igualmente comprometedoras, gracias sin duda a la colaboración de mis amigos o mis examigos. Supongo que no puedo culparlos por haber querido sacar un beneficio económico. La mayoría también eran artistas que no llegaban a fin de mes.

Aunque en realidad la opinión pública no se puso en mi contra hasta que a Marilyn y a mí nos invitaron a salir en el programa de Roger Clydesdale. Gerry me recomendó que no aceptara, pero tampoco podía permitir que Marilyn contara su versión sin dar también la mía, ¿verdad? Había conocido a Roger en el lanzamiento de un medio de comunicación unos años antes, y en las pocas veces que había visto algún trozo de su programa matinal «de actualidad», se había mostrado muy duro con aquellos a los que llamaba «gorrones de los subsidios». Imagino que supuse con toda inocencia que se pondría de mi parte.

Había tal expectación en el plató que se palpaba la electricidad en el ambiente; se notaba que el público se moría de ganas de ver una pelea en toda regla. No salieron defraudados. Al principio, si soy sincero, creí que llevaba yo la delantera. Marilyn se dejó caer en el sofá y farfulló unas respuestas inconexas cuando Roger le hizo sus típicas preguntas de por qué no estaba buscando empleo de forma activa. Entonces el presentador me dirigió a mí su penetrante mirada.

—¿Tiene usted alguna experiencia en el trato con niños, Paul?

Le dije que llevaba cuidando a Jess y Polly desde que eran muy pequeñas y repetí que Stephen y Shelly me habían designado a mí tutor de Jess.

—¡Él solo quiere la casa! ¡Es actor! ¡La niña le da igual! —chilló Marilyn, quien, por algún motivo, logró arrancarle una salva de aplausos al público.

Roger hizo una pausa de varios segundos para que amainara el furor, y entonces soltó la bomba:

—Paul…, ¿es cierto que ha padecido usted problemas mentales en el pasado?

El público volvió a alborotarse, e incluso Marilyn dio la impresión de haberse quedado algo perpleja.

No estaba preparado para esa pregunta. Empecé a tartamudear y a trastabillar y quedé fatal al explicar por qué mi colapso nervioso ya estaba más que superado.

Evidentemente, esta revelación dio pie a innumerables titulares indignados, del estilo de: «Un chalado se va a ocupar de Jess».

Como era de esperar, me quedé destrozado. A nadie le gusta que escriban cosas semejantes sobre su persona, y solo podía culparme a mí, por haber sido demasiado franco. He recibido duras críticas por mi forma de tratar a la prensa desde entonces. Entre otras cosas, me han acusado de hacer lo que sea con tal de conseguir publicidad y me han tildado de ser «un supuesto egocéntrico y un narcisista». Sin embargo, con independencia de cómo quisiera retratarme la prensa, lo que de verdad me importaba era el bienestar de Jess. Aparqué temporalmente mi carrera profesional para dedicarle todo mi tiempo. La verdad es que, si hubiera querido explotar económicamente a la niña, podría haber ganado millones de libras. Aunque apuros de dinero no íbamos a pasar, pues nos pagaron la totalidad de los seguros de vida de Shelly y de Stephen, y también estaba la indemnización, con la que pensaba crear un fideicomiso para Jess, a la que nunca le iba a faltar de nada. El motivo por el que aparecí en los diversos programas matinales no tuvo nada que ver con el dinero, sino con la intención de dejar las cosas claras. Cualquier otro habría hecho lo mismo.

Como pueden comprobar, razones para estar agobiado no me faltaban, pero Jess era mi prioridad. Todavía seguía inconsciente, aunque, al margen de las quemaduras, físicamente estaba bien. Yo tenía que empezar a pensar en dónde iba a alojarla.

El doctor Kasabian, que se preveía que fuera el psicólogo de la niña cuando esta se despertara y comenzara a hablar, sugirió que lo mejor para Jess podría ser vivir en un entorno conocido, lo que implicaba instalarse en casa de Stephen, en Chiselhurst.

Entrar en esa vivienda por primera vez fue una de las cosas más duras que he hecho en mi vida. Todo, desde las fotos de boda y del colegio de las paredes hasta el reseco árbol de Navidad del camino de entrada que Stephen no había llegado a retirar, nos recordaba tanto a Jess como a mí todo lo que habíamos perdido. Cuando cerré la puerta ya en el interior, mientras los gritos de los seudoperiodistas del exterior se colaban hasta la casa (sí, incluso me siguieron mientras hacía ese doloroso recado), sentí el mismo desamparo que se había adueñado de mí cuando me enteré de la trágica noticia.

Pero me obligué a afrontar la situación. Tenía que ser fuerte por Jess. Recorrí la casa con lentitud y finalmente me vine abajo por completo cuando vi la foto en la que salíamos él y yo de pequeños, y que Stephen había puesto en su despacho: yo, regordete y con los dientes separados, y él, esbelto y serio. A juzgar por nuestros físicos no parecíamos mellizos, y nuestras personalidades eran igualmente dispares. Ya a los ocho años yo sabía que quería estar sobre un escenario, mientras que mi hermano era mucho más retraído y circunspecto. Aun así, pese a que no frecuentábamos las mismas compañías en el colegio, siempre mantuvimos una relación muy estrecha, y lo cierto es que cuando conoció a Shelly nuestro vínculo se hizo todavía más profundo. Ella y yo nos llevamos a las mil maravillas desde el primer momento.

Aunque eso me partió el corazón, me obligué a pasar la noche en la casa; tenía que aclimatarme, y hacerlo por Jess. Apenas dormí y, cuando lo logré, soñé con Stephen y Shelly. Esos sueños fueron tan intensos que parecía que estaban en la misma habitación, como si sus espíritus se negaran a abandonar la casa. Pero yo sabía que estaba haciendo lo correcto en lo referente a Jess, y sé también que ellos me habían dado su bendición.

A día de hoy todavía no han encontrado sus cuerpos. Ni el de Polly. En cierto sentido es una suerte. En vez de un viaje terrible para identificarlos en un frío depósito de cadáveres portugués, mis recuerdos finales de ellos son los de la última cena que celebramos juntos: Polly y Jess soltando risitas, y Stephen y Shelly hablando de sus vacaciones improvisadas. Una familia feliz.

Durante todo el proceso, no sé qué habría hecho si no hubieran estado Mel, Geoff y los otros miembros, tan bondadosos, de 277 Juntos. No olviden que esos hombres y mujeres también habían perdido a sus seres queridos del modo más horrible que cabe imaginar, pero enseguida se prestaron a ayudarme siempre que fue necesario. Mel y Geoff incluso me acompañaron cuando llevé mis pertenencias a la casa y me ayudaron a decidir qué hacer con las fotografías familiares que se veían por todas partes. Llegamos a la conclusión de que era mejor guardarlas hasta que a Jess le diera tiempo de aceptar del todo la muerte de sus padres y su hermana. Ellos fueron mi sostén, y lo digo desde lo más profundo de mi alma.

Pero la rabia que destilaban los Addams y los periodistas de segunda que les seguían el juego no era el único problema al que nos enfrentábamos, sobre todo cuando las historias de conspiraciones empezaron a convertirse en un fenómeno viral. A Mel le indignó especialmente esta cuestión; nadie lo diría al verla, pero es católica ferviente, y le ofendió de veras, en concreto, esa teoría conspirativa de los jinetes.

En esa época nos enteramos de que se estaba organizando una ceremonia fúnebre. No devolverían los pocos cuerpos que habían encontrado hasta después de que finalizasen las investigaciones, algo para lo que podían faltar meses, y todos sentíamos que necesitábamos pasar página de un modo u otro. Todavía no sabían qué había causado la catástrofe de Go! Go!, aunque se había descartado la hipótesis de un atentado terrorista, al igual que en los restantes accidentes. Intenté no prestar demasiada atención a lo que se contaba en las noticias sobre los avances de las investigaciones, porque con eso solo conseguía sentirme peor, aunque sí capté que podía haber tenido algo que ver una tormenta eléctrica que había provocado graves turbulencias, que habían afectado a otros vuelos de esa zona. Mel me contó que había visto las imágenes que había grabado un submarino de la Marina, al que habían enviado para tratar de recuperar la caja negra de entre los restos del fondo del mar. Me dijo que ahí abajo parecía reinar una gran paz, que la parte central del fuselaje apenas parecía haber sufrido daños, ahí asentado para siempre en esa tumba acuática. También añadió que lo único que la ayudaba a seguir entera era pensar que todo había sucedido muy rápido; no soportaba la idea de que Danielle y los otros pasajeros hubieran sabido que iban a morir, como los pobres viajeros del vuelo de Japón, a quienes les había dado tiempo de dejar mensajes. La entendí perfectamente, pero uno no puede estar dándole vueltas a esas cosas, lo mejor es no hacerlo.

La ceremonia fúnebre se iba a celebrar en la catedral de San Pablo, e iban a organizar otro servicio en Trafalgar Square para el público en general. Yo sabía que la familia Addams iba a acudir, sin duda acompañada de su periodistilla preferido de The Sun, y me puse muy nervioso, lo que resultaba comprensible.

Mel, Geoff y su caterva de amigos volvieron a acudir en mi ayuda y estuvieron a mi lado durante todo ese angustioso día. He de decir que procedían del mismo entorno que la familia de Shelly. Geoff llevaba varios años en paro; residían en unas viviendas de protección social situadas en Orpington, no muy lejos de donde estaban los Addams. No habría sido impensable que se hubieran puesto del lado de Marilyn y compañía, sobre todo teniendo en cuenta que a mí me presentaban como «un esnob de colegio privado con pretensiones artísticas». Pero no lo hicieron. Cuando llegamos a la ceremonia, casualmente al mismo tiempo que los Addams (para que luego digan que el destino no existe: allí había miles de personas), Mel le clavó un dedo a Marilyn en la cara y le espetó: «Si monta usted algún jaleo, la echamos de aquí sin miramientos, ¿entendido?». Marilyn llevaba un sombrerito negro y barato que parecía una araña gigante, y, aunque no cambió el gesto, el tocado le tembló por la indignación. Jase y Keith se ofendieron mucho, pero los fulminó con la mirada Gavin, el hijo mayor de Mel y Geoff, un tío de cabeza rapada y la constitución y el aspecto de portero de un club de striptease. Después me enteré de que tenía muchas «conexiones». Un tipo duro. Alguien a quien no convenía buscar las cosquillas.

Me entraron ganas de abrazarlo.

No voy a contar con pelos y señales cómo fue la ceremonia, pero hubo un detalle en particular que me conmovió: el momento en que Kelvin leyó un texto. Había elegido el poema de W. H. Auden «Detengan los relojes», ese que casi todo el mundo conoce por Cuatro bodas y un funeral. Aquello podría haber quedado cursi, pero había que ver a ese tipo tan grandullón y con rastas leyendo con sosegada solemnidad. Cuando llegó a la frase que dice: «Que los aviones que dan vueltas gimiendo en el cielo», se podría haber oído caer un alfiler.

Acababa de salir de la catedral cuando me llamó el doctor Kasabian. Jess se había despertado.

No sé cómo se enteraron los Addams de que la niña había salido del coma, supongo que los llamó una de las enfermeras, pero cuando llegué al hospital, mientras mis emociones amenazaban con desbordarme, me los encontré esperando delante de su habitación.

El doctor K. sabía lo tirante que era la relación que manteníamos (no vivía aislado del mundo), y dejó muy claro que lo último que Jess necesitaba en ese momento era un ambiente tenso. Marilyn accedió de mala gana a cerrar el pico, les pidió a Fétido y Gómez que esperaran en el pasillo, y nos llevaron al interior para que la viéramos. Marilyn, a quien todavía le temblaba el sombrero, se cercioró de llegar la primera a la cama; prácticamente me empujó para impedirme avanzar.

—Jessie, soy yo —dijo—. La yaya.

La niña la miró con gesto inexpresivo. Luego extendió un brazo y me acercó la mano. Ojalá pudiera afirmar que sabía quiénes éramos, pero en sus ojos no se vio el menor atisbo de que nos hubiera reconocido, cosa que resultaba perfectamente comprensible. Pero no puedo evitar pensar que nos miró a los dos, nos estudió con la mirada y dedujo en ese mismo instante quién de los dos representaba el menor de los dos males.

Los tres
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
fichero001.xhtml
fichero002.xhtml
fichero003.xhtml
fichero004.xhtml
fichero005.xhtml
fichero006.xhtml
fichero007.xhtml
fichero008.xhtml
fichero009.xhtml
fichero010.xhtml
fichero011.xhtml
fichero012.xhtml
fichero013.xhtml
fichero014.xhtml
fichero015.xhtml
fichero016.xhtml
fichero017.xhtml
fichero018.xhtml
fichero019.xhtml
fichero020.xhtml
fichero021.xhtml
fichero022.xhtml
fichero023.xhtml
fichero024.xhtml
fichero025.xhtml
fichero026.xhtml
fichero027.xhtml
fichero028.xhtml
fichero029.xhtml
fichero030.xhtml
fichero031.xhtml
fichero032.xhtml
fichero033.xhtml
fichero034.xhtml
fichero035.xhtml
fichero036.xhtml
fichero037.xhtml
fichero038.xhtml
fichero039.xhtml
fichero040.xhtml
fichero041.xhtml
fichero042.xhtml
fichero043.xhtml
fichero044.xhtml
fichero045.xhtml
fichero046.xhtml
fichero047.xhtml
fichero048.xhtml
fichero049.xhtml
fichero050.xhtml
fichero051.xhtml
fichero052.xhtml
fichero053.xhtml
fichero054.xhtml
fichero055.xhtml
fichero056.xhtml
fichero057.xhtml
fichero058.xhtml
fichero059.xhtml
fichero060.xhtml
fichero061.xhtml
fichero062.xhtml
fichero063.xhtml
fichero064.xhtml
fichero065.xhtml
fichero066.xhtml
fichero067.xhtml
fichero068.xhtml
fichero069.xhtml
fichero070.xhtml
fichero071.xhtml
fichero072.xhtml
fichero073.xhtml
fichero074.xhtml
fichero075.xhtml
fichero076.xhtml
fichero077.xhtml
fichero078.xhtml
fichero079.xhtml
fichero080.xhtml
fichero081.xhtml
fichero082.xhtml
fichero083.xhtml
fichero084.xhtml
fichero085.xhtml
fichero086.xhtml
fichero087.xhtml
fichero088.xhtml
fichero089.xhtml
fichero090.xhtml
fichero091.xhtml
fichero092.xhtml
fichero093.xhtml
fichero094.xhtml
fichero095.xhtml
fichero096.xhtml
fichero097.xhtml
fichero098.xhtml
fichero099.xhtml
fichero100.xhtml
fichero101.xhtml
fichero102.xhtml
fichero103.xhtml
fichero104.xhtml
fichero105.xhtml
fichero106.xhtml
fichero107.xhtml
fichero108.xhtml
fichero109.xhtml
fichero110.xhtml
fichero111.xhtml
fichero112.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml